2002

Me encontré con Kun en la barra de Yellow, el bar más popular de Junín. Kun: me muerdo la lengua para no agregarle adjetivos racistas a su apodo africano. Nos sentamos sin saludarnos. Pedimos un café. Las cosas se daban así, separadas en segmentos. Era un encuentro que no fluía. En uno de mis bolsillos tenía la plata que le debía por los trabajos que hizo en el cine. Cuatrocientos pesos. Para el lector internacional interesado en economías emergentes, en esos días equivalían a cuatrocientos dólares que, en un instante de debacle, se convirtieron en ciento treinta y tres. Le pagué, me firmó un recibo y cuando se dio vuelta para irse sin saludarme le partí una silla en la cabeza.

Kun, famoso por lo cabezón, se mantuvo en pie y me contraatacó apartando de su camino los restos de madera astillada. Rodamos entre las mesas y rompimos cosas a nuestro paso: copas, ceniceros, un paño de cristal de diez metros cuadrados que explotó en cien mil astillas y el revistero con la prensa del día. Éramos dos personas enfrentadas por el odio, pero asociadas en la destrucción como si fuéramos una sola; y aunque yo nunca tuve un estilo definido para las luchas cuerpo a cuerpo, lo fui puliendo bajo los golpes demoledores que me daba Kun con su mano de plomero.

La bestia bruta no entendía que no me cubriera la cara, que comenzaba a desfigurarse. La franqueza de la descarga abrió una pausa inesperada en la ruta de violencia por la que Kun se deslizaba solo y, sin que se diera cuenta, le saqué los cuatrocientos pesos. Un segundo antes recordé la obra desastrosa que había hecho, su impuntualidad, los inodoros que se despegaron del piso apenas los instaló, los caños rajados del desagüe, la sobrefacturación de los materiales que compraba, la cámara de agua que se anegaba con lluvias de tres gotas y su carácter misantrópico, sin palabras, de mono adulto, desobedeciendo los consejos del Estudio Traverso con la arrogancia de un genio. Dejé atrás el recuerdo y regresé al lugar donde me estaba matando. Que me pegara todo lo que quisiera, pero cuando llegara a su casa vería el vacío ontológico que produce andar sin plata en Occidente y él, no yo, sería el derrotado. Es decir: se la pondría doblada.

Imaginé la escena mientras me levantaba del suelo tragando sangre y contando los dientes con la lengua. Pedí agua. Los mozos que me habían visto ir y venir entre las mesas se acercaron lentamente a mis ruinas. Necesitaban saber mi opinión sobre el suceso que para ellos no significaba nada si no iba seguido de un relato de experiencia. Y mi experiencia era de triunfo y felicidad, y alcanzaba el borde de un futuro que ya empezaba a ver aunque no lo viviera. Así: Kun estacionaba en el supermercado y bajaba de su camioneta sin cerradura. En la cabina maloliente podían verse sus herramientas, los tarros con grafito, los carreteles con cinta de teflón, los nidos de cables cuarteados, los manuales de plomería —el animal nunca recordaba en qué consistía su trabajo— y un juego de mate uruguayo para concederle un elemento regional a lo que más le gustaba hacer: rascarse las pelotas.

Aunque no conocía a nadie se hizo el famoso y saludó al personal de guardia y a las cajeras y recorrió las góndolas cargando con aire triunfal alimentos para sus niños, pañales de doble absorción, vino bueno, nueces pecán. ¡Nueces pecán! ¡Kun! ¡¿Desde cuándo?! Dios mío, las cosas que hay que ver. Se lo veía descansado, sin tensiones, purificado por la descarga. No le habían quedado marcas ni recuerdos de mis golpes, ni siquiera del sillazo con que lo detuve en el bar cuando se iba. Debí patearle la cabeza en el único instante en el que lo dominé, como lo había hecho con un perro que me salió al paso muchos años antes en una caminata por Punta del Este, una ciudad que este negro de mierda no debe saber que existe. Vi el hueco que dejó al descubierto su tremenda cabeza enrulada y le di una pausa de perdedor a la pierna recogida, lista para aplastarle la cara con mi suela de goma inyectada y cambiar la situación en la que me hallaba. Pero no lo hice.

