XXXVIII
El personaje en cuestión era considerado un consumado donjuán. Se trata de un hombre de unos treinta años, de estatura mediana, cabello rubio y rizado, ojos azules, piel tostada por el sol, delgado, fuerte, de buena apostura y mucha labia. En el pueblo se le conocía con el apodo de El Gavilán Pollero porque se robaba a cuanta jovencita le gustaba y luego la devolvía bien cargada. Tenía un regadero de hijos por toda la región. Cuando alguna de las familias agraviadas quería tomar cartas en el asunto por sus desmanes, él simplemente desaparecía de Puerto Marinero por varios días y a veces hasta por semanas y, cuando lo consideraba prudente, volvía como si nada, listo para robarse a su siguiente víctima.
Según sus propias palabras, los hechos habían ocurrido así:
—No me lo va a creer, doctor, pero yo no tenía dos viejas como tantos en este pueblo, yo tenía tres y las tres vivían conmigo, en mi casa. Qué casa chica ni qué nada, ahí las tenía a las tres, bien contentas y bien apaciguaditas y bailando a mi son. Me sentía como esos sultanes de los cuentos de hadas que tienen hartas mujeres, jóvenes y bonitas, y que siempre están bien dispuestas pa lo que se ofrezca. Yo ya había hablado con ellas y les había advertido: «a todas les voy a cumplir, pero eso sí, cada quien a su hora». Una de ellas se dedicaba a lavar la ropa de todos, la otra se hacía cargo de la comida y de la cocina, y la tercera se encargaba de la limpieza de la casa. Entre las tres cuidaban a los niños. Pero ya ve cómo es uno de malora, y había una jovencita que andaba muy jariosita conmigo, porque según ella quería darle unos picones a otra que también me traía echado el ojo. Así que se me hizo fácil y un día que me la llevo directamente a mi casa y total qué, si compartía con tres pues qué más daba una más, de que sean tres, pues que sean cuatro. Y así le hice: la metí a la casa y que me la llevo al cuarto, pero con tan mala suerte que una de ellas, la de la cocina, que se da cuenta de que ya andaba yo de alborotado con otra en la cama y sin decir agua va que se ponen de acuerdo y cuando estábamos en el mero atorón que abren la puerta y entre las tres me amarraron de los brazos y las piernas a la cama, dejándome totalmente desnudo e inmovilizado. A la otra la agarraron de las greñas, la raparon y la echaron para afuera, encuerada como andaba. «Y ora qué hacemos con este cabrón», que dice la cocinera con el cuchillo cebollero en la mano. «Vamos a caparlo pa que se le quite lo machito». «Sí», dijo la de la ropa, «pero no con el cuchillo, mejor vamos a caparlo a vueltas, como a los chivos de engorda». «No, no, no», dijo la cocinera, «vamos a cortarle la cosa pa que deje de andar de pitoloco. A ver tú», le pidió a la de la limpieza, «agárralo de la punta». Yo no sabía si hablaban en serio o solamente lo decían para espantarme. «Ya, muchachas ya, les prometo que no vuelvo a ver a esa pinche vieja, la verdad es que ni siquiera me gusta». Y no había acabado de decir eso cuando de repente me levantan el pito y ¡zaz! que me lo arrancan de cuajo. Saltó chico chisguetote de sangre y al verme como fuente y con las manos y los pies amarrados a la cama dijeron: «Ora sí, canijo, nos vamos, total, si te mueres, bien merecido que te lo tienes», y que avientan mi pito hasta por allá y se echan a correr. Yo les gritaba que no me dejaran así, que me desataran, si no me iba a morir. Pero ellas juntaron rápido a sus niños, sacaron sus trapos y se largaron de la casa. Empecé a gritar para que alguien viniera en mi ayuda. Afortunadamente la chamaquita con la que estaba se había escondido en el patio de atrás porque no podía salir a la calle totalmente en cueros y fue ella la que me desató, y como pude vine a verlo.
Macho Viejo escuchó horrorizado y solo dijo:
—Pues mire, señor Gavilán, muy hombre no es el que tiene muchas mujeres, sino el que tiene una y la tiene feliz y contenta.