26
Portobelo y Santa María
Uno de mis trabajos aquí es enseñar religión en el colegio, y lo he estado haciendo lo mejor que he podido. Quizá ya he mencionado esas clases antes, pero puede que no: la base de la fe cristiana es bien conocida y todos los conceptos que les he enseñado a nuestros niños son bastante elementales. Sus muchas preguntas son normalmente fáciles y predecibles.
Hoy hemos hablado de la naturaleza de los santos. He hecho hincapié en que mientras que todos aquellos a los que la iglesia llama santos son de hecho santos, hay muchos, muchos otros que también lo son.
—Los santos —dije yo— son los amigos de Dios. Todos los que van al cielo son santos. ¿A quién se le han muerto los abuelos? ¿A alguien?
Varios levantaron las manos.
—Si vuestros abuelos están en el cielo, que es bastante probable, son santos.
Tim agitó su libro.
—No entiendo, padre. Aquí hablan de san Juan y de lo que hizo. No estaba en el cielo cuando hizo esas cosas.
—Fue un santo después, así que lo llamaron así —dijo Peggy.
Levanté la mano.
—¿Qué dije que era un santo?
Varias voces:
—El amigo de Dios.
—Exactamente. No dije que era un amigo en el cielo. Cualquiera que sea de verdad amigo de Dios es un santo. Puede que no lo sepa, eso no importa. Que sea amigo de Dios es todo lo que se necesita.
Después de eso, hablé de algunos santos como el san Juan que bautizó a Jesús, santa Lucía, san Ignacio de Loyola (que siempre ha sido unos de mis favoritos) y santa Catalina de Alejandría.
Donald quería exponer algo:
—Si yo me convirtiera en santo, padre Chris, ¿haría Dios cosas por mí? ¿Milagros?
—Podría ser, pero probablemente no.
—Yo estaría haciendo cosas por él, así que ¿por qué no iba a hacerlas él por mí?
—Ya te dio la vida, Donald —dije yo—. Te mantiene vivo y te ha dado el libre albedrío. Eso significa que te hizo libre de una forma profunda, algo que esta mesa no es y ningún animal podrá ser nunca. Él murió por ti.
Hice una pausa.
—Quizá podría considerar que ya ha hecho suficiente.
Por supuesto, me preguntaron si era amigo de Dios. Les expliqué que lo intentaba y que a veces fracasaba. Cuando vuelva a Cuba, ¿pensarán que no era amigo de Dios después de todo? Eso es lo que el obispo Scully pensará, lo sé. Que no sea lo que yo pienso.
Aunque ninguna de esas cosas es importante. Lo que importa es lo que Dios piensa. Lo que Él piensa es eso.
Por la mañana le dije al capitán Burt cuántos pasos había a lo largo del sendero y cuántos a lo largo del camino español.
En cuanto pusimos el pie en el camino español, oímos los tambores. No eran tambores de nativos americanos, sino tambores militares que se usaban para que los soldados caminaran llevando el compás. Nos escondimos en la jungla, susurrando que nadie disparara hasta que estuvieran todos delante de nosotros.
—Hubiera sido una buena idea, pero alguien vio la oportunidad para matar al oficial y la aprovechó. Disparó, el oficial cayó al suelo como un conejo y ya no hubo marcha atrás. Después de eso la lucha fue sencillamente salvaje.
Diré que ganamos, principalmente porque éramos más. Ellos eran probablemente alrededor de unos ciento cincuenta españoles. Quizá doscientos, pero no podía haber más que eso. Nosotros éramos alrededor de seiscientos, contando los kuna. Los españoles se esfumaron enseguida, los hombres que estaban en la parte de atrás de su columna, formaron, dispararon una descarga y retrocedieron con todas sus ganas. Los kuna fueron detrás de ellos como perros de caza, pero nosotros nos quedamos atrás e intentamos reunir de nuevo a nuestros hombres. Habría sido divertido perseguir a esos soldados españoles, seguro, y habríamos cogido a unos cuantos. Lo que pasaba era que si lo hubiéramos hecho, podríamos habernos encontrado con más, lo que no habría sido bueno.
