2001
3’ 9”
Estoy de perfil frente al espejo de la habitación. Me veo doble. Ella entra por la izquierda y se para de frente a mí (el doble mío desaparece tapado por su cuerpo, aunque por encima de su cabeza asoma la mía).
—Vos sabés que me parece que la adelanté un poco. No pasa nada, ¿no? ¿O querés que nos fijemos? ¿Había algo grabado abajo? Me parece que estaba lo de Agustín. ¿Me fijo?
—Pero no, no pasa nada... ¿La lucecita de Rec está prendida?
—Sí.
—Entonces creo que no pasa nada. Me parece que se va a caer. ¿Estás segura que no se va a caer?
—No, segura no estoy. A ver si se cae y me echás la culpa a mí.
Salgo de la imagen. Mi cuerpo se acerca a la cámara de frente y la imagen, en la que estaba ella, se oscurece. Mis manos toman el objetivo y el punto de vista de la cámara se reacomoda. Me doy vuelta, y la oscuridad se va aclarando de a poco. Primero se ve mi espalda caminando hacia el fondo de la imagen, y luego nos vemos los dos en la posición anterior al momento de reacomodar la cámara. Nos tocamos con las puntas de las lenguas. Ella deja la lengua fuera de la boca, fija y horizontal, y yo le paso mi lengua por la suya. Las lenguas se desconectan; ahora es la mía la que queda dura fuera de la boca y ella me la chupa; la hace desaparecer en su boca y luego echa su cabeza hacia atrás (yo quedo con la lengua de punta fuera de la boca). Ella gira la cabeza y besa su imagen que se reproduce en el espejo. Doy un paso hacia atrás y la miro mientras mantengo mi cuerpo a medias dentro de la imagen (ya no me veo en el espejo). A un costado del espejo aparece, colgada sobre la pared blanca, una imagen de dos mujeres sentadas en un banco de plaza. Una es una matrona rubia rodeada de cuatro bebés y un carrito con un muñeco en su interior; la otra es una mujer delgada, vestida con un tailleur, abrazada a una cartera y mirando de reojo a su acompañante ocasional. El espejo es un cuadrado de aproximadamente un metro de lado, empotrado en un marco de madera gruesa y rústica, sin pulir. En la base tiene un anaquel del mismo material sobre el que hay un frasco de perfume de Hugo Boss casi vacío, y otro de Calvin Klein, lleno. También hay dos fotografías: una de ella con un fondo de playa, sonriendo, despeinada y mirando hacia el piso, y otra de ella abrazada con sus hermanos; un pequeño cuadro con la imagen de una mujer desnuda antes o luego de tomar un baño, dentro de un marco plateado mate; un reloj despertador de cuadrante hexagonal; una lapicera, un frasco de mermelada con bolitas de vidrio en su interior y una pequeña tortuga de piedra de color terracota. Su lengua y la lengua que se reproduce en el espejo se conectan por sus puntas, y el espejo se moja: cae saliva dejando una estela en la superficie que atraviesa hacia abajo en línea recta. Salgo del cuadro. Ella se da vuelta y me mira.
32”
Se ve, desde arriba, mi verga, los huevos, parte de mi panza y parte de mis piernas. Casi pegada a mi verga, separada apenas por algunos centímetros, se ve su concha, parte de sus piernas abiertas y su abdomen hasta la línea del ombligo. Estamos enfrentados. La imagen sube hacia ella lentamente, pasa por sus tetas (lentamente mi cuerpo deja de verse) y llega hacia su rostro, que sonríe. Está con las manos apoyadas en la cama por detrás de su espalda.
—¿Qué pasa?
—...
—¿Qué te pasa?, ¿qué mirás?
—Yo no miro...
