V
Después de varias horas de camino bajo la lluvia pertinaz y buscando atajos entre las brechas inundadas, abriéndose paso por el monte a fuerza de machete llegan por fin a la cuadrilla de Charco Redondo, villorrio a la orilla del río cuyas aguas se habían desbordado hasta inundar algunas casas. Se dirigen a una modesta choza y Macho Viejo procede a auscultar al paciente: el hombre tiene varias heridas profundas de machete y arde en fiebre; era un milagro que no le hubieran asestado un golpe definitivo. Está inconsciente. El doctor saca sus instrumentos, pide que hiervan la jeringa y empieza a curarle las cortadas, desinfectándolas, suturándolas, dándole unas puntadas y vendándolas. Le inyecta penicilina y suero antitetánico. Es casi media noche cuando termina de curar el cuerpo totalmente maltrecho de aquel pobre hombre. Agradecidos, los familiares le sirven un poco de café, le ofrecen pan y le piden que se quede a dormir, pues ya es muy tarde para volver a Puerto Marinero. Macho Viejo, exhausto, acepta y cuando termina de cenar le tienden una hamaca y se acuesta a dormir.
Despierta muy temprano. Revisa al paciente. Parece haber reaccionado a los antibióticos y a sus curaciones. Ya no tiene fiebre. La familia se muestra contenta y antes de partir lo invitan a desayunar. Macho Viejo acepta de buena gana, no sin antes salir a lavarse la cara y las manos en las aguas rebotadas del río. Cuando acaba de acicalarse se sienta a comer carne de venado con un par de huevos estrellados, tortillas, salsa de chile y una buena taza de café. De súbito sale de la cocina una jovencilla de piel canela, de blanquísima sonrisa, ojos luminosamente negros y tupidas pestañas. A pesar de su tierna edad, parece estar cuidadosamente torneada por la canícula del trópico.
—Es Cintia, mi sobrina —dice el dueño de la casa—, la hija de mi hermano el herido, pero como ellos viven del otro lado del río, se queda con nosotros. Viene a ayudarnos, a mi esposa y a mí, para que pueda atender a su padre.
Macho Viejo siente un jalón en su interior al percibir el atractivo de la chica que no deja de verlo con ojos sonrientes y curiosos. A partir de la muerte de su esposa, para él las mujeres se habían convertido cada vez más en seres admirables aunque distantes. Así que a pesar de lo atractivo de Cintia, tan pronto termina de desayunar ausculta una vez más al paciente, le aplica otra inyección y da las recomendaciones del caso. Empaca sus cosas y parte a caballo. Como sucede tantas veces con los médicos y parteras, tiene que volver solo, pues la gente que fuera por él no lo acompaña de regreso.