16
La galera maldita
Necesitábamos hablar con el dueño y su mujer. La pregunta era con quién primero. Lo discutimos. Rombeau y yo dijimos que primero el dueño, y Novia, que primero la mujer. Novia perdió la votación y mandamos subir al dueño.
Tenía las manos encadenadas y también los pies, con una cadena entre ellos. Aun así hizo una reverencia. Estuvo bastante bien, y sin las cadenas posiblemente podría haber sido hermosa.
—Soy don José de Santiago, monsieur. Entiendo que es usted el capitán del tercer barco que se unió a nosotros.
Negué con la cabeza.
—Soy el capitán de este. Rombeau es mi primer oficial. ¿Ha hablado con él?
—Por desgracia, capitán, sólo brevemente. Estoy deseoso de servirle, pero no me da ninguna oportunidad.
—Es un hombre prudente —dije.
Rombeau se rió entre dientes.
—Tiene dinero escondido en su barco, don José. Quizás otras cosas. Tiene que enseñarnos dónde está. Si no lo hace…
Levanté los hombros y los dejé caer.
—Nos prometieron que nos perdonarían la vida, monsieur. ¿No es usted un hombre de honor?
—Lo soy —le dije—. Por favor, permítame explicarle la situación. En primer lugar, no fui yo, sino Rombeau, quien le dio su palabra. Sin duda la mantendrá. Yo no le di la mía, así que no estoy obligado.
—Monsieur…
—En segundo lugar, mis ojos tienen párpados.
Parpadeé para mostrarle qué quería decir.
—Siempre he tenido párpados, pero pensaría que alguien que no tenga podría preferir no estar muerto.
Hice una pausa para darle más espectacularidad.
—Estará en situación de resolver el asunto por nosotros, don José. Y tercero…
Saqué una pistola y le golpeé con el largo cañón de hierro. Lo hice con fuerza, pero no como para matarlo.
—¿Qué te hace pensar que tiene dinero escondido? —preguntó Novia.
—Sé que lo tiene —le dije—. Espero que no sea pariente tuyo.
—No lo había visto nunca, Crisóforo, y no pasaría nada si fuera mi hermano. Pero, ¿cómo lo sabes?
Me volví hacia Rombeau.
—¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Lo dijo? ¿Por qué dejó España?
—Por lo mismo que nosotros.
Rombeau sonrió con un poco de tristeza.
—Dice que ha venido a hacer fortuna. Conoce al gobernador.
—¿Es dueño de ese barco blanco y ha venido a hacer fortuna?
—Más fortuna. Es lo que dice él.
—¿Sonriendo y haciendo reverencias? No lo creo —dijo Novia.
—Os cuento lo que él ha dicho —aseguró Rombeau—. No he dicho que lo creyera.
—Una vez tenía que matar el tiempo en Veracruz —les conté—, y oí unas cuantas cosas. Hombres con dinero vienen a Nueva España con bastante frecuencia. La tierra es muy barata, y compran mucha. Construyen una casa grande y la gente que solía ser dueña de esa tierra la trabaja para ellos.
Le di una patada al español.
—Levántese, don José. No engaña a nadie. Póngase de pie.
Lo hizo, y le dije:
—Si nos da el dinero, no habrá razón para hacerle nada, ¿capeesh? Lo dejaremos en tierra en algún lugar, nos iremos y no le pasará nada.
—Ahora soy pobre, monsieur. Lo poco que tenía me lo quitó este hombre.
—Quiere que me pelee con Rombeau. Muy listo, pero no va a ocurrir.
Estaba anocheciendo, y pensé en hacer fuego en una sartén o algo para calentar los hierros. El hermano Ignacio había marcado los nuevos terneros en el monasterio y sabía lo que impresionaba el hierro incandescente después de las vísperas.
Novia dijo:
—¿Quién estaba en su barco cuando zarparon, monsieur De Santiago? Tenemos que saber los nombres.
Al oír su francés, él cambió al español inmediatamente y le hizo una reverencia. Para entonces le debía estar creciendo un buen chichón en la cabeza, y el modo en el que estaba encadenado hacía que no pudiera tocarlo. Aun así, hizo una reverencia. Eso hizo que me preguntara si yo tendría su coraje en el infierno. Quizá cuando entrase por primera vez, decidí.
—Usted me conoce, señora. Si me hiciera el honor de…
—No lo haré —le dijo Novia—. ¡Los nombres!
