12
Nuestra primera captura
Las tardes de domingo son siempre lentas en el centro juvenil, probablemente porque los niños que no han tocado los deberes en todo el fin de semana intentan ponerse al día. Eso fue ayer, y fray Phil se ofreció a sustituirme, lo que me dio la oportunidad de fisgonear por la biblioteca durante unas horas. Escribir sobre Novia y Azuka de la forma en la que lo hice el sábado me hizo pensar en mujeres piratas, marineros, etcétera. Pensé que quizá fuésemos los únicos en hacer eso, y quería comprobarlo.
Parece ser que hubo unos cuantos. Mary Read y Anne Bonney son las más famosas, pero hubo otras. Su capitán dijo de Mary Anne Arnold que era la mejor marinera de su barco. Grace O’Malley y una misteriosa dama china conocida como la señora Cheng fueron capitanas piratas. Algunas tripulaciones piratas tenían una regla especial: no se permiten chicas, como si fueran una pandilla de niños que juegan en una casa colgada de un árbol. Cuando leo sobre ello, me dan ganas de decir «¡Venga, madurad!».
Yo tenía dos, como Calicó Jack Rackam. En aquella época pensaba que sabía cómo había llegado Novia al barco, pero tenía tanta curiosidad como cualquiera por Azuka. Cuando pregunté si Lesage la había vendido, ella me contestó que sí y rompió a llorar. Dejé que pasaran unos días antes de intentar averiguar qué había pasado, y empezó a llorar de nuevo. Así que puede decir, si quiere, que nunca lo averigüé.
Por otro lado, sí que lo averigüé. Quería saber si Lesage la había vendido porque se cansó de ella o porque necesitaba el dinero. Pero tuvieron que ser las dos cosas. Un hombre que ama una mujer nunca la vendería, por mucho que necesitara el dinero. Y un hombre que fuera dueño de una mujer y se cansara de ella, tarde o temprano siempre se daría cuenta de que necesitaba el dinero. La mayoría de las veces, temprano.
Desde que me ordenaron, he pasado bastante tiempo aconsejando a la gente. Diría, así de pronto, que cerca de un cuarenta por ciento han sido hombres y chicos y un sesenta por ciento mujeres y chicas. Aunque no sea una cifra exacta, ha habido muchos. Un hombre no puede vender a su esposa y una mujer no puede vender a su marido. Pero he hablado con muchos maridos y con muchas esposas que sí lo harían si pudieran, y por muy poco dinero. Las chicas adolescentes también comprarían a ciertos chicos si pudieran. Y los chicos adolescentes se dejarían, con frecuencia por un clip o por un chicle. No lo dicen, pero cuando he hablado con ellos una o dos veces, lo sé.
Los libros de piratas que encontré en la biblioteca no eran tan malos como pensaba. No te cuentan cómo fue en verdad, pero no los podemos culpar, ya que la gente que los escribió no lo sabía. Usted sabe cómo fue por mí, y por eso lo escribo (Tiene que saberlo para entender por qué maté a Michet).
Lo que he visto por televisión no eran tan bueno ni por asomo. Una cosa de la que me he dado cuenta es que los barcos piratas parecen grandes barcos de la Armada, y luchan como tales. Nunca vi un barco pirata tan grande como un galeón español, y nunca abrimos fuego contra un barco español a menos que tuviéramos que hacerlo. Una vez que sacábamos los cañones, los barcos enseguida quedaban hechos pedazos y moría mucha gente. No queríamos que el barco que íbamos a tomar estuviera destrozado. Queríamos llevarlo a algún sitio y venderlo. Que hubieran destrozado el nuestro habría sido diez veces peor, especialmente el Magdelena, que era tremendamente rápido desde que limpiamos el fondo, y del tamaño adecuado.
Tampoco queríamos que muriera gente, ni nosotros ni ellos. Siempre cabía la posibilidad de que en el barco español hubiera gente que pudiéramos necesitar: un carpintero, un cirujano o lo que fuera. Si habían escondido su dinero, podíamos asustarlos para que nos dijeran dónde estaba, pero sólo si estaban todavía vivos.
Por ejemplo el Rosa, el primer barco que capturamos. Tenía diez cañones pequeños, posiblemente de cuatro libras. Llevábamos la bandera española, y saludamos en español. Cuando estábamos más cerca, sacamos nuestros cañones e izamos la bandera negra. Les dijimos que se rindieran o haríamos volar el barco por los aires.
Cosa que habríamos hecho tan pronto como hubieran sacado los cañones.