La imagen baja invirtiendo su recorrido y se estaciona sobre el enfrentamiento de los genitales. De su lado aparece su mano derecha, que agarra mi pija, la acaricia y luego comienza a sacudirla suavemente, una y otra vez. Desde arriba se ve el aro de la mano cerrada sobre la verga y la cabeza con su orificio que pasa de ser una línea a ser un pequeñísimo círculo cuando la mano sube. Me sacude veintisiete veces en total conservando un ritmo sostenido. Mientras lo hace, su mano izquierda entra en el cuadro, se agarra la concha abierta y luego, sin dejar de apoyarse, retira los dedos menos el mayor que aprieta su yema sobre la cabecita de la concha y comienza a rascarlas con suavidad. Se ve una mano pajeándome sin cesar y otra tocándole la concha en círculos de un radio que va, aproximadamente, de uno a dos centímetros. Luego hace una horqueta con los dedos índice y mayor y deja la concha al descubierto, con la mano que me pajea baja mi pija y se rasca la cabecita con la punta, realizando el mismo movimiento que empleaba con su mano pero ahora con un radio móvil de entre tres y cinco centímetros. El cuerpo de ella se acomoda, avanza unos centímetros hacia mi verga y ahora pasa la punta de arriba hacia abajo, y de abajo hacia arriba, por la línea de la concha, hasta llegar al culo que alcanza a verse en parte porque cuando la cabeza de la verga llega resbalando a la base de la concha ella levanta un poco las piernas y el agujero del culo queda más o menos a la vista.
—Esto sí que es paja.
—¿Ah, sí?
—Sí... Paja no: pajota, pajona, pajotota.
—¿Por qué no te tocás con el dedo?
—Porque no vas a comparar.
Mientras sube y baja la pija, con la que se rasca la concha sin parar, se oye un ruido de succión.
—Fefetlcllfffflllsss.
De golpe acomoda la pija bien recta en dirección a sus piernas abiertas, y se la clava con un movimiento de cadera. La mano abierta con que la sostenía, cambia de posición con el ingreso, y solo quedan dos dedos de una mano formando un anillo sobre la base de la pija, mientras que la otra mano, con la cual se pajeaba, desaparece del cuadro. Retira la cadera, dejando la cabeza de la verga apoyada en la puerta de la concha. Luego hace girar la concha varias veces alrededor de la pija y se la vuelve a clavar diez veces, y luego una vez más pero sin metérsela del todo. La imagen se cierra solamente sobre la concha —ampliada— ejerciendo un movimiento circular, y luego un movimiento recto en el que la concha va y viene de frente a la cámara. Ahora sus dos manos se apoyan en los bordes de la concha y la abren. La concha boquea cuatro veces. Sus manos abandonan el sitio donde estaban y avanzan en dirección al objetivo. Se ven los dedos pulgares apoyarse en los bodes verticales del cuadro que sube, y en el que ahora se ve su rostro (es solo un segundo).
—¡El dedo en la lente no! ¿Sos boluda o te hacés?, ¿no sabés que agarra hongos? Nos faltan como veinte cuotas y ya la estás haciendo mierda...
—Buenooooo..... Tranquiiilooooo... ¿Qué te pasa?: ¿estás nervioso?
El objetivo gira de manera brusca, y a su paso se ve la pared blanca, la ventana, el sauce a través de la ventana, el jazmín florecido sobre un rincón del patio, mi cara, la repisa y el espejo; y luego gira en sentido contrario hasta obtener solo la imagen de mi rostro en la que se detiene.
—Dale. Hacetelá que yo te filmo la cara.
Mi cara se va deformando con el transcurso de los segundos. Primero miro el objetivo, y luego cierro los ojos, mientras mi cabeza recibe vibraciones cada vez más tensas. La cámara va bajando lentamente, pasa por mi cuello, mi pecho y se detiene en mi pija. Me pajeo muchas veces. Más de cien. Ahora el objetivo se repliega y entra en la imagen su concha junto a mi pija, cuya punta está situada a diez centímetros de su cuerpo. Una pequeña gota casi transparente cae de mi pija a la cama.
—Ehhh... ¿Qué pasa?, ¿estamos perdiendo lechita?
—La tengo en la punta...
—Ah, lo lamento mucho. Se te escapa y te mato.
3’ 51”
Tengo sus piernas apoyadas en mi pecho. Sus pies están uno a cada lado de mi cabeza. Yo me muevo y conmigo se mueven los pies. La paso la lengua por el cuádriceps de la pierna derecha. Le queda una película de humedad alrededor de la rótula. Luego hago lo mismo con la otra pierna. La cámara baja. Se ven sus muslos recibiendo los golpes de mi cadera y produciendo un ruido.
