1996

Mamá se convirtió en la estrella televisiva de Junín. Nunca supe cómo lo hizo. Desde el primer programa, que se llamó Puntos cardinales, desplegó variedades inconexas. En las primeras semanas, y de lo que puedo recordar, pasaron las profecías negras de un ingeniero atómico acerca de la parodia del desarme nuclear, payadores gemelos cantándole a una supuesta invasión extranjera y varios personajes quebradizos, doblados por el fracaso pero todavía más por el dolor que les producía el recuerdo de algún éxito olvidado. Así le fue dando un tono de interés general a sus emisiones autobiográficas que comenzaban con una caminata por el muelle de la Laguna de Gómez, a contraluz de una masa de reflejos dorados sobre la que se recortaba su silueta negra, de bombero delante de un incendio, produciendo el efecto de un ácido lisérgico en el instante de máxima penetración.

Desde el fondo de la pantalla los títulos avanzaban y retrocedían escoltando el nombre de mamá. Pero el show de esos inicios era menos el del suceso televisivo que el de sus preparativos, los aprontes tecnológicos invadiendo el espacio familiar con cables que se cruzaban, parrillas de luces, micrófonos de ambiente, cámaras fijas y móviles, y operadores fumando como presidiarios detrás de las consolas. Visitarla a mamá en esos días significaba verla multiplicada en las pantallas que florecían en todas las habitaciones, mientras ella iba comprendiendo el fenómeno que la expandía mediante la arquitectura de la simultaneidad y le daba la materialidad inconsistente pero intensa de un ángel.

Los cinco televisores de la casa se encendían a todo volumen durante la emisión del programa, incluyendo las repeticiones de la madrugada. Cualquier recorrido, casual o calculado, que se hiciera por las habitaciones implicaba cruzarse desde distintos ángulos con la imagen fantasmal de mamá, mucho más real que la imagen de su cuerpo patrullando los monitores con el propósito explícito de supervisar un estándar aceptable de imagen y sonido y el propósito oculto de verse. Todo el tiempo que había perdido en la elaboración del programa (la suma de las pausas, las tomas repetidas, las demoras por la impuntualidad de un invitado y las fallas en la mesa de control), comprimiéndolo en una versión más breve pero también más nítida de la vida (la versión editada), se equilibraba con la transmisiones en las que mamá sentía regresar al cuerpo del que habían salido.

El programa se sostuvo mediante los intercambios del canje, por los que cada una de las partes —el Mercado y la Televisión— creía imponer una ventaja respecto de la otra. Las operaciones consistían en ceder bienes —pollos al spiedo, pastas, masas finas, bebidas blancas, ropa— a cambio de imágenes televisivas por medio de acuerdos elásticos e inciertos porque ¿cuántas porciones de spaguettis con estofado de peceto valía un primer plano de su fabricante gesticulando por delante de una tarantela en off?

Mamá borró su lenguaje cotidiano, olvidó sus viejas lecciones de maestra normal y comenzó a hablar en un idioma técnico. Solo sus operadores, de quienes lo había aprendido, la entendían. Y arrastrada por el vendaval de innovaciones, la alteración de la cultura hogareña y el reconocimiento del público, comenzó a registrar cada día de su vida con una cámara. La vida era su obra (y su obra era un producto exclusivamente autobiográfico). Filmaba las conversaciones íntimas, los viajes y los cumpleaños de mis hijos. El archivo creció exponencialmente, como solo pudieron hacerlo las burocracias en la era del papel, y sobre las paredes del estudio que no fueran las de los decorados —pagoda china, jardín pampeano, parque japonés— se acumuló, en cientos de videos VHS, una extensa biografía de mamá en tiempo real que ya tendría su espectador en algún momento del futuro.

El espectáculo del tiempo
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