2006

Soñé con Mandril. Aparecía de costado, tieso, como posando para un retratista (o un taxidermista). De pronto me miró con su memorable mirada exoftálmica. ¿O eran los ojos de Mónica que vivían en los de su mascota? La claridad de la imagen no me impidió ver la señal secundaria que escondía: si esa bazofia bipolar no me ladraba no era él, era Mónica disfrazada de perro, emblema de la fidelidad y la esclavitud moral que se agitaban en el horizonte del recuerdo.

Mónica Giordano. La había olvidado completamente, pero el sueño me dijo —como hablan los sueños: de un modo incompleto pero terminante— que yo había sido muy feliz cerca de su nombre. Llamé a Paula, su prima de Buenos Aires, y me presenté ante su memoria. “Ay, Juan, ¿sos pelotudo? ¿Cómo no me voy a acordar de vos? A tu mamá la veo por la tele cuando voy a Junín. Tuviste otro hijo. Contame un poco”. Le pregunté si ella creía que Mónica podía aceptar que nos viéramos después de tanto tiempo: “En el McDonald’s del Obelisco”. “¡En el McDonald’s del Obelisco!”. El grito de Paula se equilibró con un silencio de pudor y un pensamiento en voz alta: “Ay, no puedo creer lo que me decís. ¿En el McDonald’s del Obelisco? ¿Cómo se te ocurrió pensar en esa porquería? Además, ella vive en Junín, ¿o no sabías? ¿Qué le dice al marido? ¿Cómo hace con las nenas? Sinceramente, no lo veo, no lo veo...”. Traté de no dejarla salir del tema: “Decile que estás deprimida, que te separaste. O que te enamoraste”. “Ya me separé dos veces, Juan: dos veces; y no me enamoro nunca más. Ojalá pudiera, pero no va a ser tan fácil. Dejame pensar... Sos tremendo. Únicamente que le diga que venga a visitarme sola, que tengo ganas de verla como cuando éramos chicas. No me vendría mal. Pero, ¿me podés decir qué le ves al McDonald’s del Obelisco? Es el lugar más feo del mundo”.

La pregunta de Paula, escondida en el recuerdo, volvió mientras esperaba a Mónica. ¿Qué le veía al lugar más feo del mundo? Nada, salvo la velocidad con la que los comensales ordenaban, obtenían y devoraban el menú para luego salir con la misma seriedad con la que habían entrado, un arma usada para hacerle frente a las sonrisas que se activaban detrás del mostrador como un decorado de obsecuencia y cinismo. ¿Comían o no comían? Comían como si comieran piedras de alimento balanceado, pero esa desgracia iba acompañada de una experiencia de saciedad inmediata que solo se daba allí, frente a las babas de humo que salían de las friteras, las empleadas geishas y el orden policial que organizaba el proceso de producción y venta, incluyendo la participación de un director de asuntos internos que, usurpando la mirada del cliente, en su representación, y sobrevolando al personal con la amenaza de la suspensión o el despido, marcaba el paso de esa factoría de grasas saturadas.

Los reflectores del Obelisco se encendieron y las paredes blancas le dieron un baño de claridad a la rotonda en la que los autos giraban y se perdían remontando el viento sudeste en dirección al río. Reconocí a Mónica por el modo de caminar mirando el piso, y por su paso firme que en la infancia me recordaba el modo en que avanzan los caballos —y las yeguas. Tenía un vestido negro sin mangas y unas sandalias con tacos. Entró por la puerta principal, giró la cabeza en varias direcciones, salió a la calle y le hizo una pregunta a un hombre gigante que repartía volantes en la esquina. ¿Mónica y el gigante? ¿Por qué no? Le sacaba más de dos cabezas y la triplicaba en peso. ¿Acaso no era suficiente esa desproporción para imaginar que el sexo podía compensarla, que la belleza de Mónica podía reducir a la suavidad o a la inoperancia la fuerza descomunal de ese ogro que la miró de arriba abajo y le dijo algo para luego hacerle un comentario al tullido que lo secundaba? ¿De qué se reían estos dos enfermos? ¿Hablaban de cogérsela entre los dos en alguno de esos hoteles familiares del centro, superpoblados de pasajeros ilegales y allanamientos? ¿En los hoteles del centro o en los de Constitución, menos confiables todavía? ¿Qué harían? ¿La sentarían entre los dos en un taxi y en el viaje le levantarían el vestido negro y le meterían el dedo en la concha como yo se la toqué hace veinticinco años en el cine San Carlos de Junín por primera y última vez?

