18
Este horrible barco
No estoy seguro si fue lo primero, pero una de las primeras cosas que hice fue hacer que Estrellita nos enseñara el pestillo en el interior del armario. Era bastante ingenioso: una pieza de madera (del mismo color que el resto de la madera) que era una pinza para colgar la ropa, sólo que si la empujabas hacia un lado se deslizaba algo más de un centímetro. Así, podías desplazar el armario grande y poco profundo y entrar en el hueco. Dentro estaba el dinero en dos bolsas grandes de cuero, algo de fruta seca, vino, un par de copas, sábanas y un recipiente para el agua sucia.
Le dije a Estrellita que me sorprendía que hubiera podido reunir todo eso antes de que Rombeau y sus hombres apresaran el barco y dijo que la comida y el vino ya estaban dentro. Esa era la razón de que fuese tan grande: originariamente don José lo había mandado construir para almacenar el vino y la comida para que la tripulación no los robara.
Una de las bolsas tenía una «G» bordada.
Las llevé a la mesa y Bouton y yo las volcamos. Fue hermoso: más oro del que había visto en mi vida.
—Esto pertenece a todos —le dije—, a todos nosotros, en los tres barcos. Lo repartiremos cuando lleguemos a Port Royal.
Asintió, pero lo miraba tan fijamente que no estoy seguro de que me hubiera oído.
Novia señaló la bolsa de la «G».
—¡Ésa es mía!
—Me temo que no —dije yo—. Si estuviera tan enfadado contigo ahora mismo como debería estarlo, te la daría y te echaría fuera. Ese grupo de hombres te la quitaría antes de que dieras unos pasos en cubierta y después te tomarían, uno tras otro hasta que todos lo hubieran hecho.
»Pero no lo voy a hacer, señora Guzmán. No capturaste este barco ni ninguno de los otros. Nosotros lo hicimos y esto es parte del botín. A ti te corresponde una parte.
Novia me estaba mirando fijamente.
—¡Lo sabes!
—¿Después de que dijeras que era tuyo? Por supuesto. Cualquiera lo sabría. Siéntate.
Yo ya estaba sentado en una de las literas y Bouton hizo que se sentara de nuevo en la silla. Con el oro otra vez dentro de las bolsas, dije:
—Vale, empezaremos contigo, ya que te fuiste de casa primero. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Lo sabes.
Tenía la barbilla levantada y yo sabía que habría deseado tener las pistolas cargadas de nuevo.
—Soy quien dijiste.
—La señora Guzmán. Claro. Pero, ¿cuál es tu nombre de pila?
No dijo nada, pero Estrellita murmuró «Sabina».
Sabina.
Novia la miró con odio.
—Bien. ¿Te llamo Novia o Sabina? Tiene que ser el uno o el otro.
—No me importa cómo me llames, capitán.
Eso dolió. Todavía me duele cuando lo pienso. Intenté que no se me notara.
—Vale, Sabina, si eso es lo que quieres. Tú eras la señora que miraba los loros y luego le dijiste a tu sirvienta que llevara el que compraste. Estrellita era la sirvienta. Sigue a partir de ahí.
Sólo negó con la cabeza.
—Tú volviste a tocar para mí —dijo Estrellita—. Nos cogimos de la mano y una vez salí a bailar tu música. Por eso me pegaron. ¡Oh, qué horrible!
—A mí también —masculló Novia.
Yo asentí.
—Eso es lo que dijo la cocinera. Tu marido os pegó a las dos. ¿Por qué te pegó a ti?
No dijo nada y Bouton se ofreció a hacerla hablar. Yo le dije que no.
—¿Cómo se llamaba tu marido?
Nada.
Me dirigí a Estrellita.
—¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se llamaba el hombre con el que estaba casada Sabina?
—Era Jaime, señor capitán.
Le temblaba la voz.
—¿Fue el hombre que te trajo a este barco?
—Sí, señor. Este horrible barco. Mi marido.
Tuvimos que apartar a Novia de ella. Nos llevó unos segundos y le hizo algún que otro arañazo. Cuando le quité el cuchillo, lo tiré por una ventana.
Después de eso, tuve que vendar a Estrellita para que dejara de sangrar. El problema era que Novia no podía hacerlo, y si lo hiciera Bouton, sabía lo que pasaría. Así que lo tuve que hacerlo yo solo y sabía que lo iba a hacer mal. La llevé al otro camarote y volví a por dos velas.
