XXXV
El alcohol empezó a hacer estragos entre los vacacionistas de la isla. Los hombres se la pasaban todo el día bebiendo frente a la playa y algunos jóvenes embriagados miraban con todo descaro a las chicas que salían del mar en traje de baño rumbo al galerón, o bien intentaban espiar a través de las rendijas cuando se cambiaban de ropa o, ya francamente borrachos, se atrevían a tratar de abrazarlas y tocarlas e incluso a meterse al pabellón de las mujeres. Surgieron pleitos y zafarranchos, pues los novios, padres y maridos defendían a las mujeres y eso creó una situación muy tensa.
—Esta gente tiene que dejar de beber —le confió Ricardo a Judith una noche.
—Yo creo que sí, el otro día hasta a mí me faltaron el respeto…
—Hay que hacer algo antes de que acaben a machetazos.
Y entonces se le ocurrió a Ricardo que, aprovechando la oscuridad de la noche y que el alcohol tenía tirados de borrachos a la mayoría, se metería a la palapa donde estaban los bidones de mezcal: encontró uno semivacío y el otro completamente lleno. Se habían bebido más de cincuenta litros en unos días. Destapó el tambo lleno y tiró sobre la arena más de la mitad. Acarreó varias cubetas de agua salobre de la laguna y llenó el tambo y lo revolvió lo mejor que pudo.
A la mañana siguiente empezó a circular el rumor por todo el campamento que alguien había adulterado el mezcal que habían traído y que si llegaban a dar con el culpable lo iban a matar.
Ricardo aprovechó la circunstancia, fue hasta donde se encontraban los borrachos y sin decir agua va se sirvió de uno de los tambos y apenas dio el primer trago lo escupió, quejándose.
—¡Carajo, este mezcal sabe a rayos!
—Sí —dijo alguien más—, deja nomás que descubramos y ¡ya verá la chinga se va a llevar!
Ricardo se retiró discretamente del grupo y cuando se encontró con Judith le dijo sonriendo:
—Nunca se te olvide que el alcohol es hablador, pendenciero, echador, y alcahuete.