—Plac, plac, plac, plap, plac, plac, plac, plac, plac, plac, plac, plaf, plas...
Cada “plac” dura un segundo.
No alcanza a verse mi pija ni su concha, pero sí mi abdomen chocando contra los cachetes de su culo y su vientre. Con los golpes, las rodillas se van flexionando y las piernas quedan dobladas en un ángulo de casi noventa grados. Sus pantorrillas se apoyan en mis hombros. Mis manos toman sus piernas apenas más arriba de las rodillas para inmovilizarlas, no obstante lo cual producen un movimiento de palanca, presionando sobre las palmas de mis manos.
—Ay, sí, cogeme, cogeme... Tomá la cámara vos... Lo único que quiero es verga, leche...
Mientras me muevo, cierro los ojos y sacudo la cabeza hacia los costados.
—Plac, plac, plac, plac, plac, plac...
—No, no, apagala, tirala... Apretá el off...
Mi rostro se va de la imagen. Ahora se ve pasar, rápidamente, la pared blanca, un fragmento de ventana, el cielorraso también blanco, una lámpara de techo —un globo de papel blanco—, otra vez la pared, un zócalo de madera cruda; y mis zapatos —uno apoyado; el otro, boca abajo—, sus zapatillas —de color camel, marca NB—, el ángulo de un diario del que se alcanza a ver un dibujo de un sol y una nube, un almohadón cuadrado de color blanco, una botella de Coca-Cola de un litro y medio con la mitad de su contenido, un vaso azul de plástico, su bombacha blanca con el elástico retorcido, un bretel de su corpiño —el resto del corpiño queda fuera de la imagen—, las tiras de un enterito de jean, mi billetera abierta.
El movimiento de la cámara se detiene cuando se apoya en el piso. Ahora se ve solamente la superficie de la alfombra gris, sus hilos trenzados y las pelusas adheridas, y un fondo de pared blanca.
—Dale cogeme, cogeme bien cogida que no te podía abrazar...
—...
—...así te abrazo y me la metés más adentro...
—¿Querés que te apoye los huevos?
—Ay, sí, aplastámelos, cogeme toda la concha, meteme los huevos, el culo meteme adentro, metete todo...
5’ 29”
La cama está vacía, con las sábanas revueltas y una colcha con ilustraciones de margaritas plegada a los pies. Sobre el fondo se ve la ventana, las cortinas recogidas y, más atrás, el sauce en medio del patio, meciéndose una y otra vez por delante de una pared de ladrillos a la vista.
—No, no, no... Cerrá más que así no nos vamos a ver.
—¿No nos vamos a ver? ¿Con el culo que tenés? Si se te ve desde una cuadra.
—Achicalo hasta que entre la cama y nada más... Con el otro botón.
—...
—Ahí, ahí está; torcela un poco para la izquierda... ahí, dejala ahí.
—...
—¡No! ¡Te pasaste!, volvé... ahí está, ¡dejala ahí!
Ella entra en el cuadro por la derecha. Apoya una rodilla en la cama, luego la otra, y se desplaza dos pasos con las rodilla hasta quedar en el centro, de frente a la pared de la izquierda y de perfil a la cámara, y baja su cuerpo apoyando la parte posterior de las piernas sobre la carne de las pantorrillas. Gira la cabeza y me mira. Pasan tres segundos. Sonríe. Apoya una mano sobre la cama por delante de su cuerpo. La deja allí dos segundos y luego golpea cuatro veces seguidas la cama con la palma de la mano derecha. Con la izquierda, entretanto, se suelta el cabello que tenía atado sobre la coronilla y lo acomoda detrás de la oreja. Sigue mirándome. Lleva su mirada hacia el margen izquierdo de la imagen, desde donde entro. Hago lo mismo que ella (pero al revés): apoyo una rodilla, luego otra, y me detengo en el centro de la cama, donde dejo caer mi cuerpo sobre mis pantorrillas. Quedamos enfrentados cinco segundos, durante los cuales nos miramos. Abre las piernas, levanta su cuerpo y se sienta sobre mí; mientras tanto, estiro mis piernas por debajo de sus piernas abiertas. Entre su abdomen y el mío, casi pegados, aparece mi pija, horizontal, aplastada por los cuerpos. Ella se levanta un poco más y avanza sobre mí (su pierna izquierda tapa mi verga) y baja despacio, mientras acompaño su movimiento apoyando mi mano suavemente sobre su pierna y, luego, sobre su culo. Comienza a empujarme con su cuerpo en movimientos horizontales. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco, seis, hasta llegar a veintinueve. Allí se detiene. Queda abrazándome, moviéndose dos o tres veces más, lentamente. Yo la tomo de la cintura y acompaño ese ritmo. Su rostro de perfil tapa el mío. Tiene los ojos cerrados.