Se rindieron, aferramos los barcos con los arpeos y las cuerdas y lo abordamos. Tenía más de cincuenta hombres, y cada hombre llevaba un mosquete y un alfanje. Eso era lo mínimo. La mayoría también llevaba los grandes cuchillos de carnicero que habían llevado en La Española, y algunos tenían pistolas. Yo tenía dos pistolas, mi daga y una espada larga española. Pero todo eso era para impresionar, sabía que no tendría que usarlas. Ellos tenían veinte hombres, incluido el capitán. ¿Qué posibilidades habrían tenido si hubieran luchado con nosotros?
Los reuní y les dije la verdad: que éramos bucaneros y que su rey nos había tratado como a escoria. Ya no podíamos llevar una vida honesta, por eso estábamos haciendo eso. Ya que se habían rendido sin luchar, les dejaría que se llevaran los botes. Incluso les dejaría que llevaran comida y agua, si me decían dónde estaba el dinero.
Me dijeron que no había, y que eran muchos para ir en los botes.
Les dije:
—En ese caso, los botes se hundirán. No me importa porque no voy a ir en ellos. El resto de vosotros podéis uniros a nosotros y así quitarles peso. ¿Alguien busca trabajo?
Por un minuto pareció que nadie quería. Entonces, alguien al fondo dijo.
—¡Capitán! ¡Capitán!
Pensé que estaba hablando conmigo, pero se refería al capitán español. Era un hombre negro, de estatura media, cuya vida parecía que había sido bastante dura últimamente.
—Yo quedar en el barco, capitán. Uno no en el bote.
El capitán español dijo que no.
Le pregunté al hombre negro si era el esclavo del capitán, y cuando me dijo que sí, le expliqué que era libre. Habíamos capturado el barco del capitán, así que todo lo que él tenía nos pertenecía a nosotros. Eso hacía de él nuestro esclavo y lo liberábamos. Si quería unirse a nosotros, podía.
El capitán español me miró como si quisiera matarme, pero tuvo el suficiente sentido común como para no decir nada.
—¿Broma?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres ser un pirata? ¡Bien!
Le di una palmada en el hombro.
—Bienvenido a nuestra tripulación.
Me descolgué una de las pistolas y se la di.
—Ya eres un pirata.
La cogió y se giró. La debió de haber amartillado mientras se giraba, porque ocurrió muy rápido, se giró y ¡pum, pum! Disparó al capitán español, así que ya eran dos menos en el bote.
Cuando se fue el resto de los españoles, celebramos una reunión y decidimos llevar el botín a Port Royal, venderlo y dividir el dinero. Hice a Jarden capitán del botín y dejé al hombre negro en el Rosa, porque sabía ya cómo navegaba. Se llamaba Mzwilili, pero normalmente pensaba en él como Willy, y a veces lo llamaba así. Muchos tipos parecen más duros de lo que son en realidad. Willy era más duro de lo que parecía, algo que no se ve mucho.
—Lo mandaste lejos porque tenías miedo de que me tomara —dijo Azuka mientras hacía pucheros.
Tenía que ayudar con un nuevo vestido.
Negué con la cabeza.
—Eso es entre tú y él.
—También el mar. Mucho mar entre nosotros por tu culpa.
—Vale. Te enviaré para allá en el esquife.
Cuando dije eso, Novia se rió y clavó la aguja en la tela.
—No te tendré allí para que me protejas, Chris.
—Willy te protegerá.
—Él es nuevo —dijo Azuka riéndose tontamente—. Todo estará en nuestra contra.
Me senté y le sonreí abiertamente.
—Veo que estás muy preocupada.
—No estoy preocupada porque sé que no me enviarás allí. Podré hacerte feliz todos los días. Estrellita no lo hará.
—Hay cuchillos suficientes en la barco para los dos —dijo Novia sin levantar la vista de la costura.
—Claro —dije yo—. Yo ya tengo uno.
Novia dejó lo que estaba cosiendo en su regazo.
—¡Para vuestras espaldas, imbéciles!
—Se acabó —le dije a Azuka—. Te mandaré allí mañana por la mañana. Y ahora fuera.
Por la mañana, el Rosa no estaba. Lo hablé con Rombeau y Dubec. Los dos dijeron que probablemente iría delante de nosotros. Rombeau dijo que Jarden era impetuoso y que probablemente esa noche había navegado más rápido que él y Dubec. Dubec dijo que Jarden posiblemente iba a intentar llegar antes que nosotros a Port Royal, vender el Rosa y dividir el dinero. Los dos me dijeron que deberíamos desplegar más velas y alcanzarlo.
Lo medité y ordené que enrollaran todas las velas. Tenía dos buenas razones, y me he dado cuenta de que en general si puedes pensar en dos buenas razones para hacer algo, debes hacerlo.
La primera era que quería hacer uno de mis foques como el que teníamos en el Windward para el Magdelena, aunque más grande. Había funcionado bien y nos había dado más velocidad, y no veía por qué no iba a funcionar también en el Magdelena. Ya que nuestra tripulación no era muy habilidosa, no quería tener mucha lona extendida en cubierta ni la mitad de la guardia trabajando en eso mientras las velas estaban desplegadas, pero esto me daría la oportunidad de que hicieran una y la ataran.
