1

El monasterio

A veces tengo la impresión de que paso la mayor parte del tiempo intentando explicar cosas a gente que no quiere entenderlas. Esta puede que sea una de esas veces. Tenía las tardes libres después de cerrar el centro juvenil. Quizá debería haber escrito cuando no tenía tanto tiempo. Leo siempre que puedo sobre las vidas de hombres y mujeres buenos y decentes que buscaban a Dios y lo encontraron.

No soy así: o nunca he perdido a Dios, o nunca lo he buscado. Cuando lea esto, podrá decir cuál de las dos opciones es la correcta. Ya me he confesado muchas veces, pero creo que alguien tiene que contar mi historia. No es que quiera escribir mi autobiografía, simplemente soy el único que sabe lo que pasó.

Tenía diez años, creo, cuando mi padre y yo nos mudamos a Cuba. Los comunistas habían perdido poder y mi padre iba a abrir un casino en La Habana. Unos monjes habían reabierto un monasterio a las afueras de la ciudad e intentaban convertirlo en un internado. Después de unos años, mi padre me inscribió. Creo que debió de entregar al monasterio unos cincuenta mil, porque el tiempo que estuve allí no oí mencionar nada sobre pagos. Al menos, nada que yo recuerde.

Un año parece toda una vida a esa edad, así que pasaron tres o quizá cuatro vidas antes de pasar de ser un estudiante a ser un novicio en la orden. Pensará que recordaría algo así mejor de lo que lo hago. Todo lo que recuerdo es que el maestro de novicios nos llamó a todos un día y nos explicó que el abad ya no quería seguir con la escuela. Los padres que no querían que sus hijos entraran en la orden vinieron y se los llevaron a casa.

La mayoría de mis amigos se fueron después de eso. Mi padre no vino, así que me convertí en novicio.

Me he dado cuenta de que me he adelantado, me pasa siempre que intento hablar en público. Antes debería contarle que hasta ese momento había vuelto a casa en vacaciones. No en todas, sino en algunas, como en Navidad y durante ocho semanas en verano todos los veranos hasta entonces.

Después de eso, mi padre nunca volvió a por mí. Se lo dije a mi confesor, quien me explicó que ser novicio era diferente. Mi padre ya no podía venir más. Podría haberme escrito cartas, pero nunca lo hizo.

Todavía era como ir al colegio. Ayudaba al hermano Ignacio a arrear los cerdos y a escardar el jardín, y había novenas y misa y vísperas y todo eso. Pero siempre habíamos hecho esas cosas. Todavía teníamos clases y notas y todo lo demás. Ahora sé que las asignaturas que estudiábamos eran las que los monjes podían enseñar, pero sabían mucho y la educación era bastante buena. La mayoría de ellos eran de México y la mayoría de los chicos, de Cuba, así que hablábamos español en el monasterio. El español de los chicos era un poco diferente, pero no mucho. Al principio, la misa era en español, y más adelante, en latín.

En su mayoría, lo que aprendí fueron idiomas. Nos los enseñaban de dos en dos: español y latín durante un año, francés e inglés al año siguiente, y luego español y latín de nuevo durante otro año. Así fue. Ya sabía un poco de italiano por mi padre y sus amigos, inglés era lo que hablábamos en el colegio de Estados Unidos y había aprendido bastante español cuando vivíamos en La Habana antes de entrar en el monasterio. Así que no lo hice nada mal. No era el mejor en idiomas, pero ni por asomo era el peor de la clase.

Además de idiomas, nos enseñaban mucha teología, como es lógico, y liturgia, estudios bíblicos y demás. Supongo que creíamos que al final seríamos todos curas, y quizá los monjes también lo creyeran, o al menos algunos de ellos.

Dábamos biología cada año. Lo llamábamos biología, pero la mayor parte era sobre sexo. Si nos convertíamos en curas, además de en monjes, tendríamos que oír confesiones. Algunas de ellas serían confesiones de otros monjes, pero dos o tres de nuestros curas iban a La Habana casi todos los viernes y sábados a ayudar en varias parroquias, y una de las cosas que hacían era oír las confesiones de los civiles. No sólo hombres, sino también mujeres. Solía soñar despierto con una mujer hermosa que entraba en el confesionario y decía: «Sé que está mal desear a un cura, padre, pero no lo puedo evitar. Es el padre Chris. Cada vez que lo veo, quiero arrancarme la ropa». Una vez se lo conté a mi confesor, pero lo único que hizo fue reírse. No me gustó, y ahora me gusta todavía menos. Ruego a Dios que me parta en dos si alguna vez yo le hago eso a alguien.

