XXVIII
Ese mediodía, en cuanto se sentó a tomar una cerveza en el bar La Conchita, se enteró de la historia que corría de boca en boca: Jonás, el pescador, había matado al pargo aquel que se le escapara meses atrás. Al oír la noticia, Macho Viejo se quedó atónito. Se levantó sin probar la cerveza que había pedido para dirigirse a la casa de Jonás y constatar de qué pescado se trataba. Al acercarse a la casa reconoció a su amigo Isaías colgado de un morillo. ¿Por qué cuando uno es joven le gusta alardear de cosas de las que luego uno se arrepiente? Una rara furia se apoderó de él al ver al pescado en vilo, todavía con el viejo anzuelo trabado en el hocico y el pedazo de cuerda colgando. ¿Para qué andar de hablador? Uno no mide el peligro que acarrea la indiscreción. Qué imprudente había sido hablar de su amistad con Isaías. Después de varios meses de visitarlo al menos una o dos veces por semana, salvo cuando había temporal en la rada y no podía entrar por el oleaje y las filosas rocas, su presunción le había costado la vida a su amigo. Entre Macho Viejo e Isaías se había establecido una rarísima relación. Cuando se trata de mamíferos como el delfín o la ballena, el acercamiento resulta más natural, pero nunca entre un ovíparo y un vivíparo. Macho Viejo sintió rodar un par de lágrimas por sus mejillas.
—¿Dónde pescaste a este bello ejemplar? —preguntó Macho Viejo aguantando su ira y sin mayor explicación.
—Ya me las debía —contestó Jonás—. No sé si se acuerda que hace unos meses este pargo me arrastró con mi cayuco hasta que reventó la línea. Así que fui por él y no descansé hasta chingármelo.
—¿Adónde?
—Allá en Marinero. Los pescadores me chismearon que usted sabía que un gran pez rondaba por esas cuevas y pensé que sería él. Así que cogí un arpón y me fui por ahí donde a usted le gusta bucear. Luego luego di con una cueva grandota y cuando me metí que voy viendo al gran pargo, que ni trató de huir, no, al contrario, se me acercó bien mansito. Como quien dice, se me puso de pechito, así que cuando lo tuve al tiro jalé del gatillo y el arponazo lo partió por la mitad. Así de fácil.
—¿No me lo vendes? —preguntó Macho Viejo.
—¡Ay, doctorcito, cómo se lo voy a vender a usted! Si tanto le gusta se lo regalo, lo que pasa es que este animal me las debía.
—No, no, véndemelo, por favor.
—Bueno, pues deme lo que sea su voluntad.
Metió la mano al bolsillo y sacó los veinte pesos que le habían pagado por el parto de la bebé.
—¡Es mucho! Deme cinco pesos y ai muere.
—No, este animal vale mucho más de lo que tú crees, así está bien. Solo déjame ir por un vehículo para llevármelo.
¡Ay, si hubieras sabido entonces lo que sabes ahora…!