1981

Volvíamos de Brasil en el Valiant IV. Los camiones que cruzábamos frenaban el auto con una choque de vientos del que resurgíamos como atravesando un túnel. El agua caía a baldes. Las escobillas del limpiaparabrisas quedaron clavadas en línea vertical y la lluvia enturbió el horizonte. Con el desperfecto, la responsabilidad de mi padre aumentó y, con ella, el horror de no considerarse un piloto a la altura de la tormenta que lo desafiaba. En el espejo retrovisor vi el rostro oscurecido por la inminencia de una determinación. Su mirada comenzó a balancearse buscando desesperadamente una salida y una idea acerca de los peligros que enfrentaba y que, al no manifestarse claros, se multiplicaban por ocultamiento, como si tanteáramos a ciegas un campo de minas.

Hicimos silencio para entregarnos a su autoridad. Pero esa delegación de confianza que lo situaba por encima de nosotros lo enardeció. Prefería compartir esa responsabilidad con alguien, licuarla hasta hacerla desaparecer, o directamente rechazarla, invirtiendo la jerarquía de la organización familiar para quitarse de encima el peso de la decisión y deslindar su compromiso de protector de personas que observaban su conducta en la crisis.

Entró en pánico. De su materia más íntima brotó una reacción inútil y llena de energía que, en los hechos, fue una prueba más de sus errores de cálculo. Su expresión salvaje podía adecuarse a cualquier situación menos a la que vivíamos. Estábamos a la deriva, conducidos por un loco. La cabina se cargó de tensión. Golpeó el volante (el descontrol le desviaba el puño hacía la bocina, ahogada por la humedad del día; mamá, mi hermana y yo: mudos) y luego dio varias trompadas contra el techo que se iba inflando bajo un ritmo de tambores.

El momento, vagamente artístico, nos dejó el mensaje de siempre: sobre cualquier manifestación de realidad común —aun la peor: la del peligro—, prevalecería siempre el teatro unipersonal de mi padre, un teatro sin texto que concentraba toda su eficacia en la representación física de la impotencia: un teatro del no puedo. Era una de sus intervenciones más espectaculares. La otra, reservada a la intimidad del hogar, consistía en brindarnos escenas de autoflagelación: una trompada a la heladera, un cabezazo de refilón a la pared, un solo de nudillos golpeando contra la frente en un remedo de la queja ontológica que le dio fama a los simios, y a veces media jornada de ayuno compensada al día siguiente con una comilona. En cada uno de esos números se resaltaba un hecho: el hecho de que se estaba haciendo daño por nosotros.

Redujo la velocidad y abrió la ventanilla. El exceso de energía quebró la manija de antimonio (el exceso o la falta de energía era lo que siempre enturbiaba la limpieza de sus actos). Sacó la cabeza, que regresaba a la cabina solo para tomar aire y volver a sacarla. La lluvia oscureció de golpe la camisa, le caían hilos gruesos de agua por el cuello. El viento lo peinaba dándole al revoltijo de cabellos un perfil aerodinámico. Su cuerpo se apoyó en los talones y en la espalda como una tabla encastrada en plano inclinado. La voz tronaba en las tonalidades de una desesperación verbal que absorbía como un agujero negro toda la felicidad de las vacaciones que estaban terminando y todos sus buenos recuerdos.

Los autos que venían por la mano contraria salpicaban a mi padre con un caldo de agua sucia estacionada en las depresiones del asfalto y le daban un aspecto de guerrero camuflado: “¡Hijo de recontra mil putas y la reputísima madre que te recontra mil parió! ¡Pedo de la yegua chancro sifilítica que te cagó! ¡Hijo de un vagón de putas! ¡Negro camionero de mierda y la puta madre negra que te dio leche! ¡Me cago en Dios, barbudo hijo de mil putas y la Virgen puta de Luján!”. Cada tanto, tomaba la escobilla de su lado con la mano izquierda y la movía hacia los costados imitando el vaivén automático del motor descompuesto, pero la frecuencia no respondía a las necesidades de apartar la lluvia y el vidrio volvía a empañarse y a dar prueba del fracaso de la voluntad y de la inteligencia desordenada que la impulsaba hacia su destrucción. De golpe cesó la lluvia, y al cabo de unos minutos regresó con una suavidad que, al volcarse sobre el parabrisas, funcionó como una transparencia delante de otra que no le quitó al paisaje nada de lo que podría haberse visto en una tarde seca.

El espectáculo del tiempo
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