Aprendíamos sobre todas las perversiones, o al menos aquellas que nuestro profesor conocía, que eran muchas. Algunas eran bastante divertidas, pero otras eran horribles. Hablaban mucho de la homosexualidad, lo mala que era y cómo debíamos amar al pecador y no al pecado. Esa fue una de las razones por las que dejé el monasterio, pero hablaré de eso pronto.

Las matemáticas eran mi asignatura favorita. Teníamos aritmética, álgebra, trigonometría y geometría, la plana y la espacial. La mayoría de los chicos se quejaban de las matemáticas, pero a mí me encantaban. Enseguida entendí lo que fray Luis estaba haciendo en los exámenes. Asignaba ciertos problemas del libro para hacer de tarea. Los problemas que no había mandado eran los que salían en los exámenes. Yo caí en la cuenta y hacía todos los problemas. Saqué varios sobresalientes en los exámenes y casi nunca sacaba menos de notable alto. Fray Luis solía presumir de mí cuando yo no estaba delante. Me lo dijeron dos o tres de los monjes. Nunca podré agradecerle a fray Luis que me enseñara matemáticas, especialmente geometría y trigonometría. Sé que está en el cielo.

Ésas eran nuestras principales asignaturas, pero fray Patrizio tenía un telescopio y nos solía mostrar todas las estrellas, y contarnos cosas sobre ellas y sobre como podías ver la Cruz del Sur una vez que pasabas el ecuador. Era de Argentina, y debía de echar de menos las estrellas con las que creció. Así que en realidad no estudiamos astronomía (nadie pensaba que tendríamos que saber algo sobre ella), pero las estrellas me parecieron hermosas e interesantes, y aprendí mucho con él.

También teníamos música. Me gustaba muchísimo, pero no entendía lo que estudiábamos en la asignatura y siempre quería tocar más rápido de lo que debía.

Después de un tiempo, casi todos los chicos mayores se habían ido, habían llegado unos cuantos nuevos y nadie llevaba ya relojes de pulsera (Me di cuenta de ello). La misa era en latín en vez de en español y todo el mundo parecía más calmado. Fray Patrizio había muerto, o se había ido, o algo así. Echaba de menos a los antiguos alumnos y a algunos de los antiguos profesores. Pero, básicamente, me gustaba más.

Un día, el maestro de novicios entró en clase de música y me llevó a la abadía. Había oído sus homilías dos o tres veces, pero no estoy seguro de si había hablado con él hasta entonces. En los días de fiestas nosotros nos poníamos en una punta de la mesa y el abad en la otra, así que nunca hablábamos. Hubo al menos dos abades mientras estuve allí. Quizá tres. Recordé que mi padre me decía que los abades te desmoralizaban, y yo estaba seguro de que éste no me iba a gustar y de que iba a cambiar mi destino.

Y de alguna manera así fue. Me cayó bien, y una vez que terminamos de hablar ya me caía aun mejor. Para entonces ya sabía que le había hecho daño, y me sentí mal.

Era mucho más bajo que yo y bastante mayor. Recuerdo las líneas de su cara y la timidez de sus ojos. Ahora creo que debía de haber sabido desde el principio que tenía la intención de mentirle (A veces me pregunto qué pensó de mí, ese niño gringo flacucho que estaba sentado ahí dispuesto a mentirle. Otras veces me alegro de no saberlo).

Me dijo que ya era el momento de que mi noviciado se terminara, que tenía que decidir si iba a tomar los votos en Pascua. Me habló un poco de su vida fuera del monasterio. Su padre había sido zapatero y le había enseñado el oficio. Luego habló largo y tendido sobre su vida de monje, sobre cómo solía arreglar sandalias para otros monjes y todo lo que el monasterio significaba para él. Habló de Dios y de consagrar la vida a Él. También me hizo muchas preguntas. Qué significaba el monasterio para mí y cómo había sido mi vida fuera.

