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Una noche, una noche sin luna y desnuda, una noche oscura, profunda y refulgente, sintió la presencia del agua, de la tierra, del espacio y del tiempo, el latir de los cielos a través de sus astros y de sus estrellas, y le pareció entender el significado del matrimonio entre el cielo y el mar, entre el planeta Tierra y el resto del universo. Percibió el frío silencio del cosmos mientras escuchaba el batir de las olas, la respiración del mar, el canto de los grillos y los ruidos de la noche, hermosos sonidos que, mezclados con el firmamento, se acoplan con la música de las esferas. Tuvo entonces una gran revelación: el cielo no había sido creado para observar a las aves sino para admirar el universo: el cielo estaba tan claro y fulgurante que cuando levantó la vista se encontró con otro mar en lo alto, un océano cósmico y oscuro de aguas infinitamente insondables donde miles de millones de astros se movían como cardúmenes por el frío espacio del universo, soles cuyos rayos iluminan y acarician otros soles y planetas impulsados por quién sabe qué fuerza misteriosa. Observó por primera la Vía Láctea, ese gran río de estrellas, río de leche lleno de mundos y atestado de luminarias celestes. Admiró la rutilante bóveda azul marino que se ceñía sobre su cabeza y sintió algo inexpresable, infalible, inefable: la sacralidad de saberse vivo, de ser parte del universo, de reconocerlo y agradecerlo, algo que se nos revela solo en contados momentos de la vida. Amar al entorno significa ser parte de él.