La caja registradora del supermercado imprimió los detalles de la compra, una lista de productos acompañados de sus códigos encriptados y sus precios, el inventario de lo que —en el mismo instante en que el lector de barras anunciaba su paso por la frontera del consumo—, se despedía del universo del stock. Un despachante acomodó las bolsas en el carro de alambre. Tenía una sabiduría sensible sobre el orden y el espacio que hubiera podido aplicar a oscuras. La música funcional y el baño de luz blanca que caía del techo le dieron un aspecto de aventura a la operación de compra, como si Kun fuese un personaje (en ese momento lo era: él no compraba así).

Mientras se imprimía el ticket sacó de su bolsillo unas monedas y se las dio al cadete que cuidaba su tesoro de botellas, huevos, yogures con cereal, frutas blandas. Fue el momento filantrópico de un señor burgués. Vio el rodete de la cajera, su precioso cuello blanco, la visera con la marca y el slogan del supermercado, un segundo plano de gente como él, comprando a lo grande, y el display con el importe: trescientos setenta y nueve pesos con veinticinco centavos. Una cuenta que podría haber pagado con los cuatrocientos pesos que le di antes de que me moliera a palos, y que el pelotudo no encontraba.

Me gustó imaginar que ese momento sucedía lentamente, mientras bebía mi tercer vaso de agua a su salud. Lo hice sentado a una mesa de Yellow —levanté los pies para que los empleados barrieran los vidrios. Fue un enorme placer poder ver ese instante en todos sus detalles. Que fuera imaginario no le quitaba verdad. Kun metió la mano en el bolsillo y no encontró nada —había que verle la cara—, solo tornillos, hilos sueltos y algunas arandelas galvanizadas. El mundo se detuvo. Era lo que debía pasar para que creyera que, una vez detenido, podía hacerlo retroceder como una cinta, volver a meter la mano en el bolsillo y esta vez, sí, sacar la plata y pagar lo que llevaba. No entendió —qué iba a entender, pedazo de analfabeto— que si el movimiento de las cosas se había detenido, congelando el mundo secundario que habitaban la cajera y los clientes de las cajas contiguas, lo hacía al precio de acelerarse de golpe contra él.

Un agente de seguridad sintió el suspenso y habló en clave por handy. Se coordinó un operativo cerrojo para que Kun no escapara. Los clientes detectaron los movimientos por la discreción con que eran ejecutados, y todas las miradas cercanas comenzaron a fluir hacia el pequeño espacio donde habría de surgir la acción; pero el suspenso se interrumpió cuando en medio de la imagen inmóvil que mantuvo en vilo a la línea horizontal de cajas, así como a las líneas verticales de clientes que avanzaban paso a paso hacia ellas, y a los supervisores y gerentes de área que se asomaban desde lo alto de sus boxes, Kun se manifestó con una sonrisa giratoria que destrabó la víspera de tragedia que había invadido el ambiente para luego decir, con voz emocionada: “Me olvidé la plata. Ya vuelvo”.

Caminó hacia la camioneta creyendo ver a cada paso los cuatrocientos pesos. Cualquier papel, cualquier fragmento de basura, lo llevaban a inclinarse sobre las baldosas blancas del mercado y el asfalto aceitado del estacionamiento. En la cabina de su cascajo comenzó a desmontar algunas piezas: giró una llave sobre las tuercas del chasis y desarmó el asiento, levantó las alfombras y finalmente se desnudó, dio vuelta la ropa y la agitó, palpó los interiores y descosió los dobladillos sin encontrar nada. No pensó en mí ni en la lucha que tuvimos, tampoco en la posibilidad de que le hubiera sacado el dinero del bolsillo (es así: cree que solo pasa lo que ve), pero tal vez sí pensó que se le había caído en el bar cuando me durmió por enésima vez y los empleados comenzaron a rodearme para saber si estaba vivo o muerto y apoyarme en un rincón como se hace con las escobas después de barrer.

A través de la vidriera de Yellow vi estacionar su camioneta rodeada de un círculo de humo. Lo vi bajar, avanzar sin levantar la cabeza y detenerse disimuladamente para escrutar pequeñas superficies. Me miró de lejos —él estaba avergonzado, y yo me reía por dentro mientras me juraba que algún día, aunque pasaran los años, me vengaría de ese hijo de mil putas—, se sentó en la barra y pidió que le fiaran un café. Negro choto.

El espectáculo del tiempo
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