Cuando me preguntó qué había decidido, yo ya lo había pensado bien; aunque quizá no fue pensar realmente, sino lo que los niños llaman pensar. Le dije que todavía no estaba preparado para tomar los votos, que quería ir a casa y ver a mi padre y tener la oportunidad de aclarar las cosas con él y conmigo mismo.

El abad suspiró, pero no creo que le sorprendiera. Dijo:

—Te entiendo. ¿Me prometes una cosa, Crisóforo? —Hablamos en español, pero no recuerdo exactamente las palabras que usamos.

Yo le dije que dependería de la promesa.

—Es una nimiedad, Christopher, pero hará feliz a este anciano.

Le dije que lo intentaría. Para entonces ya estaba bastante seguro de que tenía que ver con el sexo. Probablemente, tendría que mantenerme alejado de las mujeres.

Se sentó allí estudiándome durante un minuto o dos. Su mirada amable pudo haber sido dura una vez, pero había dejado de serlo.

—Me gustaría que me hicieras una promesa mejor —dijo al fin—, pero ya que no tengo otra opción, me conformaré con esta. Quiero que me prometas que nunca nos olvidarás.

Y yo dije:

—Espere, no lo entiendo, probablemente volveré. —Y hablé un buen rato sobre eso, sin parar, repitiendo cosas que ya había dicho. Mintiendo.

Al final, me cortó. Dijo que era libre de irme. Si quería despedirme de los demás, podía pasar ahí la noche.

—No, reverendo abad, me quiero ir ahora mismo.

Y después de eso, llamó al hermano Ignacio.

El hermano Ignacio me llevó hasta la verja de entrada. No dijo ni una palabra. Ni una. Pero cuando me di la vuelta para despedirme, estaba llorando. Desde entonces, ha habido momentos en los que he creído entender cómo se sintió.

Me quité el hábito y me puse la ropa que solía llevar puesta cuando me iba a casa por vacaciones: mi camiseta y mis vaqueros. Ya me quedaban pequeños, pero era lo único que tenía. Empecé a caminar por la carretera vestido así y con mi pequeña bolsa de viaje en la mano. Debería haber sabido enseguida que algo iba mal, pero no fue así. Ni siquiera cuando el granjero se acercó y me llevó en su carreta.

Era una vieja carreta tirada por un viejo caballo. Pensé que pasarían coches y camiones zumbando a nuestro lado, pero nada de eso. Pasado un tiempo me di cuenta de que la carretera tendría que ser de asfalto. No una carretera buena, con baches y todo eso, sino de asfalto.

Era sólo de tierra. Durante un rato me asomé por la carreta para ver si había huellas de neumático, pero las únicas huellas que había eran de caballos y de carretas con ruedas como la nuestra: de madera con llantas de hierro.

Entonces hablé con el granjero. Se suponía que intentaba averiguar qué había ocurrido, pero hablé más yo de lo que escuché de él. Le conté muchas cosas sobre el monasterio e intenté que sonara tan real como fuese posible. Porque sentí, no sé por qué, que ya no estaría allí si volviera. Cuando atravesé la verja, me despedí del hermano Ignacio y caminé por la carretera, algo había terminado. Entonces no sabía lo que era, pero sabía que se había terminado y que no podría volver en mucho tiempo, o quizá nunca. Más tarde en el Santa Charita, recé a Dios para que cambiara de opinión y me llevara de vuelta allí. Pero tan pronto como terminé de rezar, supe que no lo haría.

De todos modos, el granjero no hablaba demasiado, y cuando lo hacía, lo que me decía no me servía de mucho. «¿Camión? Ah sí. Una carreta grande con cuatro caballos. Se dirige a Matanzas y pagas por montarte». «¿La Habana?». «Sí, una ciudad grande. Muy grande. Mucha gente».

Pero cuando llegamos allí no lo era. Era un pueblo, y tampoco muy grande. Había un gran fuerte de piedra, todavía sin construir en algunas partes, y algunas iglesias también de piedra. Casi todo lo demás era de madera y bastante basto. Algunas calles estaban pavimentadas con rocas, pero la mayoría de ellas eran de tierra. Había mucha basura y excrementos de caballo. Cuando llegamos al mercado, ayudé al granjero a montar su puesto y nos despedimos.