—No me preocupa que veas tanto de mí, porque siempre te he amado. ¡Cuántas noches te he imaginado en mi pobre mente preocupada y te he estrechado contra mi corazón, mi marinero!
Hice que se callara y se estuviera quieta.
—¿No me vas a besar la herida? ¿Por mí?
Cuando la llevé de nuevo al camarote más grande con Novia y Bouton, me senté otra vez. Me estaba cansando e intentaba no mostrarlo.
—Vale, Bouton —dije yo—, esto es lo que pasó. Si cualquier cosa que digo está mal, ellas pueden dar un grito. Aunque será mejor que digan la verdad o la podemos tener.
—Jaime Guzmán les pegó a las dos. No les preguntaré qué estaba pasando o qué creía él que estaba pasando. O qué pudo haber pasado antes. Él hizo lo que hizo. Sabina no lo iba a aguantar. Se escapó.
—Me pegó porque estaba enamorada de ti.
La voz de Sabina era tan débil que apenas la podía oír.
—Puedo dibujar. ¿No has visto mis dibujos, Crisóforo? Aprendí en la casa de mi padre. En mi tocador de Coruña te dibujaba una y otra vez. Muchos dibujos. Él los encontró.
—Ya veo —dije yo preguntándome si podía creerla.
Me dirigí a Bouton:
—Ella se escapó. No sé por qué no acudió a su padre, pero supongo que él la habría llevado de vuelta con su marido. Ella tenía miedo de que su marido la encontrara…
—¡Te busqué!
Asentí.
—Sí. Eso es lo que dijiste cuando dijiste que eras Estrellita. Si mentiste sobre una cosa, podrías estar mintiendo sobre cientos de ellas.
—Todas mienten, capitán —dijo Bouton—. Nunca he conocido a una mujer que no mintiera, ni siquiera mi madre.
—¡No podía decir nada!
Novia se puso de pie gritando.
—¡Era una mujer casada! ¡Tú eras un marinero!
Intenté decir estaba bien o algo así, pero ella seguía gritando.
—¡Miraba todas las noches! ¡Tenías ojos para mi sirvienta! ¡Sólo para ella! ¡Yo miraba y la envidiaba! ¡Dios mío cómo la envidiaba!
La empujé de nuevo a su silla y finalmente se calló.
—Se compró ropa de marinero —le conté a Bouton—. Es delgada y tiene poco pecho. Se ató un trapo alrededor de los pechos para presionarlos y se hizo pasar por un chico. Hubo una cosa que me dijo cuando estuvimos juntos por primera vez que debía haberme preocupado más de lo que lo hizo. Me dijo que sería mi mujer, se puso un vestido y se quedó en mi camarote. Y enseguida sus manos se volvieron suaves para mí otra vez.
Me acerqué a Estrellita, le cogí la mano y se la solté.
—Pero las manos de Estrellita no habían sido suaves. Nos habíamos cogido de la mano y las suyas eran casi tan ásperas como las mías. Ahora son suaves porque no ha estado haciendo el trabajo que solía hacer cuando era la sirvienta de los Guzmán, cuando barría, lavaba los platos y demás cosas.
Estrellita levantó la barbilla.
—Tengo sirvientas. ¡Dos! Una para la casa y otra para mí.
—Entiendo. Chicas feas, seguro. Ojalá pudiera verlas. Dormías con Jaime.
—¡Me forzó!
Novia se rió.
—Por un real. «¿Cómo iba a rechazarlo, madre? Me dio un real».
—¡Lo hizo! ¡Defiéndeme, Chris!
Les dije a las dos que se callaran.
—Así que vivíais como marido y mujer, aunque no de verdad. No podíais casaros, porque todo el mundo sabía que Guzmán ya tenía una esposa. Aunque se había escapado, aún seguía casado.
—¡Adúltera! —dijo entre dientes Estrellita.
Esa palabra no se dice tan bien entre dientes en español, aunque lo hizo de todas formas.
—Sí —dije yo—. Lo fue, pero él ya está muerto ahora. Vosotros dos no pudisteis casaros en Coruña. De hecho, en ninguna parte de España. De todas formas, no habría ningún lugar en el que él se sintiera seguro. Algunas personas debían de saber que eras la sirvienta y no serían muy amables. A lo mejor podía haber cogido a otra chica, pero aun así no podría casarse tampoco. Así que decidisteis iros a Nueva España, donde tú podías hacer de señora y él contarle a todo el mundo que eras su esposa.