—Como desee. —Nos habló de su mujer, pero no recuerdo su nombre completo. La llamamos Pilar—. Mi capitán es Ojeda. Su nombre es Carlos. Nuestra tripulación —dijo con un leve sonido de cortesía— no tiene importancia. Pregúntele al capitán Ojeda. Estoy seguro de que se lo dirá.
Se lo traduje a Rombeau y le dije a De Santiago que hablara francés.
—También había dos pasajeros, un hombre y una mujer —dijo Rombeau—. Tenían un camarote elegante. He estado en él.
De Santiago suspiró.
—Muy bien. Me habéis descubierto. Sus familias… sería mejor que no lo supieran. Mucho mejor.
Novia se puso en pie para decirme algo al oído.
—Esto será una nueva mentira.
Asentí, intentando no hacerlo evidente.
—Mi amigo el señor Guzmán debía viajar con nosotros. Con él, su mujer…
Había sentido cómo Novia se ponía tensa y se relajaba, y no oí el resto.
—¿Estaban a bordo cuando zarpó? —dijo Rombeau.
Desgraciadamente, De Santiago asintió.
—Sí, monsieur.
—En ese caso, nos ha mentido.
Rombeau sonaba enfadado, y no creo que estuviera fingiendo.
—Lo hice, por el bien de sus familias. Verá, señor, mi amigo Jaime había perdido su fortuna. Cuando digo esto, usted pensará que la perdió en el juego, y tiene razón. Tenía acciones en barcos, quizás una docena. Las vendió y construyó su propio barco, uno magnífico. Consiguió un buen capitán, una tripulación numerosa, puso a su hermano a bordo para que comerciara por él y lo envió a Brunei para que comerciara en las islas del rey Felipe. Su maravilloso barco nunca regresó.
De Santiago suspiró.
—Eso lo destruyó, ese barco tan maravilloso. Era un hombre roto. Su casa, todo lo que tenía, la usó para pagar sus deudas. Lo convencí para que me acompañara. «En Nueva España», le dije, «puedes recuperar tu fortuna. Muchos hombres con menos talento han vuelto ricos». Él accedió.
—Sigue —dijo Novia—. Desperdicias nuestro tiempo con tus mentiras.
—Si fuera hombre —le dijo De Santiago— me tendría que enfrentar con usted espada con espada. Pero la realidad es, señora…
Sonrió.
—Una mujer tan encantadora puede hablar como quiera. Me honra que se limpie sus sucios zapatos con mi honor. Este hombre de las pistolas, ¿es su marido?
—Sí —dijo Novia (Teníamos planeado casarnos, así que no era tanta mentira).
De Santiago se giró hacia mí e hizo una reverencia.
—¿Defenderá usted el honor de su esposa, señor?
—Por supuesto —dije.
—En un momento que sea más oportuno, le esperaré.
Negué con la cabeza.
—Ahora. Aquí. ¡Eh, Chin! Vuelve a traer a Ojeda.
Les llevó un tiempo quitarle las cadenas a De Santiago. Mientras lo hacían, pedí prestado un alfanje para él y le expliqué a Ojeda que su jefe y yo habíamos acordado pelear y que él sería el testigo.
—Usted no miente —le dijo Novia a De Santiago. —Pude ver lo que le costó—. Yo soy la que miente. Digo muchas, muchas mentiras. ¡Perdóneme! ¡Se lo imploro!
La sonrisa de él podría haber animado a salir a una muerta de su tumba.
—Usted ama a su marido, señora.
—Lo adoro —dijo ella, y me señaló.
Eso me hace sentir bien incluso ahora, cuando lo recuerdo.
—Por eso debe desear que su honor sea inmaculado, como yo deseo que sea el mío. Ambos han sido mancillados por una lengua de mujer. No digo de quién. Limpiaremos los dos, el de él y el mío.
Para entonces ya era casi de noche y no me di cuenta de que Novia estaba llorando hasta que oí su sollozo.
—Estos hombres…
Le temblaba la voz.
—Estos piratas. Lo quieren. Todos ellos. Si lo mata, ellos lo matarán a usted.
—Mi padre deseaba morir con un espada en la mano —le contó De Santiago—. San Martín sin duda intercedió por él cuando lo pidió, pero Dios esperó el momento adecuado. Lo que le fue negado al padre, le será concedido al hijo esta noche. ¿Sus piratas creen que somos unos cobardes, señora? ¿Nosotros, los españoles? Verán que no.