Había puestos de refrigerios en el mercado y la comida olía de maravilla. Me dispuse a buscar nuestra casa con la esperanza de que mi padre estuviera allí, pensando en formas de entrar si no lo encontraba allí. Debía estar al este de la ciudad, pero cuando llegué allí, no la encontré. No había ni una casa, sólo campos de maíz y de caña de azúcar. Estaba seguro de que me había equivocado, así que fui hacia el norte hasta la playa, luego hacia el sur, y así sucesivamente. Ya se lo puede imaginar.

Y seguía sin estar. Entonces decidí que, o había dos Habanas, o quizá la ciudad había cambiado de nombre y este pueblo lo había hecho suyo.

Para entonces ya estaba muerto de hambre. Volví al mercado y me paré en cada puesto para decirle al hombre o a la mujer que lo llevase que de buena gana haría algún trabajo si me daban algo de comer. Me dijeron que no en todos los puestos.

Al final tuve que robar una pequeña barra de pan cubano todavía caliente del horno. La cogí y corrí lo más rápido que pude, que era muy rápido incluso en esa época. Cuando llegué a un callejón con un buen escondite, me la comí. En mi vida había comido nada tan bueno como aquella pequeña barra de pan cubano. El pan cubano es como el italiano, pero más dulce, y para mí fue como si estuviera en el infierno y una barra de pan fresco hubiera caído del cielo y yo la hubiese cogido. En ese momento, debería haber pensado seriamente en la eucaristía, pero no lo hice.

En lo que sí pensé fue en el pecado. Sabía que estaba mal robar y que había robado el pan, pero había aprendido suficiente teología moral como para saber que el que una persona hambrienta robe comida se considera pecado venial. Ya había cometido unos cuantos pecados veniales, como mentirle al abad, y de todas formas no creía que Dios fuese a mandarme al infierno por unos cuantos pecados de ese tipo. Esa noche dormí en mi escondite del callejón y no me gustó.

Al día siguiente las cosas no cambiaron mucho, excepto porque robé un pollo. Había una mujer en el mercado que asaba por encargo en un espetón unos pollos flacuchos que habrían hecho que mi profesor de inglés hiciera chistes sobre frailes. Sin que se enterara, la observé detenidamente mientras asaba uno. Una vez listo, la clienta que esperaba extendía un trapo sobre la mesa y la mujer ponía el pollo caliente encima. Contaba con poco tiempo, unos segundos, en los que nadie lo sujetaba. Entonces, la clienta lo envolvía con el trapo, lo ponía en la cesta y pagaba.

Así que esperé a la siguiente clienta para quitarle el pollo de la cesta mientras pagaba. Pero cuando vi que la cesta tenía tapa, supe que mi idea no iba a funcionar. Ella metería el pollo dentro de la cesta, cerraría la tapa y empezaría a gritar cuando le abriera la cesta. Lo que tendría que hacer en vez de eso sería coger el pollo tan pronto como lo pusiera encima del trapo.

Lo intenté, pero lo único que conseguí fue que la señora del puesto me diera porrazo con una vara que ni siquiera vi que tenía. Me dolió a rabiar, y como tenía miedo de que me cogieran, me fui corriendo de allí.

Me enfadé mucho, con ella por haberme pegado y conmigo mismo por no haber cogido el pollo. Supe que se iba a poner más difícil cuando lo volviera a intentar, así que esperé hasta que casi se puso el sol y algunos de los puestos estaban cerrando. Eso hizo más fácil que pudiera observarla desde la distancia, ya que no había tanta gente. Por un momento, tuve miedo de que ya no hubiera más pollos.

Finalmente llegó alguien, un hombre. Creo que tenía la intención de comérselo allí mismo, porque no llevaba cesta ni nada donde meterlo. La señora sacó un pollo de la caja de madera y se lo enseñó al señor. Él asintió, y la mujer le retorció el pescuezo y lo desplumó y limpió más rápido de lo que pueda imaginar.

