2003
Charly Hossinger, el astronauta argentino que triunfó en la NASA, volvió a Junín después de muchos años a presentar en el Club de Planeadores su libro de memorias, Diario del Espacio. Pasé a buscar a mi padre por Homero, el bar donde me atendía desde que cerró el ingreso a su casa, el cementerio radiactivo en el que solo él podía sobrevivir porque estaba adaptado. “¿Qué querés tomar?”. La pregunta tenía el tono de confianza que se oye en las cocinas de los hogares y mantienen vivas las filiaciones, pero como el hecho sucedía en el espacio público le daba el sentido de una comedia de cordialidad llena de frustraciones ocultas.
Lo llevé a la conferencia de Hossinger, cuyos perfiles profesionales y vitales aparecieron esa mañana en dos páginas del diario La Verdad. Mi padre lo abrió en un semáforo para mostrarme la foto en la que él y Charly, abrazados, ocupaban el centro de la primera promoción de volovelistas de la provincia de Buenos Aires. De fondo, una bandera nacional y otra de la Federación Argentina de Vuelo a Vela, las dos arrugadas, componían la misma escenografía desprolija que utilizaban las organizaciones guerrilleras cuando comunicaban sus atentados.
El estacionamiento estaba lleno. Entramos por la tranquera auxiliar que da a la Laguna de Gómez. Un colectivo de escultores juninenses había fabricado un Apollo XI de fibra de vidrio desde el que salía, por unas ventanillas-bafles, la banda de sonido de 2001, Odisea del espacio, creando una zona mixta de sonido e imaginación formada por la realidad campestre del club y el espacio sideral del que Hossinger había regresado invicto (ya entonces cada idea, del orden que fuera, rancia o novedosa, tenía su presentación artística; el arte estaba en todos lados, a cada paso y hecho por cualquiera: vivíamos en un mundo saturado de artistas malos).
La escultura era obediente a un arte de la actualidad retardataria, tal vez fúnebre, que no ataba su suerte a la forma sino a las efemérides y al homenaje. Ese arte, proliferante, informativo y explícito, arrasaba con los museos y el espacio público y estaba hecho con el propósito, que sus artistas no negaban, de que todo el mundo entendiera todo, como si una obra artística fuese un diario o un programa de televisión. ¿Podía haber algo más frívolo y más inútil que un arte de la actualidad? ¿Cuál era la trascendencia de un arte del hoy?
Llegó Hossinger. Bajó de una camioneta gris con vidrios polarizados, una camioneta espejo, entró corriendo al hangar, subió al escenario y, mordiendo el manto de aplausos que lo recibía, comenzó un discurso que más tarde la oficina de prensa del Club de Planeadores publicó en su boletín de actividades:
Gracias. Buenas tardes. Muchas gracias. Gracias. Gracias. Muchas gracias. De verdad. Quiero decirles. Quiero decirles que para mí es una alegría volver aquí después de tantos años. Muchas gracias. Voy a tratar de hacer un poco de memoria. Yo me inscribí en la Fuerza Aérea en el año 1970. Quiere decir que me fui de Junín en diciembre de 1969, en enero de 1970 hice el curso de nivelación en Córdoba y mi vuelo de bautismo en supersónicos fue en un Mirage en el año 1972. Creo. Las fechas se me cruzan. No es fácil recordar. Pero ahora que estoy aquí y veo allá al fondo al K6 exactamente igual que cuando me subí por primera vez, parece que el tiempo no pasa para algunas cosas. Es increíble pero es así.
