1993

Yo, mi yo de 1993, estaba perdidamente enamorado de Bárbara Rodríguez. Había cruzado la duda que surge con el enamoramiento —una línea en la que se presentan juntas las posibilidades de avanzar o retroceder frente al amor— para entrar al mundo donde parecen realizarse las ilusiones de perfección, reciprocidad, infinitud y, también, la de superioridad porque, por encima de todas esas ilusiones, con Bárbara nos unía la certeza de que éramos superiores a las personas que no se enamoraban pero también a aquellas que se enamoraban en apariencia, aspirando en secreto a un amor como el nuestro.

Deseaba tenerla todo el tiempo conmigo, en el instante y en la eternidad. Pero al verla me sentía obligado al autocontrol, como si estuviera jugando con fuego. Mis reservas de amor eran enormes, pero se agotaban en su teatralización (estar enamorado consistía tanto en representar la fuerza del amor como en esconderla). En esas circunstancias de abundancia y desgaste personal me encontré con Silvia Dondena en el interior de un boliche. La miré fijo, del modo prehistórico en que se han formulado las primeras preguntas sexuales, vi que les hizo un comentario a las amigas que la acompañaban, tan hermosas como ella, y me saludó con la mano en alto.

Después se hizo un hueco en la multitud y la vi de cuerpo entero. Hablaba, pero lo que decía desaparecía en la música del ambiente, no solo para mí sino también para sus confidentes, que acercaban los oídos a su boca (una de ellas levantó un hombro de golpe porque las vibraciones de la voz le dieron cosquillas: un episodio muy bonito de diálogo entre amigas) y luego se apartaban para gritarle a la cara y reírse todas juntas de la escena de incomunicación.

Silvia tenía un vestido blanco; la falda se cortaba por encima de las rodillas, y arriba terminaba en una línea recta estacionada debajo de las tetas, enormes y sólidas. Los breteles gruesos ayudaban a darle una idea de vastedad y poder físico al cuerpo, del que alcanzaban a verse las curvas largas de los músculos y, descubierta a medias, la suavidad de su piel bronceada; y ya debajo del vestido se notaba la isla blanca de la bombacha, rodeada del cuerpo que se traslucía como un asedio marítimo, oscuro y regular, machacando sobre la isla.

Esquivé personas atontadas por el alcohol y aparté con las manos las nubes celestes de nicotina y los vapores que se desprendían de toda esa gente como de una olla que estuviera hirviendo carne. Me paré al lado de Silvia. Las personas que pasaban nos obligaban a reacomodarnos, nos acercaban y nos distanciaban en una víspera de intimidad siempre diferida. La postergación era la materia vital del momento, y hasta podría haberse dicho que esa intimidad solo podía vivir en el suspenso (todo el mundo sabía que la intimidad moría en los hechos de la intimidad).

Los borrachos se abrían paso con los codos frente a los pasantes de la Escuela Argentina de Barmans, que bailaban haciendo girar en el aire las botellas de vodka y de ron y regalaban tragos. La distancia entre mi cuerpo y el de Silvia por fin desapareció. Nos chocamos de costado varias veces —yo sentía la densidad de su carne como cuando se coge— y, al darse vuelta hacia la barra, me apoyó el culo.

***

Es el día de hoy, 11 de noviembre de 2014, que le leo a Silvia este párrafo y le pregunto, por vez número mil, si recuerda cómo y por qué me apoyó el culo aquella noche, y me dice que eso nunca sucedió, que estoy loco, que invento, y que escriba lo que quiera que a ella no le importa.

***

De repente dos grupos de personas se atacaron a trompadas, y los curiosos dieron unos pasos hacia atrás para que los golpes no los alcanzaran, pero también para ver mejor, y entonces recibí otro empujón suave de la fuerza colectiva que se trasladaba en fases de dos segundos, una fuerza de ola, lenta pero irreversible, y la apoyé de frente afirmándola contra la barra. Quedamos mirándonos, pegados por la presión de las personas que nos rodeaban (había llegado personal de seguridad al lugar del incidente y los espacios volvieron a achicarse). Recién me di cuenta de que se había interrumpido la música cuando se encendieron las luces. Es bastante común reconocer una cosa cuando sucede otra, y no era extraño que se dieran fallas de percepción en medio de un desorden de las cadenas causales cuya evidencia más inesperada, pero también más lógica, fue la paliza casi mortal que le dieron a un militante pacifista que intentó separar a los peleadores.

