VIII

Resultó que Rosa era hija única y por lo mismo siempre que salía a montar su padre ordenaba que la acompañara un guardián. Estudiaba en un internado de monjas en la ciudad de México y había vuelto al rancho para atender a su madre, que estaba delicada. Como distracción salía a montar a caballo por los alrededores de la finca.

Una tarde, Macho Viejo regresaba de la ranchería a donde había ido a curar a un enfermo cuando se encontró en el camino a Rosa, acompañada de su inseparable guardián. Al verlos saludó y preguntó:

—¿Hacia dónde se dirigen?

—Vamos a ver a mi nana, que está enferma y no ha podido venir a trabajar…

—¿No quiere que la acompañe?

—No, gracias, es usted muy amable…

—Recuerde que soy médico y tal vez pueda ayudarla…

Rosa se volvió a ver a su guardián.

—No creo que le parezca a su papacito —dijo aquel, seco.

—Déjeme revisarla, traigo conmigo todo mi equipo…

—Vamos —dijo Rosa—; no creo que tenga nada de malo que la revise y vea qué tiene.

Enfilaron por el camino hasta llegar a una vereda en la que se desviaron hacia el oriente hasta alcanzar la orilla de un pequeño arroyo cerca de donde se encontraba la choza de la nana, Mamá Munda como le decía Rosa, de origen indígena, que se encontraba tendida en una hamaca balanceándose al ritmo del viento.

—Mamá Munda, ¿cómo estás?, ¿qué te pasa que no has ido a la casa grande?

—¡Ay, hijita, quién sabe, pero tengo calentura y me duelen mucho las piernas!

—Aquí el señor es médico y te va a revisar para que te cures y te puedas levantar. Por cierto, ¿cómo se llama usted, doctor?

—Villamonte, Ricardo Villamonte a sus órdenes… —respondió—. ¿Me pueden dejar un momento a solas con la paciente?

Rosa y su acompañante salieron de inmediato de la casita para que el doctor auscultara a Mamá Munda.

Sacó su estetoscopio, oyó sus pulmones, su corazón, le revisó la garganta, los ojos, los oídos, le palpó el cuello, el vientre, le tomó el pulso y la presión. Le puso un termómetro en la boca. Le revisó los tobillos. Pidió que le hirvieran su jeringa y cuando estuvo lista la inyectó. Le pidió a Rosa que entrara.

—Es una bronquitis aguda. Qué bueno que la vi, porque si no se atiende se puede convertir en neumonía. ¿Usted sabe inyectar?

—No, doctor…

—Bueno, pues no se preocupe, yo vendré a inyectarla en tanto se recupera.

—Muchas gracias, doctor… ¿Cuánto le debemos?

—Nada. Y yo estaré pendiente de ella, pues está cerca de donde atiendo a otros pacientes.

Sin más, el médico se despidió y subió a su caballo, dejando a Rosa y a su acompañante a cargo de Mamá Munda mientras él se volvía por la vereda rumbo al pueblo.