Ustedes son muy jóvenes, pero tal vez los viejos socios como Goyo Peiro o mi querido Carlitos Guerra, que veo por ahí atrás, Carlitos querido, les han contado la anécdota de ese vuelo. Yo salí desde la cabecera de la Laguna porque la pista que tienen ustedes ahora entonces no existía, estaba desplazada hacia el norte, tal como la habían diseñado para el Mundial. Me remolcó un Fleet y me desprendí a seiscientos o setecientos metros, subí un poco más y por un reflejo del sol volví la cabeza hacia atrás y vi una comadreja que me miraba. Imagínense la situación. Volví a girar y ya no estaba. Entonces, oyendo los ruidos que el animal hacía yendo y viniendo por el fuselaje, y pensando que en cualquier momento me iba a morder, aterricé en cinco minutos; y ustedes saben que en la tierra las cosas no son como en el aire, así que los muchachos del club la mataron a palos. ¿Doy nombres? Mejor no, ¿no? Ahora ya saben de dónde salió la comadreja embalsamada del buffet (risas).
Quiero contarles, en especial a los más jóvenes, veo alumnos del Colegio Nacional, y para mí es muy emocionante que estén aquí, cómo fue que se me ocurrió ser lo que soy hoy, o más bien lo que he sido, porque, bueno, yo ya no soy lo que era.
En casa había una enciclopedia con un apartado sobre astronomía. No tenía muchas fotos porque era una edición de Salvat del año 1958 o 1959 y entonces la observación satelital era prácticamente nula. Pensemos que el hombre accede a la primera órbita terrestre recién en 1957. Sin embargo, yo había quedado muy impresionado con unas imágenes del Universo, algo que para mí en ese momento abarcaba la totalidad del espacio. Recién hoy sabemos que eso era un recorte muy pequeño, y cada día que pasa más pequeño aun, de lo que puede verse ahora, pero aun así producía, para mí, que entonces era un niño, un efecto de infinito que me encantaba. Me pasaba las noches de verano acostado boca arriba sobre el patio de casa, en la calle Coronel Suárez, Carlitos Guerra se debe acordar porque éramos vecinos, tratando de ver en el mundo físico la realidad de esa foto.
La primera vez lo hice con mi padre, como tantos niños. Y luego, en el Nacional, conocí al profesor Atilio Speroni, ¿lo sintieron nombrar? Me dijeron que hay una calle con su nombre. Ah, ¿no es por él? Este Speroni era doctor en Física, pero había cursado varios años la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. A él le debo mi pasión por la lectura. Él decía que la física era la primera metafísica. La primera y la única. Nos leía párrafos larguísimos de Séneca, no sé si lo conocen, un pensador antiguo a quien admiraba porque decía las cosas sin estilo, con lo cual, según Speroni, uno podía llegar a esas cosas directamente, sin que Séneca se pusiera en el medio. Algunas frases las repetía como si nos transmitiera una religión, una religión sin dios, claro, en especial aquella que dice que “el hombre es demasiado mortal para el conocimiento de lo inmortal”. Él mismo tenía sus propios pensamientos inspirados en Séneca. Nos decía que como el hombre es finito solo sabe de finitud, y que el lugar adecuado para hablar de las cosas humanas eran los velorios; y que para saber algo sobre la inmortalidad deberíamos ser inmortales, y que para saber sobre el tiempo el hombre debería ser eterno, es decir un dios, quien para los que amamos la ciencia y el pensamiento, decía Speroni, es un sujeto imaginario, como Pinocho, que es de madera, y que carece de todas las experiencias. De todas. “Dios no tiene ninguna experiencia”, decía, “porque no tiene ninguna relación con la materia: no la tuvo, no la tiene y no la tendrá nunca. Es, básicamente, un inexperto: un inexperto y un diletante”. Y decía: “¿Con qué debemos asociar a dios?, ¿con el Todo o con la Nada? Lo más justo sería que lo asociemos con la Nada, ¿no? Con la nada de nada”. Su chiste preferido era: “Dios nunca podría decir: ‘Te lo digo por experiencia’”. Entonces este pensador Séneca era un físico y un metafísico. Se preguntaba de dónde habían salido los astros y cuál había sido el estado del Universo antes de que cada cosa se separase en partes. Fíjense que en esas preguntas, que fueron hechas hace dos mil años, ya están las ideas del Big Bang y de la composición atómica de la materia.