Divididos por una barrera de soldados halterofílicos con pantalones negros y remeras blancas de algodón pegadas al cuerpo como tatuajes, los energúmenos reemplazaron la violencia por un discurso de violencia. Pero estaban más cebados que antes; les faltaba la descarga del odio antihumano que habían acumulado entre el instante en que comenzó la batalla y el momento en que decidieron intervenir, interrumpido por la llegada del ejército neonazi que todo bar argentino parece obligado tener. Daban pasos hacia delante y hacia atrás, mientras sacudían los brazos en un ejercicio combinado de guardia baja y temblores como de Parkinson que los transformaba en muñecos de guerra, torpes pero decididos al intercambio de agresiones.

Para todos ellos ser golpeados era muy útil, tanto o más que golpear, porque contribuía a formar una épica de la resistencia situada en el intersticio que divide, apenas por una película de aire, el valor guerrero del suicidio. Más boludos no podían ser. Se insultaban, como siempre que los litigios no están claros, con alusiones generales que compensaban la falta de información: nadie sabía con quién se peleaba, ni a qué se dedicaba su adversario, ni cómo se llamaba (en otras circunstancias hubieran sido amigos, o novios, ya que los hombres que pelean son bastante putos); tampoco sabían muy bien por qué se habían enfrentado. Se acusaban entre sí, genéricamente, de giles, de ortibas, de gatos, de ser amigos de la gorra, y adoptaban para insultarse un acento importado de los barrios marginales que la calidad de sus ropas y sus biotipos negaban (no hay que atender al lenguaje: el argentino rico es más alto que el argentino pobre).

El incidente se cubrió de calma, como si se hubiese humedecido el fuego que lo encendía. Ocurrió que el aburrimiento hizo pasar a los jóvenes de una cosa a otra y los regresó a su necesidad más radical, que era la de mantenerse en el presente. La disputa se acabó, pero me mantuve un poco más encima de Silvia (que aguantó sin quejarse) para que le quedara claro, en ese momento y en su recuerdo, que no había sido solo por la presión del ambiente que la apoyaba.

El espectáculo del tiempo
titlepage.xhtml
part0000.html
part0001.html
part0002.html
part0003.html
part0004.html
part0005.html
part0006.html
part0007.html
part0008.html
part0009.html
part0010.html
part0011.html
part0012.html
part0013.html
part0014.html
part0015.html
part0016.html
part0017.html
part0018.html
part0019.html
part0020.html
part0021.html
part0022.html
part0023.html
part0024.html
part0025.html
part0026.html
part0027.html
part0028.html
part0029.html
part0030.html
part0031.html
part0032.html
part0033.html
part0034.html
part0035.html
part0036.html
part0037.html
part0038.html
part0039.html
part0040.html
part0041.html
part0042.html
part0043.html
part0044.html
part0045.html
part0046.html
part0047.html
part0048.html
part0049.html
part0050.html
part0051.html
part0052.html
part0053.html
part0054.html
part0055.html
part0056.html
part0057.html
part0058.html
part0059.html
part0060.html
part0061.html
part0062.html
part0063.html
part0064.html
part0065.html
part0066.html
part0067.html
part0068.html
part0069.html
part0070.html
part0071.html
part0072.html
part0073.html
part0074.html
part0075.html
part0076.html
part0077.html
part0078.html
part0079.html
part0080.html
part0081.html
part0082.html
part0083.html
part0084.html
part0085.html
part0086.html
part0087.html
part0088.html
part0089.html
part0090.html
part0091.html
part0092.html
part0093.html
part0094.html
part0095.html
part0096.html
part0097.html
part0098.html
part0099.html
part0100.html
part0101.html
part0102.html
part0103.html
part0104.html
part0105.html
part0106.html
part0107.html
part0108.html
part0109.html
part0110.html
part0111.html
part0112.html
part0113.html
part0114.html
part0115.html
part0116.html
part0117.html
part0118.html
part0119.html
part0120.html
part0121.html
part0122.html
part0123.html
part0124.html
part0125.html
part0126.html
part0127.html
part0128.html
part0129.html
part0130.html