Cuando lo traduje, Bouton se rió.
—Yo les habría dicho que se fueran al infierno.
—Yo también, pero eran sus contactos comerciales o al menos algunos de ellos. Además, así era mejor. Se compraría un terreno grande, comprarían una casa para ella y criarían ganado y cultivarían maíz. Tendrían un grupo de vaqueros para protegerles. Cualquier hombre que viviera en un radio de unos cien kilómetros se quitaría el sombrero cuando Jaime Guzmán pasara por su lado. De Santiago nos contó un cuento de hadas sobre que Guzmán había perdido su dinero. Era mentira. Tenía mucho. Lo que había perdido era a su mujer. Si hubiera perdido su dinero, dudo que De Santiago hubiera accedido a llevarlo más allá del Atlántico.
—Usted dijo que estaba muerto, capitán. ¿Lo matamos nosotros?
Negué con la cabeza.
—Se mató, o eso fue lo que nos contaron. Una semana después de salir de Coruña, ya no estaba.
—Está maldito —estalló Estrellita—, ¡este barco horrible! ¿No me vas a sacar de aquí?
—Sí, por supuesto.
Me dirigí de nuevo a Bouton.
—Tengo dos ideas. Y te las voy a decir las dos. La primera: sí se mató, como dice todo el mundo. Había pegado a su mujer y la había perdido, estaba renunciando a su casa, a sus amigos, a su país, a todo. Y estaba renunciando a todo por una chica que ya le estaba siendo infiel.
—¡Mentira!
Le dije a Estrellita que se sentara.
—De eso nada. Le estabas siendo infiel con De Santiago.
En francés, dijo Bouton:
—¿Era este De Santiago?
—Sí. Cuando vi por primera ver ese escondite, pensé que los dos lo conocían. Cuando tuve tiempo para pensar, me di cuenta de que me equivocaba. En primer lugar, De Santiago no habría confiado tanto en Guzmán. Si Guzmán lo supiera, podría haber abierto el armario desde su lado y coger el dinero De Santiago. Así que no lo sabía.
Bouton se rascó la barbilla.
—¿Pero dejó a De Santiago que pusiera su dinero ahí?
—No, claro que no. Tenía su dinero en el camarote, bajo llave. O quizás escondido en algún lugar, aunque allí no hay muchos sitios donde esconder cosas porque es muy pequeño. Le pregunté a Estrellita cómo pudo meter comida y vino y todas esas cosas dentro cuando tú y Rombeau aparecisteis y me dijo que no lo había hecho. Y a estaban allí. No me lo dijo, pero lo que hizo en realidad fue coger el oro (el dinero que ella cree que es suyo ahora que su hombre ya no está) y llevárselo con ella cuando se escondió.
—Chica lista.
Novia se rió.
—Es una idiota. Incluso yo lo sé. La conozco mejor que cualquiera de vosotros.
—Fue una idiota cuando empezó a tener una aventura en el viaje —dije yo—, así que tienes razón. Además, no fue lo suficientemente lista como para recordar que con todo el ajetreo había dejado las joyas encima de aquel baúl. Cuando las cosas se calmaron, fue tan tonta como para salir a hurtadillas y coger las joyas.
—¡Dios santo!
Bouton había visto la luz.
—Eso es lo que la incrimina. Para empezar es lo que hizo que me diera cuenta. Novia y yo habíamos buscado a la mujer desaparecida por todo el barco. Después de rendirnos, se me ocurrió pensar que no sólo era la mujer lo que había desaparecido. Sus joyas ya no estaban, aunque habían estado guardadas bajo llave. La explicación más simple era que había salido un momento y las había cogido. Eso quería decir que estaba escondida en el mismo camarote que las joyas, que siempre había sido el lugar más lógico (ella no hubiera sabido moverse por el barco).
Novia dijo:
—En un mundo mejor, serías almirante, Crisóforo.
Sonó como si de verdad lo pensara.
—Gracias, Sabina —dije yo.
—Pero no habría conocido el lugar a menos que el dueño de este barco se lo hubiera enseñado. Ya veo —dijo Bouton.
—Así es. Había mantas y una almohada. Dos copas de vino, no una sola.
Estrellita murmuró:
—No tenías que haber dicho eso, Chris.