La segunda razón era que yo sabía que, incluso sin un foque, el Magdelena le daba mil vueltas al Rosa en cuanto a la velocidad. El Magdelena había sido construido para ir rápido y su fondo ya estaba limpio. El Rosa había sido construido para transportar carga y navegar con poca tripulación. Si el Rosa se había quedado atrás, nos alcanzaría en tres o cuatro horas máximo. Si se había adelantado, bueno, todavía teníamos un par de días para llegar a Port Royal. Quizá más. Podíamos esperar hasta mediodía y todavía llegar allí antes que el Rosa.
El mar no estaba totalmente en calma, que yo recuerde, pero tenías que buscar las olas para verlas. Le expliqué a Rombeau mi diseño del foque y le dije lo bien que había funcionado, y él puso a los de su guardia a hacer uno. Dubec indicó que también había un estay en el palo mayor. Si el foque funcionaba en el estay del trinquete, podían poner una vela en el estay del palo mayor también. Le dije que era una idea muy buena (porque lo era) y le prometí que lo intentaríamos.
Efectivamente, ahí estaba el Rosa a media mañana. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Jarden nos saludó y dijo que había alguien a bordo con quien quizá quisiera hablar. Me preguntó si quería que lo mandara.
Le dije:
—No, iré yo y será mejor que enrolléis las velas para que no vayáis delante de nosotros.
Esa vez tenía cuatro razones para actuar de esa forma. Si ha leído hasta aquí, ya habrá adivinado la primera. Quería llevar allí a Azuka antes de que ella y Novia fueran más lejos.
La segunda era que quería hablar con Jarden sobre seguir el ritmo, izar los candiles y demás. La tercera era que quería darle tiempo a los de la guardia para que terminaran el foque.
La cuarta era probablemente la más importante de todas: quería averiguar qué estaba pasando. Habíamos dejado que la tripulación del Rosa se llevara todos los botes cuando nos hicimos con su barco, así que ¿cómo tenía planeado Jarden mandarme a alguien?
Cuando llegamos allí, había un bote dado la vuelta en la escotilla de proa. Jarden estaba con un tipo que nunca había visto antes en el alcázar. Era bajito y achaparrado, tenía la barba canosa y dura y la mirada de un hombre que ha hecho unas cuantas cosas en su vida.
—Se llama Antonio —me dijo Jarden—. Dice que no es español, sino portugués. Quiere unirse a nosotros.
Me encogí de hombros.
—Quizá nos sirva de algo. ¿Dónde lo encontraste?
—Estaba en el bote que estaba mirando, capitán. Había otros cinco con él, todos españoles. Se quedaron sin agua. Los subí a bordo para darles un poco.
Le pregunté a Antonio si entendía francés y cuando dijo «Un peu», le dije que hablara un poco en portugués.
Lo hizo y me dijo de donde era él, su familia y demás cosas. No sé portugués, pero era lo suficientemente parecido al español como para suponer la mayor parte de lo que decía. Y pude ver, de hecho, que no se estaba inventando nada, sino que era un idioma que de verdad sabía bien.
Así que dije:
—Sí que es portugués. Ahora vamos a oír tu español.
Su español no era tan bueno. Era mejor que su francés, pero se notaba que no había crecido hablando así. Después de eso, le pregunté a Jarden dónde estaba el resto de los españoles, y me dijo que los había matado a todos y que los había tirado por la borda.
Me sentí mal por ello y todavía lo siento ahora. Ya tenía un problema, y se sumaba otro. El nuevo problema era que quería darle una buena reprimenda de una forma suave y con buenos modos (ya sabe, tres Padres Nuestros y cinco Aves Marías). No podía hacerlo en su propio alcázar con Azuka y ocho o diez hombres, que podían oírlo todo.
El otro, que era bastante reciente, era que quería hablar más con Antonio y estaba bastante claro que tendría que hablar en español con él si quería enterarme de más cosas. No pasaría nada si Jarden me oyera hablar en español, pero no quería que su tripulación lo hiciera. Si empezaban a pensar que era español, se lo podrían contar a mi tripulación. Cuando lo hicieran, sería hombre muerto.
Así que le dije a Jarden que quería hablar con él y con Antonio en el camarote del capitán. Resultó ser una de las peores ideas que he tenido nunca, pero fue lo que hice. Si tuviera que hacerlo otra vez, bueno, podría utilizar un montón de papel para escribirlo, pero ¿para qué?
Nos fuimos al camarote del capitán y nos sentamos, Jarden y yo en unas sillas y Antonio en la litera. Azuka también quería entrar, pero le dije que se fuera.