Si alguna vez lee esto, ya habrá adivinado lo que quería hacer. Quería lanzar algo a De Santiago como había hecho con Yancy. Claro que lo quería hacer, pero esa noche había dos cosas que me lo impedían. La primera era que no tenía nada para lanzar. La segunda era que no sabía cómo se lo tomarían Rombeau y la tripulación. Todos estaban mirando. Rombeau y Dubec echaban hacia atrás a cualquiera que quisiera estar demasiado cerca, pero había hombres en el aparejo y muchos otros arremolinados en la popa. Me gustaría decir que recé una oración y que decidí arriesgarme, pero la verdad es que se me acabó el tiempo.
De Santiago sabía más de la lucha con espada que yo y, para ser sinceros, cualquiera que supiera algo de eso sabía más que yo. Pero yo sabía más de la lucha normal que él, y era más joven y probablemente más fuerte, y tenía más envergadura.
Hubo más, y puede que también lo escriba. Probablemente hacía años que no luchaba con espada, o incluso practicaba con una, y las espadas a las que estaba acostumbrado eran más largas y tenían la hoja recta. Además, era de noche, y ninguno de los dos podía ver bien la hoja del otro. Mi visión nocturna podía ser mejor que la de él. No lo sé.
Otra cosa que debería decir es que no duró, ni por asomo, tanto como las luchas en televisión. Nadie saltó a una mesa ni se balanceó desde una cuerda ni nada de eso. Me intentó clavar el alfanje como lo había hecho yo con Yancy. Me aparté y le corté el brazo. Recuerdo eso. Enseguida chocamos el uno con el otro de forma violenta. Él agarró la hoja de mi alfanje con la mano que tenía libre, sin esperar que estuviera tan afilado. Con todas mis fuerzas, le di un puñetazo en el vientre con la mano izquierda.
No creo que hundiera el puño más de quince o veinte centímetros, pero hizo que se doblara. Le golpeé la cabeza con la guarda de latón de mi alfanje. Aun así no se cayó, así que le golpeé las piernas.
Fue entonces cuando Rombeau me sorprendió. Le quitó el alfanje de la mano a De Santiago y cuando De Santiago intentó ponerse de pie tenía los dos alfanjes apuntándole a la cara.
—Será mejor que se rinda, don José —le dije en español intentando que sonara lo más cortés posible—. Odiaría matar a un hombre tan valiente como usted, así que ríndase y haré que alguien le vende la mano.
Al segundo, asintió.
—Me ha derrotado, señor capitán. ¿Qué tengo que hacer?
—Díganos dónde está la mujer —dijo Novia.
La secundé.
Fue difícil, pero se pudo levantar.
—En el mar. ¿Me escuchará ahora, señora?
Novia no contestó, y Rombeau estaba pidiendo a gritos que alguien parara la hemorragia, así que le dije a De Santiago que siguiera.
—Era nuestra costumbre desayunar juntos, el señor y la señora Guzmán y mi mujer y yo. Cuando hacía buen tiempo, sacábamos la pequeña mesa de nuestro camarote y la poníamos en la cubierta. Estoy seguro de que me entiende. Una mañana no encontrábamos al señor Guzmán. Lo buscamos por todo el barco. Él…
Novia murmuró:
—Ese barco se registra mucho.
De Santiago hizo otra reverencia.
—Así es, señora. Se registra, pero no encontramos nada. Ocurrió diez días, quizá, después de salir de Coruña. Se había tirado al mar. No había otra explicación.
De Santiago suspiró.
—Hace dos días que su esposa lo siguió. Le he ocultado esto a mi esposa. El suicidio del señor Guzmán fue una terrible conmoción para ella. Estaba desolada. Otro suicidio…
Dejó que su voz descendiera en intensidad.
—Le he dejado que pensara que la señora Guzmán está en su camarote ahora, que está indispuesta. Seguro que usted me entiende.
Lo que entendí fue que yo era el más tonto del mundo por haber hecho que Mentón trajera a Ojeda. Quise que viera que era una pelea justa. Ahora había oído la historia de su jefe y probablemente la respaldaría. Volvimos a ponerle las cadenas a De Santiago y le dije a Mentón que se los llevara a proa de nuevo.