Algunos de nuestros hombres sí los persiguieron. Durante una hora o así, mientras nos organizábamos de nuevo y marchábamos pesadamente por el camino hacia la prisión, pudimos oír disparos a los lejos. Algunos eran de los españoles que disparaban a los kuna, pero no todos. Nuestros bucaneros eran muy buenos tiradores con un mosquete o una pistola.
Naturalmente, después de eso los españoles que estaban en la prisión militar sabían que íbamos hacia allí. Tenían un par de cañones de cuatro libras y tres o cuatro colisas y todo cargado y listo. Había unas cuantas cosas que podríamos haber hecho si hubiéramos tenido tiempo, pero no lo teníamos. La ciudad oiría los disparos (ya los había oído, probablemente) y se lo contaría al fuerte, y el fuerte podría enviar más soldados.
El capitán Burt y yo salimos, yo llevaba una bandera blanca, y apelé al oficial al cargo para que se rindiera. Si lo hacían, se les perdonaría la vida a todos. Pero si no lo hacían, mataríamos a cada uno de ellos. El oficial se hizo ver por encima de los leños puntiagudos y dijo que de ninguna manera, que era lo que habíamos esperado. Dejé caer la bandera y tres tiros certeros lo mataron en cuanto la bandera tocó suelo y atacamos.
Ocho de los hombres más fuertes que tenía intentaron destrozar el portón con un tronco. El portón no cedió, pero nuestros hombres ya estaban escalando, agarrándose a las puntas de los troncos, e impulsándose hacia adentro. Para cuando el tronco había golpeado dos veces el portón, debíamos de tener cien hombres dentro de la prisión, incluido yo. Cada uno de los cañones de cuatro libras disparó una bala. No creo que todas las colisas se dispararan y sé que la mayoría de los soldados que intentaron disparar entre las puntas murieron antes de que pudieran apretar al gatillo.
Aquí debería decir lo valiente que fui matando españoles de aquí para allá y luchando con todas mis fuerzas, alfanje contra espada con un oficial español.
Sólo que nada de eso ocurrió. Estoy mucho más orgulloso de lo que hice en realidad, que fue salvar las vidas de los esclavos. Esos españoles tenían ocho esclavos allí para hacer el trabajo, cinco nativos americanos y tres negros. Nuestros hombres estaban matando a todo el mundo y los habrían matado si no lo hubiera impedido. Los nativos americanos eran kuna y misquito. Los liberé enseguida y cogieron mosquetes y cajas de balas de inmediato: para entonces ya había un montón de mosquetes y balas esparcidos por el suelo.
Encontré a Big Ned y se lo enseñé a los esclavos negros. Resultó que hablaban el mismo idioma, ya que los cuatro venían de la misma parte de África. Les dijimos que se podían unir a nosotros y convertirse en piratas como Ned, o se podían ir con los kuna, si estos querían. O si no querían hacer ninguna de las dos cosas, los cogeríamos de esclavos. Tendrían que trabajar, pero no tendrían que luchar. Los tres decidieron unirse a nosotros.
Hay muchos recuerdos malos de mi época de pirata. Ya he escrito sobre algunos de ellos y escribiré sobre algunos más.
De igual forma también hay buenos recuerdos. Navegar en el Windward y muchos momentos con Novia cuando supe que la quería y ella me quería. El matrimonio es algo bueno. Nunca diré que no. Pero es Dios quien te hace un solo cuerpo, no el matrimonio.
Así que este es uno de los mejores recuerdos, salvar a los esclavos en la prisión militar española. Había muchos más esclavos en Portobelo. Estoy seguro de que mataron a algunos de ellos y nosotros hicimos a algunos de los otros nuestros esclavos. No pude impedir que los mataran o lograr convencer al capitán Burt para que liberara a los negros (La mayoría era nativos americanos y algunos eran blancos). Así que la prisión fue la excepción.
Eso lo hace más agradable.
