2002
El plan de Marcaccio necesitaba un poco de plata y el salto geográfico que lo alejara —geográficamente— de la destrucción personal, triste pero en apariencia bien llevada. A varias cuadras de El Rey de la Pizza seguía escuchando su voz y contestándole en silencio. Guardé el auto en una cochera y volví a cruzar la Plaza Marcilla después de más de veinte años. Varias torres iluminaban el monumento, iluminado también desde los zócalos del pedestal. De las figuras humanas moldeadas en bronce no se desprendía una sola sombra, como en un mediodía ecuatoriano. El resplandor clareaba también los árboles inmensos de la infancia, en ese momento reducidos a réplicas pequeñas. Pero como aquella grandeza pertenecía a una realidad imaginada, como todas, pero irrefutable por obedecer a una primera impresión que no podía ser modificada por la percepción racional de las dimensiones, seguí conservándola aun contra la evidencia que la estaba desmintiendo (el viaje en el recuerdo es un viaje a escala, a la escala en la que se necesita o se soporta recordar).
Di vueltas alrededor del monumento. La figura principal era la de Eusebio Marcilla, “El Caballero del Camino”, un piloto de Turismo Carretera que fue el héroe deportivo de la ciudad, vestido con un mameluco de operario o técnico, en todo caso un ejemplar ordinario de la revolución industrial, maniobrando en la quietud metálica que lo había congelado con gesto rústico, pliegues tensos y una fuerza viril incorruptible. En sus brazos arremangados, cuya fuerza moral era capaz de sostener el peso del mundo (unos brazos obedientes a la iconografía soviética, desdeñosa del abrigo aun en la estepa), agonizaba un mártir de la ruta a quien Marcilla había auxiliado en una carrera que en la instantánea del monumento despreciaba en favor de un gesto espectacular de santidad.
El muerto o herido de muerte estaba desnudo, en una posición de entrega sexual tan intensa que llenaba la plaza de asociaciones suspicaces, mientras el Marcilla metálico, lo que en el pueblo había quedado de Marcilla además de su hagiografía y un comercio de repuestos de autos gerenciado por sus herederos, miraba el cielo, sustituido en la noche municipal por el tremendo equipo de reflectores. Una placa situaba la escena en la Vuelta Buenos Aires-Caracas de 1948 que, como todo lo que se vivía, había desaparecido, aunque quedara la memoria material donde el recuerdo dormía el confortable sueño de las referencias.