1990
Mi padre fue a San Luis a pasar unos días en la casa de mi hermana. Como de costumbre, simuló vivir en los intersticios de la actividad familiar: almorzaba y cenaba aparte un menú propio, se duchaba a la madrugada y esquivaba las zonas comunes. La situación, como si se estuviera formando una tormenta de silencio bajo la que se movían pensamientos horribles pero todavía sin lenguaje, cargó de inestabilidad emocional el ambiente.
Al tercer día de llegar e infiltrarse en una habitación que automáticamente convirtió en una cueva inaccesible, salió por primera vez al living y deslizó unos aforismos acerca de los buenos hábitos familiares. Le apuntaba a la conducta de sus nietos y, por elevación, a la educación que les había dado mi hermana. Siempre tenía algo que decir sobre la actuación de los demás. Sus lecciones iban desde cómo había que barrer, hasta cómo deshacerse del trabajo, un invento del capitalismo para explotar obreros del que había que abstenerse para vencer en la revolución personal de vivir sin trabajar y en la que, sin dudas, él estaba triunfando: “Vos, hija, estás muy nerviosa. Tenés que tranquilizarte. El trabajo te aliena. Te estás sacrificando al pedo. ¿Para qué? Acá hay que entender que no necesitamos la mayoría de las cosas que nos rodean. ¿Lavarropas automático?, ¿horno a microondas?, ¿televisión por cable?, ¿teléfonos?, ¿helados? ¿Para qué querés toda esa basura? Los chicos pueden vivir con mucho menos, lo que pasa es que vos sos la que los acostumbra a comprar pelotudeces. Atendeme: al consumo lo inventaron los judíos y la sinarquía internacional. Hitler será un hijo de puta pero fue el único que les puso freno. Mirá lo que pasa ahora en Palestina. Cuando se lo digo a tu hermano me cambia de tema, no quiere enfrentar la realidad. Atendeme: si Hitler dice que dos más dos son cuatro, ¿qué me van a decir?, ¿que está mal porque lo dijo Hitler? Dos más dos son cuatro, lo diga quien lo diga. Punto. ¡No me rompan las pelotas! Lo que pasa es que a mí no me dejan hablar, me pasan por encima. Enseguida saltan: ‘¡Eh, Hitler era un nazi!’”.
Mi hermana le contestó de espaldas para no darle el gusto de verla llorar: “Papá, papá, papá... Escuchame una vez en la vida, por favor. Una vez aunque sea. No me des lecciones. Por favor te lo pido. Yo sé muy bien lo que necesitan mis hijos. ¿Qué son las pelotudeces de las que hablás? ¿Un juguete?, ¿un par de zapatillas?, ¿una entrada al cine?, ¿ropa?, ¿vacaciones? Si vos querés vivir sin televisor, sin gas, sin luz, sin bañarte, es asunto tuyo. Pero bien que acá guardás la leche en la heladera, y la calentás en el microondas, y mirás veinte horas de televisión por día, y ya te descubrí que comprás películas a la noche. Cuando no estamos, claro. Me gustaría que mañana no miraras televisión. No vas a poder. Acordate lo que te digo. Para lo único que venís a casa es para ver televisión y dar lecciones de cómo hay que vivir. Se te viene la casa abajo desde hace veinte años pero das lecciones de mantenimiento. No te das cuenta lo arrogante que sos. Qué te vas a dar cuenta si sos perfecto. Y encima nos querés hacer creer que no necesitás lo que te damos. ¿Sabés cómo se llama eso? Eso se llama desprecio. ¿Vos pensás que mi marido y los chicos no se dan cuenta? Nos visitás para evitarnos. Nunca vi una cosa igual. No sé para qué venís. Se lo cuento a mis amigas y no lo pueden creer. Comés solo, cocinás para vos, te encerrás en la pieza. Pero es mentira que no tomás lo que te damos. Lo tomás pero hacés como que no lo tomás, como si te lloviera, porque para vos siempre es mejor que a las cosas no te las de nadie, ¿no?, así no estás obligado a agradecer. ¿Cómo era? ‘Ah no, no, yo no quiero compromisos’. El gas que usás para bañarte y para cocinar, la electricidad que usás para mirar televisión, la comida que sacás de la heladera, te lo damos nosotros. Te-lo-da-mos. Aunque vos creas que viene del aire. Sos como un chico. Y me tenés harta con Hitler: Hitler, Hitler, Hitler... Cortala con Hitler. ¡Qué mierda me importa Hitler! Y mi hermano lo que no quiere es que lo molestes siempre con lo mismo. ¿Sabés quién me da una mano cuando la necesito? Mi hermano. ¿Y vos? Ah, no, vos estás ocupado con Palestina. ¿O sea que vos sí enfrentás la realidad? ¿Por qué no te hacés hombre bomba, entonces? Yo te digo por qué no: porque a vos lo único que te importa es mi-rar. Mirar y juzgar, y nada más. Y te pido, por favor, pero por favor te lo pido, que no hagas más migas. Estoy harta de barrer. Me hacés reventar. Parece que lo hicieras a propósito. ¿Quién sos? ¿Pulgarcito?”.
***
Mientras ellos discutían en San Luis entré a la casa de mi padre en Junín. Quería saber si el ruido de la lluvia cayendo en los sombreros metálicos de las tomas de aire conservaban la música que había escuchado en la infancia, pero al cabo de unos minutos me pareció más verdadero el sonido del recuerdo. La misma lluvia, cayendo sobre la misma chapa, oída por el mismo cuerpo instalado en la misma posición, formaban un fenómeno distinto. Pero no era una evolución de aquellos sonidos, era otra cosa: un ruido ajeno y nuevo que había que aprender a descifrar, aunque sonara como en el pasado. Fui a la terraza a ver los sombreros metálicos. Nada que ver con mi recuerdo. El cielo sí era el de las tormentas de entonces: una capa gris, suspendida a una altura aplastante pero fija. Pude ver en detalle el efecto de la lluvia, sus choques internos y la forma en que se abría cada gota en flores transparentes para volver a abrirse nuevamente en flores más pequeñas que, en el colmo de la liviandad, el viento las barría sin que tocaran el piso.