Algún día voy a descubrir por qué siempre me estoy metiendo en líos. Cuando intento ser malo, me meto en líos. Cuando intento ser bueno, me meto en líos igual. Tuvimos una reunión de la parroquia esta noche. Fue debido a una carta que el obispo Scully envió a todas las parroquias en la que nos aconsejaba que nos reuniéramos con cualquier feligrés que pudiera tener alguna queja o sugerencia. Fray Wahl y yo lo hablamos y pusimos un anuncio en el boletín. Esta noche era la noche, y la primera parte era bastante aburrida. La gente me decía que le gustaban mis sermones (son breves) y otros decían cuánto apreciaban tener confesiones con regularidad los sábados.
Cuando nadie más parecía tener nada que decir, les dije que había estado pensando empezar la adoración del santísimo sacramento. Nadie tendría la obligación de acudir, habría un breve servicio de oración (de menos de media hora, dije yo) y después de eso me quedaría allí tanto tiempo como la gente quisiera quedarse y rezar. Les avisé de que yo no estaría necesariamente rezando. Podría estar leyendo o escribiendo. Pero estaría allí el tiempo que quisiera quedarse la gente.
Nadie se lo podía creer. Tenían la misma expresión que aquellos esclavos cuando le dije a Big Ned que se acercara y lo vieron con el alfanje y con las pistolas en el cinto y un trapo alrededor de la cabeza en el lugar donde le había golpeado con algo. Él habló con ellos un poco en el idioma africano, sacó la bolsa de cuero donde guardaba su dinero y les enseñó piezas de ocho y algunos doblones de oro.
Durante ese tiempo, sus ojos se abrían más y más y empezaron a sonreír.
Así es como fue cuando hablamos de la adoración y decidimos que sería los martes a las ocho. Pero cuando terminó la reunión y estábamos de vuelta en la rectoría, fray Wahl me dijo que me iba a meter en líos con el obispo Scully. A él no le gustaba la adoración, dijo fray Wahl.
Le dije que estaba bien, que el obispo Scully tenía derecho a pensar así y que yo tenía derecho a pensar como pensaba y que no habría ningún problema.
Aquí fue cuando hice algo mezquino y me arrepiento de ello. Silbé cuando subía las escaleras. Supe cómo se lo tomaría fray Wahl, pero aun así lo hice. Le pediré que me perdone y estoy seguro de que lo hará.
Lo que pasa es que sabía que el obispo Scully iba a tener más razones para estar enfadado conmigo. Voy a vestir como un seglar y a conducir hasta el aeropuerto un día de estos y nunca me volverá a ver. Sé que no le va a gustar y no lo culpo. Pero no estará tan enfadado como cuando recuerde que yo fui el alborotador que restableció la adoración del santísimo sacramento y que pensaba que los chicos deberían salir en defensa de uno mismo y de lo que era correcto.
Acabo de leer de nuevo lo que escribí acerca de la prisión militar y no creo que haya una razón por la que deba escribir más acerca de eso. Formamos de nuevo y seguimos la marcha hacia la ciudad, con los kuna delante de nosotros para buscar emboscadas.
En el puerto, nuestros barcos fingían un ataque al fuerte. Tom Jackson estaba al cargo y por lo que había oído lo estaba haciendo bastante bien. Se dirigían a toda prisa hacia el fuerte, para luego apartarse cuando se ponían a tiro.
Entonces Novia vio humo que salía de la parte orientada a tierra de la ciudad, donde algunas de las casas habían comenzado a arder. El barco se dirigió otra vez a toda prisa hacia al fuerte, sólo que esta vez fue de verdad. Los españoles del fuerte eran pocos debido al grupo que habían enviado para reforzar la prisión y esperaban que retrocediera cuando se pusiera a tiro.
Aquí tengo que explicar algo acerca de las balas rojas, que usan todas las baterías de costa que conozco. Se calientan las balas de cañón en un horno cerca de los cañones hasta que estén rojas, no candentes. Cuando se cargan los cañones, se mete la pólvora seguida de un taco seco y otro húmedo. El seco es para impedir que la pólvora se moje y el húmedo es para impedir que la bala se queme.
Una vez hecho eso, hay que disparar el cañón bastante rápido. De lo contrario, o la bala quemará los dos tacos y se disparará ella sola, o se enfriará hasta el punto de que no incendiará el barco en el que impacte.