Yo diría que aquella enciclopedia Salvat, este querido club, al que entré por primera vez en su sede de Remedios de Escalada por donde ayer pasé y vi que se ha instalado el Rotary, una verdadera pena, y las clases de Speroni, me convirtieron en aviador y astronauta. Aunque es difícil determinar esas cosas. También podría decir, y lo digo muy en serio, que la revista Lupín fue importante en mi formación. Era una revista de historietas sobre un aviador de la Segunda Guerra, muy noble, incluso pacifista, lo cual era ridículo, cuyo nombre era un homenaje al looping, la primera acrobacia que hice en mi vida, en el Aeroclub Albatros de Luján, no me olvido más. Bueno, es una revista que no sale más, ¿no? (interviene el público). ¿Sigue saliendo? ¿Cómo que sigue saliendo Lupín? Voy a volver a comprarla, entonces (aplausos).
Y también hubo otro hecho crucial en mi vida, un hecho azaroso que me dio fuerzas para volar. Un verano mis padres prometieron llevarme de vacaciones a Mar del Plata pero a último momento cancelaron el viaje porque había habido algún problema con el departamento en el que nos íbamos a alojar. Cosas que pasan. Entonces, un amigo de mi padre que vivía en Pinamar le sugirió ir a lo que llamó “el hotel de Saint Exupéry”. Él conocía a los propietarios: la familia Salpeter. En realidad era el Viejo Hotel Ostende, el primer hotel de la zona, diría que la primera construcción de una zona de médanos sin ninguna vegetación, hasta que a principio de siglo sembraron los bosques de pinos que pueden verse hoy. El conserje nos contó que todos los años el edificio quedaba tapado por la arena. Iban máquinas de Buenos Aires a, digamos, “descubrirlo”. El paisaje que yo vi en 1963 era el de un desierto que terminaba en un horizonte marítimo, pero el mar quedaba a quinientos metros o más del hotel; por lo tanto, ir del hotel al mar era una aventura. No sé cómo estará ahora ese hotel, pero en aquel momento tenía dos plantas y un altillo que había sido la habitación de Saint Exupéry. Se conservaba tal cual él la había dejado. Tenía una cama de hierro, unas pequeñas ventanas al mar que vibraban con el viento, un piso de madera y un rincón como si dijésemos preparado para montar un banco de herramientas, que era donde caía la luz del exterior; y una valija que había sido de él, de la que colgaba una etiqueta de la aduana. En la mesa de luz, la familia Salpeter había puesto un portarretratos con una frase de Saint Exupéry en francés y en español: “El ámbito de la conciencia es muy reducido”.
“El ámbito de la conciencia es muy reducido”. Fíjense qué frase, ¿no? Esa misma frase, aunque no lo crean, está colgada a la entrada de todos los simuladores de la NASA. Uno entra a la adaptación con la idea de que se está abandonando el ámbito de la conciencia. Yo diría, también, que el mundo transcurre en el ámbito de la conciencia, por eso es que lo consideramos un pañuelo y a veces nos parece tan pobre. Pero a partir de allí, de esa puerta que uno atraviesa para entrar al simulador antes que al espacio, es decir a la idea antes que a la experiencia, el mundo comienza a cambiar. ¿Se entiende lo que digo? Yo había llegado a ese momento sabiendo algunas cosas. Recordemos que la carrera espacial había comenzado mucho antes de que yo viajara a Córdoba en 1970. Incluso yo quería ser piloto de aviones caza, no astronauta. ¿Un astronauta argentino? Esas eran cosas que no se me pasaban por la cabeza. Pero en 1973, la Fuerza Aérea envió una delegación al lanzamiento del Apollo XVII en Cabo Kennedy y yo fui. Y unos días antes del despegue estuvimos en un brindis con los astronautas Eugene Cernan, Ronald Evans y el querido Harrison Schmitt, de quien he tenido la fortuna de ser muy amigo todos estos años.