—Vos quedate quieta que yo te cojo de abajo. Pero no te muevas, ¿eh?
—Y ¿cómo hago? No, no, no...
—Dale, un ratito nomás.
La cojo de abajo. Le doy varios pijazos ascendentes. Ella me abraza, inclina su cabeza hacia abajo (su boca toca mi hombro) y mantiene los ojos cerrados. Me besa el hombro. Retira su boca unos centímetros y me pasa la lengua; primero por el hombro, luego por la oreja y después por el cuello. Cuando realiza esto último, ya no se ve su rostro de perfil sino su nuca. Con cada pijazo, su cuerpo se mueve hacia arriba y hacia delante. Eso sucede veintiséis veces más. De golpe se echa hacia atrás, sentada sobre mí, y apoya las manos a los lados de mis pies. Los toma con las manos. Yo apoyo mis manos sobre la cama al lado de sus pies. Sigo con los pijazos (ocho veces más). Mientras tanto, sus tetas saltan con los golpes.
—En cualquier momento te acabo.
—¡No!, que es un día peligroso. Ni se te ocurra...
—Es que me está subiendo la leche.
—Pero hoy no podemos... No, no, ponete un forro.
—Ni loco.
—No seas tarado que es peligroso...
—Yo te acabo igual.
—Ay, no, no podemos...
Me abraza. Los movimientos son cada vez más profundos y, cuando hace tope con mi cuerpo, se eleva sobre mí unos centímetros y baja de golpe. Luego descansa dos segundos y retoma el proceso. Nos besamos con las lenguas, de las que cae una baba elástica que sube y baja con los pijazos. Luego me chupa el cuello unos segundos e inclina su cabeza sobre mí.
—Cómo me gusta tu pija...
—A mí me gusta tu concha... está que se parte.
—¿Sí? ¿Está blandita? ¿Te gusta así?
—Sí. En cualquier momento te mando la leche.
—¿Tenés mucha?
—Un litro.
—No me hables, no me hables...
—Diez litros de leche gorda como te gusta a vos.
—¡No me vas a acabar! ¡Avisame que salgo!
—¡Pará! ¡No salgas! Te voy meter toda la leche... un bebito te voy meter.
—Ay, no, no me acabes así que me vas a hacer llorar...
—Me estás bañando con la concha.
—¿En serio me querés meter el bebito?
—Un bebote te voy a meter.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿No te vas a arrepentir, no? ¿Me vas a querer igual?
—Sí, sí, quedate así, quietita. Metétela hasta el fondo y quedate así...
—Dale, meteme el bebé. Dame toda la leche completa... Dame mi nenito...
—Callate hija de puta que me la hacés saltar.
—Damelá, damelá, damelá toda; dale, dame un bebé gordito que se ría.
—Tomala, tomala toda, tragala, bañate hija de puta...
—¡Ah!, ¡ayyaaa¡, ay, sí, largala. Dame el bebito, ay, sí mi amor...
Ella avanza tres veces hacía mí con movimientos largos y nos quedamos abrazados. Se ve mi rostro de perfil tapando el suyo. Diez segundos más tarde se inclina hacia atrás, apoya la espalda en la cama y queda allí, con los brazos extendidos a lo largo de su cuerpo. Luego se levanta y queda apoyada sobre los codos hundidos en el colchón.
—Levantame.
La tomo de las manos y la tiro hacia mí. Sonríe. Se inclina, sentada sobre la cama, y me da un beso en la punta de la pija.
Baja de la cama. Lo último que se ve es su cuerpo de frente que se va achicando hasta que solo queda la imagen de su ombligo acercándose de golpe al objetivo y, luego, la oscuridad.