XXXII
Cuando llegó a la finca, a las cuatro de la tarde, el señor Wigge se encontraba en la sala grande bebiendo café y fumando un puro. Era un hombre corpulento de cabello muy blanco, rostro rubicundo y penetrantes ojos celestes. Su rostro era adusto, de facciones finas pero duras.
—Pase —le dijo sin ponerse de pie ni tenderle la mano—, tome asiento…
Ricardo lo miró, vio un sillón frente a él y se sentó ante la mesa de centro.
—¿Para qué soy bueno, se puede saber?
—Don Ernesto, vengo a pedirle la mano de su hija Rosa —respondió sin mayores ambages.
—¿Está usted delirando o simplemente está loco?
—No, señor Wigge, vine a hablar con usted de hombre a hombre…
—No me venga con esas tarugadas. Usted sabe muy bien que mi hija ya está comprometida y con un partido muy superior a usted, dicho sea de paso.
—Discúlpeme, señor Wigge, pero resulta que su hija me quiere y ha aceptado casarse conmigo…
—No diga tonterías. Le permití que entrara a esta casa porque quería evitar todos los chismarajos esos que ya andaban circulando por el pueblo a causa de sus cabalgatas a la vista de todos. Ella está muy sola aquí y como pensé que necesitaba un poco de compañía dejé que la visitara en casa, porque se trata de una señorita decente, que no puede dar pie a habladurías. Pero eso no justifica que tenga usted el atrevimiento de tomar mi hospitalidad como derecho a pretender a mi hija. De haberlo sospechado, ni siquiera le hubiera permitido acercarse a esta casa…
—Señor Wigge, mis intenciones son serias: yo amo a su hija y ella me corresponde…
—¿De dónde saca usted tan descabellada idea?
—Pregúnteselo a ella.
—No tengo por qué preguntarle nada, ella hará lo que yo le diga y sanseacabó.
—Con todo respeto, yo pienso que Rosa debe hacer lo que siente.
—No sea usted igualado, le recuerdo que está usted en mi casa. Evíteme la pena de ser grosero.
—Por favor, pregúntele a Rosa qué es lo que quiere.
—Eso lo haré cuando me dé la gana, porque ni crea que le voy a dar el gusto de llamarla y ponerla en entredicho.
—No será ningún entredicho, se lo aseguro…
—Nada más eso me faltaba. A ver, solo por curiosidad y suponiendo sin conceder: en el remotísimo caso de que mi hija se casara con usted, ¿cómo la mantendría, a dónde la llevaría a vivir? ¿Quién es usted? Yo no sé ni qué pata puso ese huevo… —le dijo alzando las cejas y mirándolo con desdén.
—Señor Wigge, yo le suplico que no se exprese usted de esa forma porque merezco el mismo respeto que yo le demuestro.
—Dígame qué hace, dónde vive, quién es.
—Terminé la carrera de medicina en la Ciudad de México y vine a este lugar a hacer mi servicio social. Aún no me he recibido, pero pienso titularme lo antes posible. Me dedico a curar enfermos y así me mantengo más o menos decorosamente. Ya compré un terreno en Chila y estoy construyendo una casita. No soy rico, pero no me asusta el trabajo y espero ofrecerle a su hija un nivel de vida que, aunque sencillo, no le falte nada. Por supuesto que lo que tengo no es ni medianamente comparable a lo que ella tiene con usted aquí, pero apenas estoy empezando, y aunque vivo modestamente no me considero pobre.
—Muy bien. Se ha acabado su tiempo. Deme unos días y yo lo mandaré llamar cuando lo considere pertinente… Buenas tardes —añadió sin levantarse de su asiento.
—Buenas tardes —contesta Ricardo sin mirarlo.