La espera del lanzamiento se hizo eterna porque las misiones nunca salen a la hora señalada, pero de golpe vimos desde las tribunas una bola de fuego casi tan alta como el cohete propulsor, de unos cien metros, y la expansión del humo blanco que dejó en el aire la descarga del oxígeno líquido. Seguramente lo han visto alguna vez por televisión. El Apollo en sí mismo era una pequeña cabina montada como la punta de un lápiz en el vértice del cohete, el Saturn V, ¿V o VI?, creo que era el V... Yo hubiera dado cualquier cosa por estar allí dentro.
Ustedes piensen esto: entre 1969 y 1973 solamente doce personas llegaron a la Luna, aunque para ser justos podríamos agregar a los tripulantes del Apollo X, que no la tocó pero estuvo a unos diez o doce kilómetros de la superficie, o sea: esos tripulantes la rozaron. Yo diría que estuvieron allí. O sea que para mí llegaron. Sin dudas. Pero ya hace treinta años que no hay misiones. Harrison Schmitt, aunque nadie se acuerde, fue una de esas doce personas, y fue muy generoso conmigo. No era solo un consejero. Era un confidente, un amigo. Por él supe que las posibilidades de ser astronauta aumentaban si los aspirantes habían sido pilotos de guerra. Todos saben que el bautismo del astronauta se da en un combate. Luego vienen cientos de exigencias, técnicas y de valor, pero sin el requisito de la guerra no se llega a ningún lado. Entonces me mudé a California y me alisté en la Marina y, por supuesto, fui a alguna guerra y todo aquello que ustedes ya conocen y que creo que no es el tema de hoy (interviene el público).
Es que hay un malentendido con los astronautas. Los astronautas no son personajes encantados que surgen de la ingeniería o de la astronomía o de la magia: somos gente de acción. No somos angelitos flotando en la gravedad cero de una cabina. Armstrong voló un X-15 a seis mil kilómetros por hora hasta un techo de sesenta mil metros antes de ir a la Luna. ¿Entienden lo que digo? Fíjense que antes del Apollo XI, muchos astronautas de los proyectos Mercury y Géminis volaban los T-38. Cada ochenta mil horas se caía uno, y los colegas de los pilotos que se caían, de hecho sus hermanos del aire, eran obligados a escuchar las cintas de las últimas comunicaciones con el control. Así se aprendía entonces, con dolor. John Glenn, que fue el primer astronauta americano en orbitar la Tierra, nos dijo una vez: “Esto no es la carrera del Espacio sino una guerra contra el miedo personal”. Y Boris Komarov, que estaba de visita en la NASA, asentía con la cabeza. En esos años yo volé los Phantom F-4, los más rápidos de la Marina, los únicos caza que podían alcanzar a un Mig a más de dos mil kilómetros por hora; y volé los F-8, que son menos veloces pero pueden atacar misiles, es decir que son aviones agresivos que pueden ir hacia ellos y eliminarlos.
Pero quiero decirles... Bueno, me perdí (aplausos). Quiero confesarles, porque para mí este club es mi familia, que yo ya dejé de volar. Puedo volar, por supuesto, como pasajero de aviones comerciales, y de hecho lo hago varias veces por año entre Los Ángeles y Nueva York, o entre Los Ángeles y Miami, y si tengo suerte entre Los Ángeles y Buenos Aires, pero ya no vuelo. Ya no soy un piloto de aviones, ni un astronauta. Y hay una razón. Porque haberme separado de la Tierra me… Yo considero que nací de nuevo después de mi viaje a la estación espacial. Fue un momento inolvidable para mí, lleno de felicidad, una felicidad extrañísima porque estaba muy lejos de lo que amaba: mi mujer, mis hijos, mi cama donde dormí durante veinticinco años en California, las tardes que pasé con muchos de ustedes bajo la sombra que daba este hangar, que ahora mismo sigue dando, cuando el sol se pone en la Laguna. Una felicidad solitaria, porque a pesar de que Charles [Manguella] y Stephen [Hoffmann] me acompañaban en la misión, y se podía decir que éramos una hermandad, la primera experiencia del espacio es la de la soledad, una experiencia que nos dice que uno no tiene nada y que las cosas no hacen más que alejarse de nosotros.