Empecé a hablar y le pregunté a Antonio en francés, pero este cambiaba al español cuando no entendía algo. No tiene sentido escribirlo todo. Esto es lo esencial:
—¿Tú y unos españoles estabais en un bote cuando Jarden os recogió?
—Sí, capitán.
—¿Qué paso? ¿Cómo acabasteis ahí?
—Nos atacaron unos piratas, capitán. Nos perdonaron la vida y nos metieron en ese bote, pero sólo nos dieron un barril de agua. Llevábamos en el mar cuatro días y tres noches cuando el capitán Jarden nos subió a bordo.
Me volví hacia donde estaba Jarden.
—¿Por qué los subiste a bordo si querías matarlos? Debiste haber sabido que eran españoles.
Suspiró.
—Necesito marineros, capitán. A los hombres que tengo hay que enseñarles todo. Esperaba que alguno se uniera a nosotros, como hizo este.
—¿El resto se negó?
Asintió.
—¿No te dijeron nada?
—Nada importante, no.
—¿Hablaba alguno francés? ¿Cómo los interrogaste?
—Por medio de Antonio. Les dije directamente que los mataría sino me daban información valiosa y se unían a nosotros. No creo que creyeran que lo fuera a hacer.
—Ojalá no lo hubieras hecho. Podría haberles sacado algo.
Me volví a Antonio.
—¿Lo creyeron? ¿Qué opinas?
Negó con la cabeza.
—¿Y tú?
Se toqueteó la barba, que parecía tan tiesa como un cepillo.
—No, capitán.
—Pero aun así te uniste a nosotros.
—Pensaba que los devolvería al bote, capitán. Yo ya llevaba demasiado tiempo sentado en él.
—Eras su jefe.
Era una suposición, por su edad.
—No, capitán. Lo era el capitán López.
—Quien nos podría haber contado mucho. ¡Merda di cane!
Respiré profundamente, me eché hacia atrás y entrelacé los dedos.
—Vamos a empezar desde el principio. ¿Qué hacías en un barco español?
—Trabajaba, capitán —dijo mientras extendía las manos—. No tenía barco, y este pagaba. No mucho, pero suficiente.
—¿En dónde subiste a bordo?
—En Lisboa, capitán. Es mi hogar. El San Mateo descargaba cacao allí. Fui buscando trabajo y llegamos a un acuerdo.
La forma en la que lo dijo me había dado una pista.
—¿Eras uno de los oficiales de cubierta?
—No, capitán. Era el capitán de navegación.
Nunca lo había oído, pero sonaba bien.
—¿Qué puedes hacer, capitán de navegación? ¿Cuáles son tus aptitudes?
—¿En un barco, capitán? Todo.
—¿Carpintero?
—Sí, capitán. Si no hay uno a bordo.
—¿Hacer velas?
—Si no tiene velero, capitán.
Jarden le preguntó:
—¿Y curar heridos?
Antonio negó con la cabeza.
—No mejor que usted, capitán.
—Entonces no puedes hacerlo todo.
Antonio se encogió de hombros.
—Lo he hecho, pero he visto a otros hacerlo mejor.
Le pregunté:
—¿Sabes navegar?
Sonrió.
—Sí, capitán. En eso soy un experto.
—¿Puedes enseñar a otros?
Se acarició de nuevo la barba.
—Hace mucho que no lo hago, pero sí. Si hay instrumentos, puedo.
Jarden me dijo:
—Tú ya sabes navegar.
—Lo sé —le dije—, pero ni Rombeau ni tú sabéis. Os puedo enseñar cuanto sé, pero Antonio quizá sepa más que yo. Lo que sí es seguro es que él tendrá más tiempo que yo.
—Tengo que estar en cubierta —dijo Jarden—. ¿Ya has terminado?
—Casi.
Me dirigí a la puerta.
—Vete si quieres.
De hecho, quería que se fuera. Sin él allí podía hablar en español. Lo hablaba mejor, y nos habría ahorrado mucho tiempo.
—Entonces esperaré hasta que termines.
—Muy bien. Antonio, ¿te ofreciste a unirte a los piratas que atacaron el San Mateo?
Negó con la cabeza.
—¿Por qué no? Estabas dispuesto a unirte al capitán Jarden.
—El capitán Burt sólo quería hombres jóvenes, capitán, y no quería hombres casados. Yo estoy casado y ya no soy joven.
Me había quedado en la tercera palabra.
—¡Espera! ¿El capitán Burt fue el que tomó vuestro barco?
—Sí, capitán. Fue él.
Jarden dijo:
—¿Lo conoces?
Asentí.
—Es un viejo amigo. Me gustaría asociarme con él, si…
Fue entonces cuando empezaron a gritar en cubierta.