Ésa era la razón por la que sólo había balas frías en los cañones españoles cuando Novia se dirigió a toda prisa hacia el puerto. La otra cosa que le ayudó fue que los cañones estaban demasiado elevados como para disparar a nuestros barcos cuando daban media vuelta. Tenían que bajarlos antes de dirigirlos.
Se dispararon dos de los cinco cañones españoles de cincuenta libras antes de dirigirlos. Una bala se llevó la plataforma del mástil mayor, pero ese fue todo el daño que hicieron. No pudieron bajar el resto antes de que el Sabina lanzara una buena andanada, que mató a bastantes soldados y desmontó un cañón. Uno de los otros dos agujereó al Sabina en la línea de flotación. Era grave y tuvo que ser reparado, pero no provocó un incendio ni lo hundió. Después de eso, el resto de nuestros barcos entraron detrás de él. Tenían la mitad de la tripulación, pero incluso la mitad de una tripulación pirata es grande. Con toda la tripulación en cubierta, eran suficientes para manejar las velas y los cañones de estribor.
Después de eso, la lucha en la ciudad no fue importante. Nosotros éramos muchos, y ellos muy pocos, los que luchaban. Saqueamos toda la ciudad y apretábamos los tornillos a cualquiera que creyéramos que podía haber escondido dinero. Eso podía llegar a ser muy duro.
A decir verdad, no le presté mucha atención a eso en aquel momento. Estaba recorriendo toda la ciudad buscando a Novia, que a su vez me buscaba a mí. Finalmente nos encontramos y nos abrazamos y besamos y todo eso. Y cada vez que parecía que habíamos terminado, lo hacíamos un poco más.
Al final fuimos a buscar comida y vino que mereciera la pena beber y encontramos un posadero escondido en su propia bodega. Hicimos que nos preparara una comida decente y le dijimos que si alguno de nosotros enfermaba lo mataríamos. Estuvo bien y entre los dos acabamos con una botella que él juró que era de su mejor vino.
Allí le pregunté a Novia qué había ocurrido y por qué no estaba en el barco. Ella me contestó:
—¿Crees que esperaría a verte morir desde mi catalejo, Crisóforo?
Regresamos al Sabina para dormir y fue entonces cuando vi que había sido agujereado. Habían tapado el agujero con hamacas y lona de sobra, pero entraba bastante agua. Reunimos a algunos de los prisioneros españoles y los pusimos a bombear el agua. Era un trabajo duro, pero mejor eso a que te corte los dedos alguien que busca un dinero que no tienes.
Por la mañana tuvimos una especie de reunión para hablar del fuerte: ¿queríamos dirigirnos de nuevo a toda prisa hacia él con las baterías disparándonos o sería mejor tomarlo?
Me levanté.
—Será más barato y fácil apelar a que se rindan, si les damos la opción quizá lo hagan. Si no lo hacen, podemos tomarlo por asalto desde este lado. No podrán cambiar de posición los cañones de cincuenta a tiempo para usarlos contra nosotros.
Casi todo el mundo estuvo de acuerdo, así que eso fue lo que hicimos. El capitán Burt y yo salimos con una bandera blanca como lo habíamos hecho en la prisión, lo que dije fue casi lo mismo. El oficial que había encima del muro dijo que su comandante había sido herido y no podía subir allí, pero que quería hablar con nosotros sobre los términos de la rendición. Nos preguntó si queríamos entrar y hablar con él.
Le dijimos que sí y abrieron los portones, que eran muy fuertes y de roble y revestidos de hierro, y nos dejaron entrar. En cuanto estuvimos dentro, nos agarraron por detrás. Nos quitaron las armas y nos dieron una buena paliza. Me recordaron a los españoles que me habían quitado el oro en La Española y me enfadé cada vez más.
Después de un rato, sacaron al comandante en una silla. Un fragmento de piedra había impactado en su pierna. Se la había abierto, dijo, y le había roto el fémur.
—Ya ven, señores, no puedo luchar contra ustedes. Sin embargo, mis hombres lucharán hasta derramar la última gota de sangre y vendrán refuerzos en un día o dos, como ya verán ustedes.
El capitán Burt quería saber más sobre eso.
