XXX

Macho Viejo desciende por entre las circunvoluciones del cerro preguntándose qué diablos hacer con Isaías. ¿Enterrarlo en tierra firme? ¿Incinerarlo a cielo abierto? ¿Dárselo a sus amigos para que se lo comieran? ¡Jamás! Quizá lo mejor sería devolverlo al mar. Regresa a la casita de Jonás en una camioneta y entre los dos cargan a Isaías y lo depositan en la caja del vehículo. Parte rumbo a la playa y cuando llega al muellecito donde tiene su lancha no sabe qué hacer. ¿Atarle una piedra de buen tamaño, internarse mar adentro y arrojarlo? Eso no es de amigos. Me queda claro: no hay más que meterme con él hacia las profundidades, llegar a las cuevas donde nos conocimos y depositarlo ahí, donde seguramente me tomó por traidor. Carga a Isaías hasta su cayuco y aborda. Navega hasta Marinero. Baja el ancla. Se coloca el tanque, su visor, sus aletas, y se echa el arpón al hombro. Tira a Isaías por la borda, cuidándose de sujetar la línea con el anzuelo que tiene atorado en el cogote, y se sumerge. Empieza a descender poco a poco, jalando a Isaías a la distancia, de modo que parece ir nadando detrás de él. El halo de luz azul le indica el camino y se adentran en las grutas donde solían reunirse. Un inmenso dolor lo embarga al llegar a la cavidad morada de su amigo, a quien ahora arrastra sin vida. Ve una oquedad… la tumba de Isaías. Lo coge por la cabeza, le ata una piedra a la línea donde tenía atorado el anzuelo en la garganta y la deposita en el hueco, luego lo mete de cabeza empujándolo por la cola hasta que el pescado se pierde en la oscuridad de las cavidades rocosas. Cuando sale del mar y se sube a la lancha está tan mareado que se ve en la necesidad de recostarse con una fuerte náusea. El mundo le da vueltas, le estalla un profundo dolor de cabeza. Acostado, cierra los ojos y lo arrulla el balanceo de la lancha hasta quedarse dormido. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando despierta. El sol se está poniendo. Se siente un poco mejor y decide emprender el camino de vuelta al puerto.