IX
El mar le había brindado grandes satisfacciones. Muchas veces se daban en la zona grandes arribazones de sardinas, que se identificaban por la multitud de aves que revoloteaba sobre la mancha. Eso hacía que toda la gente de Puerto Marinero saliera de casa hacia la playa con ollas, bateas y barriles a recolectar parte del cardumen. Entonces el pueblo organizaba una gran fiesta sobre la arena, en la que evisceraban las sardinas, prendían sus anafres y las asaban al carbón para comerlas con tortillas y chile, cerveza y mucho mezcal.
A Macho Viejo le gustaba observar cuánto disfrutaba la gente recogiendo su alimento como maná proveniente no del cielo sino del mar y ver trabajar a las aves: los pelícanos, generalmente en grupo, volaban en escuadrón, a veces en línea recta, a veces en V, conducidos por el macho alfa al ras del agua: batían las alas y luego planeaban dejándose llevar por las corrientes de aire muy cerca de la superficie, con la mirada clavada en el fondo. De pronto se zambullían y sacaban una buena dotación de sardinas rodeados de rabihorcados que, más ligeros y veloces, negros, con alas aerodinámicas, casi tan planos como un papalote, les arrebataban parte del botín. Luego de sumergirse, el pelícano tiene que hacer tal esfuerzo para levantar el vuelo que se vuelve torpe y pesado, desventaja que aprovecha el rabihorcado que, con su rapidez y astucia, logra escamotear las sardinas que los pelícanos cargan en la gorja. Algunas veces, mientras se encontraba admirando el mar y los cielos, azorado por lo que observaba, pensó que el mar se había creado para observar a los seres marinos como el cielo para admirar a las aves. Una vez, al estudiar cómo gaviotas, pelícanos, rabihorcados se cebaban con la arribazón, notó que un pelícano alzaba vuelo, seguía por aire la mancha de sardina, planeaba extendiendo las alas sobre la superficie y con una hábil zambullida se tiraba en picada; solo que al remontar el agua los peces se le salían de la bolsa para beneplácito de los rabihorcados, que sin mayor esfuerzo atrapaban el producto que soltaba el pelícano sin proponérselo. Eso le llamó la atención y Macho Viejo no perdió de vista al ave que, cansada y prácticamente sin comer, se posó en uno de los postes donde atracan sus botes los pescadores. El pelícano era un ave grande: tenía la cabeza, el cuello y la gorja de color negro y el resto del cuerpo era oro castaño. Su cuerpo se integraba como una unidad al poste donde se había posado a descansar. Un breve penacho blanco adornaba la coronilla de su cabeza. Macho Viejo tomó una atarraya, se subió a su pequeña embarcación con motor fuera de borda y se dirigió hacia donde se hallaba el pelícano descansando y mirando con tristeza cómo el resto de su especie se hartaba de comer. Se le acercó y cuando se encontraba a una distancia razonable lanzó la atarraya y, como el ave estaba muy débil, logró capturarla. Envuelto en la red se llevó el pelícano a tierra para auscultarlo y revisarlo. Volvió al pequeño muelle junto al bar La Conchita y dejó al animal encargado con un grupo de pescadores. Fue al consultorio por su maletín. Regresó y pidió que le regalaran unas cuantas sardinas y con la ayuda de tres hombres se las retacó en el cogote para que el pelícano tuviera algún alimento en el estómago. El pelícano observaba detenidamente todos sus movimientos. Con la ayuda de los pescadores lo recostó deteniéndole las patas, las alas y el pico. Lo anestesió. Macho Viejo lo empezó a revisar y notó con gran consternación que la bolsa del pico del pelícano estaba rasgada y eso le impedía retener el alimento que pescaba. A veces, cuando los pelícanos atrapan algún pez demasiado grande o fuerte, la presa, tratando de librarse, se mueve tan violentamente que, en su forcejeo, rasga la piel del buche. Cuando el animal quedó inconsciente, Macho Viejo preparó las suturas de tripa de gato para coserle la parte rasgada del buche. Una vez que le remendó la bolsa, lo dejó descansar. Mientras el pelícano reposaba dócilmente, Macho Viejo consideró qué hacer con él. Ese pelícano y él tenían algo en común. El ave ya no podía comer: su pico se había deteriorado. ¿Pero qué hacer? Si lo dejaba libre volvería a alimentarse normalmente durante algún tiempo hasta que se le volvieran a reventar las suturas. Y cuando eso ocurriera moriría irremediablemente por falta de alimento. Tuvo una idea: colocarle una argolla de metal en una de las patas y una plaquita de acero alrededor del cuello para identificarlo. ¿Pero cómo lo llamaría? Ciro, se dijo. Y así lo bautizó, marcándolo para reconocerlo, y lo dejó reposar. Cuando lo consideró prudente le quitó la red para dejarlo libre. Ciro había recuperado su fuerza y sintiéndose libre echó a volar con la majestuosidad acostumbrada. Durante días el doctor lo observó planear, pescar y posarse en los postes y botes de la bahía. Pero cuando la arribazón se retiró de las playas de Puerto Marinero, Ciro se alejó junto con las otras aves. Al verlo desaparecer, Macho Viejo se preguntó si no hubiera sido mejor haberse quedado con él, metiéndolo en una jaula y dándole de comer diariamente, pues así tendría asegurada su supervivencia. Pero se disuadió de que más valía que el animal se atuviera a su suerte en plena libertad a mantenerlo vivo en prisión.