Prólogo
Normalmente no escuchamos confesiones, pero el sábado pasado escuché varias con una cita especial. Esta noche un hombre vino a mi rectoría a preguntarme si recordaba la suya. Le dije que no.
—Entonces, probablemente, también ha olvidado qué me dijo después de oír mi confesión.
Negué con la cabeza.
—Lo recuerdo perfectamente. Le dije que yo mismo era un asesino.
Pareció asombrarse un poco y lo invité a sentarse.
—El ama de llaves se ha ido a casa —añadí—, pero le puedo hacer un té o un café instantáneo.
Señalé mi vaso.
—Es agua con hielo, algo de lo que nunca me cansaré. Tenemos mucha, también.
—Le conté qué hice —dijo él.
Asentí.
—Sé que debió de hacerlo. Le aconsejo que no lo repita.
—No lo haré. Ni siquiera quiero hacerlo. ¡Me hizo tanto bien! Estaré en deuda con usted mientras viva.
Por supuesto, le dije que era muy amable y le pregunté, educadamente, qué quería.
—Quiero saber qué hizo usted.
Suspiró, y a continuación sonrió de oreja a oreja.
—No tiene por qué contármelo. Lo sé. No me debe nada. Pero…
—La confesión es buena para el alma.
—Así es, padre. Así es. Además, tengo muchísimas ganas de saberlo. No se lo diré a nadie y de todas formas nadie me creería si lo hiciera. ¿Lo hará? ¿Como un favor?
—Por mi bien —dije.
—Y por el mío también. Creo que esto me podría ayudar.
—Y además usted me lo contó, aunque lo haya olvidado. No le voy a preguntar si va a olvidar esto. Sé la respuesta.
Lo más inteligente era esperar, y eso fue lo que hizo.
—Estaba en un barco. Un hombre me había insultado, y no dejaba de amenazarme con hacerme muchísimo daño.
Mi visitante asintió.
—Nos habíamos peleado con otra gente, él y yo estábamos en el mismo bando. Había muchísimos hombres en los dos bandos. Cincuenta o así. Y una mujer en el nuestro, casi me olvido de ella. Este hombre tenía un martillo que colgaba de su cinto de tal forma que podía sacarlo con la mano derecha. Lo había estado usando como arma.
—Lo siento muchísimo, padre. No debería haber preguntado.
—No pasa nada.
Ahora el que suspiró fui yo.
—Esto es sólo un ejemplo. Hay muchos más, me temo, que dependen exclusivamente de cómo Dios juzgue estas cosas.
Di un sorbo a mi agua mientras me calmaba.
—El hombre del que le hablo, el hombre que me insultó, vino a darme la mano cuando terminó la pelea. Yo había estado usando como arma una barra de roble con la punta de hierro. Era así de grande.
Se lo mostré de la misma forma que un pescador muestra la longitud de un pez, y mi visitante asintió.
—Tenía un metro de largo. Puede que metro y medio. Más o menos. Habría sido pesada incluso sin la punta de hierro, pero el hierro llevaba el peso hacia la punta. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Él quería estrecharle la mano —dijo mi visitante.
—Sí. Sí, lo hizo. Todo el mundo me daba la mano, y él también quiso hacerlo. Se la di de tal manera que no pudiera coger su martillo, y con la mano izquierda hice oscilar por encima de mi cabeza la barra en la que me había estado apoyando.
—Ya veo…
—Cuando yacía inconsciente en la cubierta, lo golpeé de nuevo, más fuerte, balanceando el espeque con las dos manos. Nunca he sabido a ciencia cierta por qué lo hice, pero lo hice. Un amigo mío lo cogió por los pies y yo por los hombros. Recuerdo que su cabeza estaba destrozada. Juntos lo tiramos al mar por la borda.
Mi visitante quiso hacerme muchas preguntas, pero apenas contesté a ninguna. Le dije una y otra vez que las respuestas eran demasiado complicadas de explicar, a no ser que nos quedáramos despiertos toda la noche. No le dije (aunque podía haberlo hecho) que no me habría creído. Finalmente, le prometí que lo escribiría todo y se lo enviaría por correo cuando ya no pudiera hacer más daño.
Ahora voy a dar un largo paseo y a pensar. Cuando vuelva a la rectoría, empezaré a escribir.