Volvió a entrar. Me vio pero su cuerpo no confesó ninguna reacción, simplemente avanzó hacia mí y tomó una silla del respaldo, pero la silla fija de McDonald’s apenas giró para darle lugar a que se sentara de costado, deslizando las piernas y el culo de la manera en que lo hubiera hecho sobre el banco barnizado de una iglesia. “Preciosa”. “Hermosa”. “Estás igual que siempre”. “Que el gigante te reviente la concha de un pijazo: yo miro”. No dije esas palabras. Más bien las vi como carteles que un lenguaje interior publicaba en el aire para disolverse luego en una realidad de silencios. Mónica Giordano. Otra vez el nombre completo titilaba en la oscuridad de la memoria. ¿Por dónde empezaba a tirar el hilo del recuerdo? Sonó su teléfono: “Hola, sí amor. ¿Ya me estás llamando? Pero no, no seas tonto. Pero te digo que no, te estoy cargando. ¿Y Sarita? ¿Mumy también? ¿Qué van a cenar? En el freezer hay de todo. Si no, pedí unas empanadas a La Costa. ¿Yo? Yo bien, bárbaro. Estoy esperando a Paula para ir a cenar. No, no, en el médico. No, nada, que yo sepa, control nada más. Bueno. Estás gastando mucho. Pero no, no seas tonto, es para que no gastes. Besitos, amor; que me llamen las chicas si extrañan. Sí. ¡Te digo que sí! Yo también”. Me clavó los ojos: “Mi familia”.

El pasado cayó sobre nosotros como un techo que se desploma y de inmediato surgió la dificultad del recuerdo colegiado, muchas veces reducido a una guerra de percepciones o de la mitología de esas percepciones; un ejercicio que despreciaba la verdad pero con la ilusión de hacerlo en su nombre. ¿Hasta dónde había que llegar? ¿Debía estacionarme en el hall del cine San Carlos, que cruzábamos varias veces por semana para ver la misma película? ¿O en las tardes inolvidables que pasamos en su casa y que no estaba seguro de poder describir, como si el recuerdo, además de todo lo que no es, fuese en el fondo una experiencia informe de angustia o, como en este caso, de excitación, la misma excitación que rodeaba aquellos hechos pero sin ellos? Mónica se detuvo primero: “¿Para qué me querías ver? Me vas a explicar por qué me dejaste. ¿Me lo vas a decir ahora? Te tomaste tu tiempo, parece. Porque yo no entendí nada. Tampoco te voy a mentir, no te voy a decir que no pude vivir sin vos porque ya ves que no es así. Por suerte estoy muy bien. Enseguida estuve bien. Te diría que al mes. Pero salir corriendo así, como si no nos conociéramos. Y encima dos veces”. Hizo una pausa para cambiar de vía: “El mes pasado fui a tu cine con las chicas. Está muy lindo. Y a la noche soñé que entrábamos al San Carlos. La película ya había empezado, y nosotros caminábamos por el pasillo del medio, como si fuéramos a meternos en la pantalla. Pero no te hagas ilusiones, que no soñé con vos. Soñé con el cine y conmigo. Vos estabas de adorno”.

Esperé un instante para que supiera que la estaba escuchando y que la prueba de mi atención era que me preocupaba por separar lo que había oído de lo que iba a decirle (el modo en que nos turnábamos tenía el esquema de un debate electoral televisado, como si habláramos para una multitud o un árbitro): “Mirá. Te traje algo”. Del fondo negro de mi computadora se abrió un escenario, y del fondo del escenario surgió Umberto Tozzi de smoking y moño y con un peinado batido hacia arriba y hacia los costados. Se sacudía con unos golpes de cuello que los protocolos de la traumatología cervical no se animarían a calificar. Al borde del daño físico, pero también de la felicidad que dan algunos movimientos por los que se pierde la energía mala del cuerpo, los cabezazos de Tozzi formaban la coreografía marciana que acompañaba el playback de “Gloria”, su gran éxito, filmado en los estudios de la RAI.