Mientras se hacía, me fui acercando más, y se lo quité de las manos en cuanto lo sacó del espetón. Me dio otra vez con la vara y me dolió bastante, pero esta vez lo agarré con la mano que tenía libre antes de que volviera a darme, y se lo quité.

Ella pensó que le iba a pegar con él, pero no lo hice. Simplemente lo tiré y me fui corriendo con el pollo.

Quizá sabía tan bien como el pan. No lo sé. Lo único que recuerdo es el miedo que tenía a que me cogieran antes de terminarlo. Qué asustada estaba también ella, aquella mujer gorda y bajita que se protegía con los brazos, temerosa de que fuera a golpearla en la cabeza con su propia vara. Cuando he pensado ahora en ella, es así como la he recordado.

Una vez lo hube comido todo y hube chupado los huesos, lo que no me llevó demasiado, encontré un sitio donde dormir que no estaba tan cerca del mercado y del muelle. Y mientras estaba allí tumbado, pensando en el pollo y en los golpes con la vara, me di cuenta de que si el hombre me hubiera cogido por detrás, habría sido el fin. Lo que pensé entonces fue que habría ido a la cárcel. Ahora creo que lo que habrían hecho habría sido atarme a un poste y darme una paliza de aúpa para luego echarme de allí a patadas. Así era como solían castigar a la gente entonces.

Después de eso empecé a pensar en el monasterio. Quizá por primera vez pensé de verdad en él. Lo tranquilo que era, y cómo casi todo el mundo allí se preocupaba por los demás. Echaba de menos mi celda, la capilla y el refectorio. También echaba de menos a algunos de mis profesores y al hermano Ignacio. Es curioso, pero lo que más echaba de menos era el trabajo que hacíamos él y yo fuera: a veces ayudaba a ordeñar las vacas, a arrear los cerdos y a quitar las malas hierbas. Cogía los huevos, los ponía en una cesta, como aquellas de las que esperaba robar, y se los llevaba al hermano Cocinero (Su nombre era José, pero todos le llamaban hermano Cocinero).

Entonces me puse a pensar de nuevo en las reglas y en qué significado habían tenido. No podías entrar en la celda de los demás, nunca, aunque las celdas no tenían puerta. Te decían cuándo darte un baño, tres novicios cada vez, y había un monje vigilando todo el tiempo, normalmente el hermano Fulgencio, que era mayor incluso que el abad.

Aquéllas eran unas reglas en las que no había pensado en absoluto cuando era pequeño. Las había acatado sin problemas, de la misma forma que lo había hecho en el colegio de los EE. UU. Pero cuando me hice mayor y supe qué era ser gay, lo entendí. Creían que lo éramos, y no les importaba siempre y cuando no hiciéramos nada con ninguno de los chicos. Una vez que me di cuenta de lo que pasaba, empezó a fastidiarme muchísimo. No quería pasar el resto de mi vida pensando en chicas sabiendo que la gente de mi alrededor estaban pensando en chicos y en que yo también lo hacía.

Fue esto último lo que de verdad me molestó. Si no hubiera sido por eso, si hubiera habido una forma de demostrar que no era un leccacazzi, creo que me habría quedado.

Eso me hizo pensar en cómo era la vida fuera. Me daba la impresión de que Nuestra Señora de Belén había sido algo bueno, una buena idea que santo Domingo tuvo hace mil años: un lugar donde la gente que no quisiera enamorarse o casarse nunca, o que sintiese que no podía hacerlo, pudiera vivir una buena vida.

Pero también tuve la impresión de que el mundo fuera del monasterio debería ser casi lo mismo, aunque en él te enamorabas y tenías hijos: un lugar donde la gente se gustaba y se ayudaba, y donde todos podían hacer algo en lo que eran buenos.

Eso nunca cambió para mí. Cuando lea el resto de la historia no me va a creer, pero lo que cuento es verdad. Tenemos que hacerlo así, y la única forma de hacerlo es que cada uno decida hacerlo y cambie. Yo lo decidí esa noche, y si me he equivocado con bastante frecuencia, Dios sabe que siento profundamente cada error que he cometido.

A veces, también hay que decirlo, he tenido que equivocarme. Eso también hay que decirlo.