Imaginen esto. Imaginen que ustedes son lunáticos, ¿no?: nacieron en la Luna, crecieron en la Luna, aprendieron a caminar y hablar en la Luna, y por las noches caminan por las calles de la Luna, por donde corre una preciosa brisa lunar entre los árboles. Y ahora piensen que de un momento a otro los trasladan a la Tierra y eso que le daba sentido a todas las cosa de sus vidas, el sitio donde respiraban y amaban y sufrían, el sitio de, digamos, la sensibilidad, ya no existe más; no en el sentido de la desaparición sino en un sentido mucho peor: sigue estando ahí, pero inalcanzable. Lo que llamamos Espacio nos enfrenta con una experiencia de expulsión. Y los astronautas somos personas corrientes que estábamos en un lugar que llamábamos mundo, que ya de por sí nos parecía muy extraño, y de golpe ya no estamos más allí; estamos flotando en un abismo que no sabemos dónde termina, si es que termina en algún lugar o alguna vez.
Por lo que hay una diferencia muy grande entre volar en el aire y volar en el Espacio. Aunque aquí no es adecuada la palabra volar, porque la sensación de volar implica una sensación de velocidad y de desplazamiento que en el Espacio no se da porque allí, y no importa la velocidad a la que nos desplacemos, uno está sometido a un efecto de inmovilidad. No es un hecho de inmovilidad sino una sensación de inmovilidad. En órbita giramos a una velocidad de treinta kilómetros por segundo, es decir que en ocho segundos podríamos viajar de este club a Buenos Aires. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y estamos en Corrientes y 9 de Julio, por decir así. Parece que no nos movemos, o que nos movemos muy lentamente, pero viajamos muy rápido. Muy rápido. El aire es otra cosa porque uno vuela en el aire cuando abajo hay algo. En cambio, en el Espacio, abajo no hay nada. No hay un abajo, el abajo no existe, no hay cercanía con las cosas; las referencias que tomamos en la Tierra sobre lo que está cerca o lejos no tienen realidad allí, flotan; y fíjense que digo “allí” como si fuese un lugar. Pero les juro que no lo es. Sea lo que fuere el Espacio es lo contrario de un lugar. Es el antilugar. La pregunta que nos hacíamos con Charles y Stephen, sobre todo con Charles, que estaba realmente obsesionado con el tema, era si, efectivamente, estábamos en algún lado. Realmente, estábamos en la nada. Pero como no es posible vivir en la nada, yo diría que estábamos “distantes”. Mejor dicho, estábamos viviendo en la distancia. La distancia era el hábitat donde vivíamos, si esto se puede decir así.
Estuvimos cuarenta y ocho días en la estación, durmiendo en sobres, con el cuerpo haciendo contacto con el cielorraso de un pequeño nicho donde nos atábamos con correas para no vagar por la cabina con el riesgo de rompernos la cabeza entre nosotros. Reparábamos algunas cosas, lentamente, mientras flotábamos en el Espacio, y registrábamos en una bitácora las observaciones que hacíamos del entorno, un entorno inaccesible, por supuesto. Lo que más me impresionó de todo eso fueron las tormentas solares que veíamos en la pantalla del telescopio. No se puede concebir que eso suceda. Como digo yo, el Sol es una bola de furia, plagada de reacciones explosivas y crisis descontroladas como las que puede tener un loco sin cura; y esas reacciones se ven en el telescopio como pueden verse los movimientos internos de una bacteria en un microscopio. Y nosotros, sin mucho que hacer, nos pasábamos horas mirando esos fenómenos; o en el pequeño gimnasio portátil que habíamos armado con extensores para brazos y piernas. Porque la gravedad cero es fatal para el cuerpo. Los músculos se atrofian rápidamente. Con decirles que las cuatro o cinco horas diarias de ejercicios que hacíamos no nos sirvieron de mucho cuando regresamos les estoy diciendo todo. Yo, directamente, no podía apoyar los pies en el piso porque tenía la sensación de que los huesos eran de goma. Si no me sostienen los rescatistas, me vengo abajo. Pero eso no es nada comparado con quienes tienen misiones más prolongadas. En esos casos a los astronautas los trasladan en camilla, como le ocurrió a Sergei Krikalev, que en toda su carrera estuvo más de ochocientos días en órbita y hoy es una pasa de uva. Antes era un atleta (interviene el público).