Me sentí bastante mal en ese momento. Me he sentido bastante mal unas cuantas veces en mi vida, pero siempre se me pasa.
—No tenía que contárselo a Bouton y estoy seguro de que tampoco se lo tenía que contar a Sabina —dije yo—. Pero me lo tenía que contar a mí mismo. Necesito entender cómo sería si tú y yo estuviéramos juntos como quise una vez, y la única forma de entenderlo es diciéndolo en alto. Decirlo muchas veces.
Estrellita dijo:
—Te confieso la verdad. José me sorprendió en la oscuridad. Estaba dormida. Jaime estaba todavía en cubierta, pero creí que había vuelto a nuestra habitación. Nos besamos e hicimos el amor. Entonces vi quién era en verdad. No era Jaime. Era José. Después de eso, tuve que hacer lo que me pedía o se lo diría a Jaime.
Novia hizo un ruido que sonó acorde a cómo me sentía yo en ese momento.
—Claro. Para ti un hombre es igual que otro en la oscuridad. Entiendo.
Se lo traduje a Bouton y entonces dije:
—Así que siempre que Jaime estaba cerca, usaba el espacio entre los camarotes. Ella lo odiaba, pero se echaba allí con don José y tomaba un poco de vino y unos albaricoques secos cada dos días. Entonces Jaime saltó (me puedo imaginar por qué) y después de eso ya no tenían que hacerlo. No tenían que engañar a nadie excepto a Pilar para poder usar el camarote de los Guzmán y…
Novia me interrumpió.
—Dos ideas, dijiste, Crisóforo. Ya sé una. ¿Cuál es la otra?
—Es bastante obvio, ¿no? Jaime no saltó. De Santiago lo mató. Quería el dinero y a Estrellita. Jaime tenía las dos cosas.
Bouton dijo:
—Tendría que deshacerse de su esposa, ¿verdad capitán?
Negué con la cabeza.
—Podría querer hacerlo, pero probablemente no lo haría. Instalaría a Estrellita en algún sitio en una bonita casa con suficiente dinero como para tenerla contenta. Tenía el dinero de Jaime y le diría que lo guardaba para ella y que se lo daría en pequeñas cantidades. Ella seguiría esperando conseguirlo todo y sabría que si lo dejaba no vería ni un real. Tú no has visto mucho a don José y a Pilar, pero Sabina y yo sí. Él tendría tantos problemas para manejar a Pilar como tú para manejar a un grumete.
Dijimos mucho más, pero no tendría sentido escribirlo todo. Después de eso, el problema fue cómo íbamos a dormir. Novia y Estrellita querían dormir conmigo, aunque Novia era demasiado orgullosa como para decirlo. Estrellita casi me lo suplicó.
Yo no quería dormir con ninguna de la dos, pero tampoco quería que las violaran. Y para colmo, estaba preocupado por lo que Novia podría decir o hacer si la dejaba con alguien como Rombeau o Jarden. Era una chica guapa y ya sabía lo lista que era. Acabé atando las manos de Estrellita y mandándola con Rombeau para que la llevara con los prisioneros y encerré a Novia en el camarote de los Guzmán. Desde dentro, no era difícil bloquear el pestillo del armario para que no lo pudiera abrir. Eso fue lo que hice y nunca lo desbloqueé. Esa noche me bebí casi una botella entera de vino para poder dormir. Al final, funcionó.
Y cuando llegamos a Port Royal, esos camarotes desaparecieron, junto con toda la pared falsa. No os puedo decir cuánto odiaba ya todo aquel asunto.
Sólo queda una cosa por contar antes de dejarlo por esta noche. Al día siguiente estaba en el alcázar intentando olvidar mi dolor de cabeza, que era casi como intentar olvidar que alguien te acababa de aporrear el pulgar. Boucher se acercó y me dijo que uno de los hombres había visto algo raro.
Había sido un hombre. Nada fuera de lo normal, sólo un hombre. Lo único era que este tipo lo había visto y tuvo la sensación de que no era parte de la tripulación sino alguien que nunca había visto antes. Le gritó y entonces desapareció.
Boucher dijo que este hombre había visto su propia sombra y Bouton pensó que podía haber sufrido una alucinación. Aun así se lo conté a todos, porque sabía que se enterarían de todas formas, y les dije que mantuvieran los ojos abiertos. Creo que esto ocurrió un día antes de llegar a Port Royal.