Para darle sensación de compañía, dado que se lo veía abandonado en el centro desértico del set en el que se multiplicaban escalones mortales y reflejos de luces apenas filtradas por el blanco y negro de la toma, y por el que un Tozzi electrificado iba y venía corriendo de un lado al otro, tal vez con el propósito plástico de llenar el vacío, se había logrado un efecto que ningún despliegue hubiera podido alcanzar. Era el efecto óptico de los espejos enfrentados, en el que el astro y cada una de sus células se perdían en la multiplicación de su propia figura hacia un infinito imaginario en el que también se multiplicaban el moño, el cuello palomita del smoking, el micrófono, el brillo de los zapatos y las ondas flameantes de su peinado leonino. Se multiplicaban o se deshacían porque multiplicar una imagen ¿no es, de algún modo, dividirla?

Mónica cantaba la canción para sí, en un tono suave que por momentos se interrumpía por distracción o falta de memoria. “¡Umberto Tozzi! ¿De dónde lo sacaste?”. “Del garaje de tu casa”. “¿Umberto Tozzi? ¿En el garaje de casa? ¿Estás seguro? Si nosotros escuchábamos a Kraftwerk”. ¿Kraftwerk? ¿Esos hombres-robots disfrazados de nazis suaves que se paraban delante de sus sintetizadores como sacerdotes en un púlpito? No podía ser, pero no dije nada para no emplear el tiempo que teníamos en discusiones; y cuando apareció el primer silencio grande entre nosotros, que no fue un silencio de intercambio sino de presagios negativos que anunciaban el hundimiento de nuestra cita, le conté la historia del asalto: “Un día entré a tu casa por el lote de Beltrán. Primero me metí en el cuarto de las chicas y después fui al tuyo. ¡Dejame terminar! Esperá, esperá: dejame terminar. Por favor. Después hablás. Abrí el placar para ver tu ropa. Quería verla, nada más. Te revisé los cajones. Quería saber si guardabas la carta que te mandé cuando te fuiste a Mar del Plata”.

Mónica estaba como sin aire, no podía hablar, miraba a la calle y luego al techo y al piso, pero el pudor le impedía rozarme siquiera con la mirada. “¿Cuándo fue?”. “No sé, debe haber sido en el ‘98”. “En el ‘98. Mirá vos. Qué bien... ¿Y no te dio vergüenza? ¿No te dio vergüenza meterte así en mi casa, tocar los juguetes de mis hijas, revisarme las cosas? ¿Qué derecho tenías? ¿Qué te importa si tiro o guardo algo tuyo? Es un asunto mío. ¡Mí-o! Es mi casa, mi familia, son mis cosas; y con mis cosas hago lo que quiero. Si quiero, las hago desaparecer; y si no, las guardo. Punto. ¿Quién me va a decir algo? ¿Vos? ¿Después de veinticinco años? ¿Por qué no me llamaste por teléfono si querías saber si guardaba algo tuyo? No: vos preferís entrar como un delincuente. ¿Qué más revisaste? ¿Me revisaste los discos? Porque hay algunos que me faltan. Por ahí fuiste vos. A ver, ¿qué más hiciste? ¿Me revolviste el cajón de la ropa interior?”.