Disculpen el entusiasmo, y el desorden, pero no puedo contar estas cosas sin perderme un poco. Resumiendo: cuando yo miraba las estrellas en el patio de mi casa hace muchos años, las preguntas que me hacía, en realidad la pregunta que me hacía, porque era una sola, no era diferente a la que podría hacerse cualquier persona que cada tanto, por curiosidad, levanta su cabeza hacia el cielo. La pregunta era: ¿cómo se verá la Tierra desde el Espacio? Es una pregunta sobre el punto de vista. Si había un acá y ese acá era la Tierra, yo deseaba estar allá, donde la Tierra fuese un objeto de contemplación. Porque desde la Tierra todo es más o menos imaginario, y así como hay una gran diferencia entre volar y estar en el Espacio, también la hay entre observar los mundos ajenos y el mundo propio como si ya no fuera nuestro. Y yo quería ver el mundo nuestro desde afuera. No quería verlo como vi a Venus en el Volcán de Mulagons y a Marte en el Valle Candor Chasman, o a la Luna en el Mar de Smythi o en la rima Ariadaeus o en el cráter Plum, es decir como paisajes recortados por la tecnología de un observatorio o una toma fotográfica. Yo quería ver la Tierra como un todo. Y cuando la vi..., cuando la vi... Siempre supe que iba a ser imposible contar lo que había visto. Y lo que yo vi... Disculpen… Yo vi el Tiempo... Humildemente, quiero decirles que el tiempo es un espectáculo que se puede ver. No puedo decirlo de otro modo... Les pido disculpas..., yo ya estoy viejo y… (aplausos prolongados).
Gracias, muchas gracias..., muchas gracias, pero los aplausos deberían ser para esos centenares de personas anónimas que trabajan en la agencia y hacen posible que nosotros tengamos, mejor dicho hayamos tenido, porque ya no lo tenemos, el privilegio de poder ver lo que vimos. Muchas gracias. Voy a leerles un pasaje, si puedo, ustedes me hacen emocionar, del libro que he venido a presentarles y pueden comprar cuando terminemos esta charla tan grata para mí. Tan grata. Lo he llamado Diario del Espacio porque eso es lo que es. Todos los días de la misión me tomaba unos minutos, media hora, a veces un poco más, para resumir lo que había visto, y muchas veces lo hacía inmediatamente después de una experiencia de contemplación, y hasta lo he hecho durante el transcurso mismo de esas experiencias, para que no se me escaparan. Yo, sin grandes pretensiones, he querido dejar un testimonio. Nada más. Y, por supuesto, hacer que ese testimonio emocione a alguien en algún futuro, si esto fuese posible. Imagino que un día, cualquier día de aquellos en los que yo ya no esté, dentro de cuarenta o cincuenta años, o de cien, o de mil… vamos a ser pretensiosos (aplausos)…, alguien tomará mi libro que, seguramente, estará arrumbado en alguna librería de usados, si es que entonces siguen existiendo los libros y las librerías, lo abrirá al azar y leerá algún párrafo parado en un pasillo de la librería y se emocionará como yo me emocioné al ver la Tierra desde el Espacio. Si eso sucediera algún día querrá decir que distintas personas pueden sentir la misma emoción en distintos puntos del Tiempo. En fin. Ustedes van a ver que hay comentarios, digamos, técnicos; pero también hay cosas personales, como las ganas de tomar mate en órbita, cosa que solo un argentino puede entender. Les leo un pasaje, si me permiten:
“Estoy flotando en el Espacio, muy lejos de casa. La temperatura en nuestro módulo es de 21,4° Celsius. Tengo un pantalón corto deportivo y una remera blanca y medias de algodón, sin zapatillas. Abajo veo la Tierra, sobre la que estamos girando hace ya cuatro días. Es un globo, tal como dicen. Según en el punto en el que nos encontremos, podemos ver cómo la luz del sol da sobre la superficie terrestre con mucha, poca o ninguna intensidad. En efecto, no tenemos gravedad en la cabina, pero se siente la gravedad del exterior, que nos hace girar siempre a la misma distancia del mismo centro. Sin embargo, tenemos la sensación de que en cualquier momento vamos a desprendernos y seguir una ruta hacia la oscuridad que nos rodea y que es inmensa, tan inmensa que hemos decidido no mirarla.
