1982
A Marcos Rosselli lo abandonó la mujer. No lo aguantó más y, según se dijo en el barrio, “le echó flit” (extraña inversión de los hechos porque fue ella la que dejó la casa). Él siguió con sus costumbres sin registrar la ruptura que esperaba desde hacía años, amparado en la realidad paralela del silencio nocturno que, en su estudio, había formado un abismo personal que podía habitarse sin problemas.
Su intención era que los vecinos vieran su vida de genio aislado en una campana de concentración, efecto que lograba al examinar cada noche los instrumentos de dibujo distribuidos en el tablero al modo del francotirador que abre un estuche de violín y ensambla las partes de un arma sobre una tela. Luego se recostaba en su silla Aluminum, de Hermann Miller, para representar un suspenso ideas y de actos, y cambiaba una y otra vez las posiciones de un muñeco de madera inspirado en el Hombre de Vitruvio de Da Vinci.
Mi padre fue hasta allí creyendo que nada le impediría ver, a través de los enormes ventanales, una prueba de la relación que —se decía— Rosselli había iniciado con mamá. Caminó por la vereda de enfrente varias veces, como si la subrayara, manteniendo la mirada sobre la casa-estudio-teatro; pero Rosselli no aparecía. Había un por qué. Se estaba cogiendo a mamá por el culo contra la mesada de la cocina, una placa de mármol africano de diez centímetros de espesor con dos bachas de acero inoxidable, una de ellas con triturador eléctrico de residuos. Se supo porque el propio Rosselli lo divulgó unos días más tarde en una mesa de Yellow.
Entretanto, como para confirmar que lo suyo era darle la espalda a los hechos, mi padre esperó una hora más y confirmó que el chisme que lo había llevado hasta allí era infundado. Para creer había que ver; y él no veía a nadie. No intuyó un interior de los hechos, ni una cara oculta, ni un segundo plano. Una conducta llamativa para un compositor de la realidad que percibía los acontecimientos como el efecto directo de orquestaciones planificadas en las sombras.