Fue entonces, aproximadamente, cuando cambió la guardia, que yo recuerde. De todos modos, nos quedamos allí y lo hablamos: Rombeau, Novia y yo. Él pensaba que podía ser verdad. Novia dijo que era todo mentira y que nunca había habido ni un señor ni una señora Guzmán en el barco, que el camarote había pertenecido a otra mujer y que en ese momento estaba escondida en el Castillo Blanco.
—Quienquiera que sea —dijo Rombeau—, prefiere morir antes que entregarla.
Señalé que De Santiago no estaba muerto.
—Bueno, capitán, pensaba que iba a morir.
Novia negó con la cabeza.
—Creyó que mataría a Crisóforo. Después de lo que pasó, ¿quién sabe?
—Tú también lo entiendes.
—Claro que sí —le dijo Novia a Rombeau—. Lo que no entiendo es por qué protege a esa mujer. No es como Ojeda. ¿Por qué lo hace?
Entonces me di cuenta cuando dijo eso, pero intenté fingir que ya lo sabía de antes y creo que los engañé a los dos.
—Es su escondite. Él sabe dónde se esconde y ahí está escondido el dinero.
Me miraron como san Juan miró al ángel en Patmos, y me sentí de maravilla. Quería decir que yo también era un siervo de Dios. Habría sido la verdad, pero no lo dije.
Finalmente, Rombeau dijo:
—No soy clarividente. Es bueno que tengamos a uno entre nosotros.
Novia me tocó el brazo.
—¿Entiendes todo esto, mi corazón?
—Creo que sí.
—¿Él esconde el dinero en un lugar totalmente secreto, pero esta mujer conoce el lugar porque ella se esconde allí también?
—Es una pequeña habitación —le dije a Novia—. Probablemente lo suficientemente grande como para que dos personas se puedan tumbar.
Rombeau escupió.
—Todavía no lo veo, capitán.
—Yo sí —le dijo ella.
Novia se rió, y el simple hecho de oírla reír me hizo sentir de maravilla otra vez.
—Su marido está muerto. Él consuela a la viuda.
—Pero su mujer está a bordo —dijo Rombeau mientras se frotaba la barbilla—. Soy un burro.
—Me da la impresión de que no has estado casado. Crisóforo, ¿vamos al barco blanco a echar un vistazo?
—Es de noche —dije—. Será mucho más fácil encontrarla de día. También será más fácil ir de este barco al otro. Vamos a ver qué sabe la esposa.
Después de eso, hicimos que trajeran a Pilar. Estaba llorando, y siguió llorando incluso cuando le quitamos las cadenas. Le dije a Novia que la abrazara y eso, pero nos llevó un tiempo hacer que se tranquilizara.
—Su esposo está vivo todavía —le dijo Novia—. Lo juro. Usted también. Si nos lo cuenta todo, llegará el día en el que regrese a casa y les cuente a sus amigos que fue capturada por los piratas.
Pilar asintió e intentó sonreír. Ya era noche cerrada, pero alguien había encendido las lámparas de popa y podía verla bastante bien. Ya no era joven, y había vivido mucho. Aun teniendo esto en cuenta, pude ver que nunca había sido una belleza. Si De Santiago se había casado con ella por su dinero, yo esperaba que le hubiera compensado.
—Había una mujer además de usted en el barco de su marido. ¿Cómo se llamaba?
Pilar asintió.
—Señora Guzmán.
—Una mujer más joven, dijo su marido.
Novia sonrió.
—Sin duda acudía a usted para que la aconsejara.
—Oh, sí —dijo Pilar mientras asentía enérgicamente.
—Me resulta extraño que una mujer viaje tan lejos sola.
—Usted es buena, señora, pero no estaba sola. El señor Guzmán la acompañaba cuando salió.
—¿Es una de las personas que están abajo? Quizá lo deba ir ver.
—Está muerto, señor. Muchos están muertos.
Rombeau me tocó el codo y traduje para él. Me pidió que le preguntara si hubo alguna enfermedad a bordo, y así lo hice.
Eso hizo que empezara a llorar otra vez. Finalmente, le susurró algo a Novia y Novia dijo en francés:
—Hay algo que mata. Una maldición.
Rombeau y yo nos miramos fijamente.
Susurraron algo más y Novia dijo:
—Le he prometido que ella y su marido se quedarán en este barco por ahora.
—Claro —dije yo—. Dile que tiene que serenarse.