“Nos hemos puesto de acuerdo en que la oscuridad del Espacio no será nuestra referencia mientras estemos aquí. Para no enloquecernos. Los continentes a veces se recortan claros si el cielo del planeta está libre de tormentas, gases o corrientes de nubes congeladas, que desde aquí parecen rulos de crema. Hoy, particularmente, se ve muy bien. Pero no sabemos nada de lo que vemos. Un punto de vista, por novedoso que sea, no ayuda a saber. El punto de vista es el equivalente a estar, no a saber. He visto pasar África y en poco tiempo más veremos pasar América, donde están nuestras casas. Las zonas montañosas o áridas se ven de color marrón o gris, y en las más altas se ven hileras de picos nevados en forma de una delgada línea blanca. La llanura y los litorales son verdes con algunos huecos grises, y los ríos son oscuros, o plateados cuando la luz se refleja en determinados ángulos. Los mares son de un azul profundo y parecen moverse mediante una fuerza centrífuga, como si una mano invisible los batiera. Al menos esa es mi impresión desde aquí arriba.
“Hoy, martes 12, estamos escuchando instrucciones radiales de Cabo Kennedy. Por el mismo canal nos llegan noticias de nuestras familias y, también, del mundo. Le digo a Charles que es una ironía que nos envíen noticias de nuestro mundo cuando se supone que lo estamos viendo en su totalidad. Nosotros tendríamos que estar dando las noticias. Charles se ríe y me dice que las cosas nunca se ven bien si se las ve en su totalidad. Allí abajo, en el interior o en la superficie de esos bloques de piedra que son nuestro mundo hay miles, millones de especies y acontecimientos sucesivos y simultáneos. Hay animales predadores y presas, hormigueros gigantes en actividad, colonias de simios organizados desde hace siglos para la alimentación y la defensa, ejércitos nucleares, sociedades urbanas y rurales, circulación de dinero y vehículos, accidentes y milagros. ¿Qué no hay? Mi auto debe estar rodando por las calles de la ciudad en este mismo momento, en el que mi esposa va rumbo a su clase de yoga en Budda body, de Carson Street. Hay miles de millones de personas moviéndose allí abajo, además de millones de casas y edificios y rutas. Y sin embargo, desde aquí no vemos nada. No vemos individuos ni especies ni historias. De manera que podríamos llamar nada a esa vastedad invisible que sabemos que hay allí. Charles me corrige. Dice que debo decir ‘casi nada’, porque la nada está en esta profundidad que no tiene límites ni puede decirse que tenga un interior. En el vacío no hay un adentro y un afuera, no hay continentes ni contenidos. Pero no ver lo que hay, o verlo reducido a las manifestaciones insignificantes de lo que en la Tierra llamamos vida, me produce desde aquí una sensación muy extraña pero muy precisa, que es la de ver el tiempo. Efectivamente, estoy viendo el tiempo desde el Espacio. Estoy viendo el tiempo humano como algo insignificante. ‘El tiempo humano es una chispa en la oscuridad”. Es una frase del ingeniero Marvin Austin, de la NASA. Algo que pasará pronto (y si pasará pronto, entonces ya pasó)’.