2002

La lámpara de xenón irradiaba el calor de una hoguera y llenaba la cabina de vapores eléctricos. Torrente largó la primera función y se dio vuelta de golpe sin dejar de echarle aceite a un engranaje por una puerta lateral del proyector: “¡Guardaaaa! No me vas a apoyar la mano en la chapa porque olvidate, ¿eh? Se te sale la piel así, como un guante... Tenés 380 voltios que con una sola patada te deja bobo. Te lo digo porque Velázquez me dijo que no pudo probar la jabalina y estamos sin descarga a tierra. Viene mañana. Todos los días dice que viene mañana. Yo no me quiero meter porque no es asunto mío y no me gusta que le gente se quede sin trabajo, pero si fuera su jefe lo echo”.

La película rodaba con las vibraciones de un tren oído a la distancia. Las primeras imágenes viajaron hacia la pantalla, es decir hacia la actualidad común de los espectadores, cargándola de resplandores fantasmales más o menos parecidos a la realidad. Apareció el héroe, propietario de un restaurante de comidas italianas que, tapado de problemas financieros y sentimentales, debía enfrentar otros: superar en soledad un infarto y organizar el casamiento de sus padres. No es fácil. Su madre tiene Alzheimer y vive recluida en un hogar de ancianos, además de vegetar en el hueco del olvido. La boda es pensada como una lección moral: el amor vence todos los obstáculos, es indestructible y puede verse más allá de la razón; puede verse, incluso, sumergido bajo las aguas oscuras del delirio y la amnesia. El público se mantuvo inmóvil esperando que los acontecimientos, que se fueron anunciando mediante la siembra masiva de esos indicios fluorescentes que sostienen las emociones del cine industrial, se desencadenaran de a poco. Pero en la mitad de la película apareció la última escena y la lista de créditos. El silencio y la inmovilidad de los espectadores fueron tan profundos que produjeron un efecto de desierto —y también de espejismo—, como si la sorpresa hubiera anulado todas sus posibilidades expresivas y, por extensión, también la posibilidad de su existencia.

La proyección continuó con escenas montadas detrás de los créditos y los espectadores siguieron sin reaccionar durante varios minutos, hasta que uno silbó y desató el concierto de protestas donde hubo un mensaje poco claro que acumulaba una fuerza cada vez más grande (la fuerza, todavía sin sentido, era el mensaje). Pedí disculpas en nombre de la sociedad y subí a la cabina a estrangular a Torrente: “¿Qué hiciste, pajero?”. Sosteniendo en lo alto un rollo de película en la posición de un levantador de pesas olímpico, alcanzó a decirme, como si me hablara desde un parlante implantado en la nuca: “¿Pero vos podés creer que pegué mal las escenas? Es de no creer. Con la experiencia que yo tengo en esto. Lo que pasa es que estoy muy nervioso, muy nervioso... Mucha responsabilidad”.

La situación cambió cuando los espectadores, acostumbrados a consumir en la cultura de la oferta y el bonus, supieron que podían ver una película y media a cambio de una sola entrada, además de vivir la aventura de un incidente cuya vivencia, aunque fue colectiva, pareció única. Durante la interrupción habían cambiado impresiones para acordar un punto de vista sobre lo que acababa de suceder. Pero no fue posible porque referían el episodio según el universo personal del que venían, lo que convertía al suceso en un río de incertidumbre en el que el incidente era un poco más o un poco menos de lo que había sido al manifestarse (nadie creía del todo en la verdad del incidente si no lo ajustaba, en alguna medida, a lo que deseaba experimentar).

El espectáculo del tiempo
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