Su carácter reapareció tal como lo había conocido, arrasado por la pasión y un viento de odio que la empujaba hacia mí; tenía los codos apoyados en la mesa y las manos cruzadas sobre los antebrazos, apretándole las tetas que parecían explotar dentro del escote, pero no miré porque no era aconsejable hacerlo en medio de una discusión moral de la que solo debían participar las conciencias, y no las actuales sino aquellas conciencias rudimentarias e intolerantes de la juventud. Entonces, ¿por qué me preguntaba si le había revuelto el cajón de la ropa interior? ¿Era una infracción haber vuelto sobre la carta y el pasado y, en cambio, no lo era manosearle y olerle las bombachas como prueba de un interés sexual que los años no apagaban? Mónica no quería recuerdos, quería deseo, y cuanto más sucio, mejor; lo vi en el sabor que le produjo la palabra “delincuente” cuando intentó situarla de mi lado sin poder desprenderse de ella del todo. Si la conversación iba a ser profunda, ya habíamos llegado al fondo. Delincuencia, fetichismo, teorías sobre el derecho que tenía o no tenía sobre ella (y sobre el que ella tenía sobre sí misma), repudio al imaginarme tocando los juguetes de sus hijas como manchas impresas en la blancura del santuario familiar y una pregunta que se recortaba por delante de la ira como un reclamo retrospectivo de contacto personal: “¿Por qué nunca me llamaste por teléfono?”.

Tuve que decirle que lo que le había contado no era cierto (si fue o no fue cierto, lectores, ustedes nunca lo sabrán), que jamás había entrado a su casa y que solo quería averiguar de manera indirecta si todavía conservaba la carta. Una sonrisa de tristeza se pegó a ella como una careta y entonces intenté mantenerla en el pedestal en el que la había puesto mi interés enloquecido de asaltante: “¿Vos pensás que si yo entro a tu casa no voy a olerte la ropa? Si yo entro a tu casa te la huelo y te la chupo”. Y le conté que una tarde había visto a una de sus hijas, idéntica a ella cuando la conocí, abrazada a su novio en la puerta de su casa. Pero en el fondo el tema era uno solo: el tiempo que se había llevado la parte de nosotros que ya no vivía.

La conversación se convirtió en una sucesión de temas libres. Me dijo que no acababa cuando cogía con el marido; que lo amaba pero no podía salir de un estado de desinterés al que entraba cuando comenzaba a desnudarse: “No sé por qué me pasa eso. No sé. No hay caso: no puedo. Es una desgracia. Probé con dos o tres tipos pero tampoco funcionó. Probé... Probé con dos tipos juntos. Les pagué. No sabés la vergüenza que me dio. Es el día de hoy que no sé cómo fue que me animé. Y te juro que no lo hice de puta. Lo hice por él, porque creo que no se merece que le mienta en eso. Yo lo amo. Pero ¿qué voy a hacer?”.

***

Fuimos a un hotel por horas de la Avenida Independencia con una fachada de mármol que le daba un aire de cenotafio o de sede burocrática insensible, o de cualquier cosa que no implicara la presencia de alegría corporal. Un pasillo oscuro iluminado con tulipas rojas atravesaba el edificio (parecíamos navegar en el interior de una vena) y terminaba en una ventanilla espejada. Nos dieron una ficha octogonal con el nombre de la habitación, El Cairo Room, en cuyo centro había un altillo con una cama de agua, al que se subía por una escalera helicoidal con paredes de acrílico. Desde el peligro de esas alturas podía verse la planta baja y sus muebles: una barra con dos taburetes empotrados en el piso, un televisor que transmitía una orgía de americanos doblada al español y el hueco del hidromasaje burbujeante y rumoroso.

Mónica se echó desnuda boca abajo. La cama se movió unos segundos hasta que las aguas interiores se calmaron. ¡Qué bestia hermosa! Luego se dio vuelta, apoyó la espalda en un grupo de almohadones y se quedó mirando la pantalla. ¿Qué más querían todas esas personas nerviosas, enredadas en el desnivel de una pista de baile sobre la que llovía espuma de máquina, si parecía que no les faltaba nada? Querían otra cosa, querían más, querían lo que no estaba ni allí ni en ningún otro lado. Había una extraña organización en el desorden que establecía uniones de afinidad animal que a nadie se le hubiera ocurrido cuestionar. Hablaba la naturaleza. Dos hombres, como si tomaran una olla gigante de sus asas, retiraron de los brazos a un negro que montaba a una mujer rubia desde atrás. Directamente la desclavaron. “Se divierten”, dijo Mónica. Salimos del hotel en mi auto y a lo lejos vimos acercarse, en dirección contraria, por el carril lento, una caravana de autos deportivos con las luces encendidas.

El espectáculo del tiempo
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