Puedo ser terriblemente tonto, en particular en lo que se refiere a las mujeres. Pero al final tuve la sensatez de decirle a Rombeau que necesitábamos otra silla, una botella de vino y una copa. Sentada, con Novia dándole palmaditas en el hombro y una copa de vino no muy bueno entre pecho y espalda, Pilar se secó las lágrimas y se volvió bastante habladora. El señor Guzmán había sido el primero en morir, poco después de salir de España. No sabía cuánto tiempo hacía. Unos días. El resto habían sido marineros. Algunas veces desaparecían como el señor Guzmán. Otras veces aparecían muertos. Su marido no le había dejado ver los cuerpos, y no sabía si habían sido acuchillados o disparados.
Se inclinó hacia Novia de manera confidencial.
—Estaban muertos de miedo, señora. Eso es lo que creo. Algunos tenían tanto miedo que se murieron, otros saltaron por la borda para no enfrentarse al fantasma. La expresión de sus caras era horrible.
Naturalmente quise saber cómo lo sabía, si no le permitieron verlos.
—Él me lo dijo, señor. José me lo contó. Él los vio. Sus caras eran espantosas, me dijo.
—Aunque no vio al señor Guzmán, ¿verdad? No lo vio.
—No, señor. No vio a ninguno de los que se arrojaron por la borda, sólo a aquellos cuyos cuerpos encontramos.
—Pero debió de haber estado muy preocupado por el señor Guzmán, ¿verdad? El señor era un buen amigo —dije yo.
—¡No! ¡No! Sólo era el amigo de un amigo. No los había visto nunca hasta el día antes de salir. Era un hombre alto y atractivo, señor. Muy fuerce. Muy macho. Aun así, estaba muerto de miedo. Se puede imaginar entonces el miedo que pasé.
—Me sorprende que don José dejara que él y su mujer viajaran en su barco. Una pareja sin dinero y a la que apenas conocía —dijo Rombeau.
Cuando Novia terminó de traducir, Pilar dijo:
—¡Oh no, señor! Los Guzmán no eran pobres. ¡Todo lo contrario! Tenían mucho oro. Mi marido quería formar una sociedad con el señor Guzmán en Nueva España.
Cuando Novia tradujo eso, Rombeau aguzó el oído.
Yo ya lo había hecho. Queríamos saber quién tenía el oro.
—La señora Guzmán, por supuesto, señores. Él está muerto, así que ahora es de ella.
Le dimos otra copa de vino, le encadenamos las manos otra vez y la mandamos con los dos hombres a proa. Después de eso, me dejé caer en su silla y Novia, Rombeau y yo nos miramos.
—Ese mentiroso nos dijo que Guzmán estaba arruinado —dijo Rombeau—. ¡Pagará por eso!
Asentí.
—Lo hizo, y pagará. Aun así, tiene agallas, y hay que reconocérselo. Quería su tesoro y también el de Guzmán, y estaba dispuesto a pelear por ello.
—Ya lo ha perdido todo, Crisóforo.
Novia estaba tan ensimismada pensando que parecía que hablaba con ella misma en vez de conmigo.
—Él no lo ve así. Rombeau ha prometido que no los va a matar. Eso suena a que al final los tendremos que dejar ir. Llevarlos a tierra o dejarlos en un bote. Después de eso, probablemente venderíamos el Castillo Blanco, o eso piensa él. Tiene amigos y contactos, y podría encontrar el barco y comprarlo antes de que el nuevo dueño encontrara el dinero.
—O la mujer guardaría el dinero por él, quizá.
Novia se acercó a la barandilla y echó un vistazo a la mole blanca del Castillo Blanco, que estaba a un cuarto de milla de ellos y brillaba a la luz de la luna.
—¿No lo vas a vender?
—No lo sé. Quiero revisarlo y encontrar el dinero.
Me acerqué a la barandilla de popa también y me quedé al lado de Novia con el brazo alrededor de su cintura, que no era más grande que la de un niño. Miles de cosas me rondaban por la cabeza en ese momento, y aunque quisiera no las podría escribir todas.
Se apoyó contra mí, sólo un poco. Llevaba puesto uno de esos vestidos de calicó que habían hecho ella y Azuka y su pelo olía a perfume.
—No lo vendas, Crisóforo —murmuró.
—No lo haré —le prometí—. No si es la mitad de rápido de lo que parece.
No creo que ninguno de nosotros estuviera pensando en ese momento en el fantasma, monstruo, o lo que fuera, de Pilar.