—No tienen el oro que iba a llegar aquí. Si se lo han llevado, deberíamos haberles visto cargarlo. Por lo tanto, no ha llegado. ¿Se encontraron con una compañía de mis hombres en el bosque? Creo que debe de ser eso.
Le dije que nos habíamos encontrado con más de cien soldados españoles antes de llegar a la prisión militar.
Él sonrió y asintió. Era de mediana edad y fornido y necesitaba un afeitado. Lo odié desde la primera vez que lo vi.
Le dije al capitán Burt lo que había dicho y este dijo:
—Salían al encuentro del oro. Debí haberlo adivinado, Chris. El oficial encargado de transportarlo debió de haber oído los disparos y se volvió.
El comandante se rió entre dientes, así que supe en aquel momento que sabía un poco de inglés. Todavía hablando con el capitán Burt, dije:
—Nuestros hombres asaltarán este lugar en cualquier momento, capitán, y cuando lo hagan, nos dispararan. ¿Cómo podemos pararlos?
Debió de haberlo entendido, porque se encogió de hombros.
—Usted —me dijo el comandante en español— les dirá que no lo hagan. Les dirá que deben rendirse. Un ejército sigue marchando hacia este lugar para derrotarlos y morirán enseguida si lo atacan.
Hubo más charloteo y lo que resultó de todo eso fue que un oficial y dos soldados me hicieron subir al muro. Sabía que probablemente moriría allí arriba. Portobelo es una de las ciudades más bonitas que he visto nunca. Ya debería haberlo dicho antes, pero lo diré ahora. Es una trampa mortal y el puerto del diablo, un lugar donde hombres sanos enferman y mueren en un mes. Aun así, nunca nadie podría imaginarse lo encantadora que parecía la ciudad desde lo alto de aquel fuerte en aquella pequeña colina que daba al puerto. Soplaba viento del oeste, el cielo estaba azul y el sol empezaba a calentar y a destellar sobre el agua azul.
Eché un vistazo a mi alrededor y agité las manos en caso de que Novia estuviera mirando el fuerte desde el catalejo. Después de eso, respiré profundamente dos veces y me pregunté si tirarían mi cuerpo fuera del fuerte o dentro en el patio.
El oficial me dio en el costado y me ordenó que empezara a hablar con nuestros hombres.
—No me pueden oír, señor. Están demasiado lejos por miedo a sus cañones —dije yo.
Me dijo que les hiciera señas para que se acercaran.
—Debería haber traído al capitán Burt aquí arriba —dije yo mientras agitaba las manos—. Los hombres están acostumbrados a obedecerle a él, no a mí.
—Lo traeremos aquí si tenemos que hacerlo. Lo haremos, porque usted estará muerto.
Las nubes y el cielo azul son regalos de Dios, pero en ese momento me regaló algo incluso mejor. Me enseñó que no había barandilla para el interior del pasillo. En el exterior estaba la parte superior del muro, con espacios entre las piedras por donde disparaban los soldados. Pero en el interior no había nada. Si pasabas por encima, caías quizá seis metros a las piedras del patio.
El oficial empezó a agobiarme de la forma en la que lo hacen a veces, hablándome directamente en la cara. Le di un rodillazo entre las piernas. Debió de haberse acercado (cuando le das un rodillazo así a alguien, normalmente se agarra esa parte y da dos o tres pequeños pasos hacia atrás), pero no lo vi porque le estaba quitando el mosquete de las manos al soldado que tenía más cerca. Cuando lo tuve, levanté la culata y le di en la barbilla.
El otro soldado podría haber hecho mucho mal si me hubiera clavado su bayoneta, pero intentó amartillarla y le di una patada en la rodilla y también lo aparté.
Después de eso, les grité a los hombres que estaban fuera que asaltaran el fuerte, que yo abriría el portón.
Nunca llegué a hacerlo, pero antes de eso debería decir algo acerca de esas bayonetas de cubo que tenían los soldados. Nosotros podríamos haberlas usado y algunos sí lo hacían. Las principales ventajas eran que tenían más alcance y un empuje parecido al de un botavante. Cuando acampábamos en tierra, hacían también de candeleros. Simplemente los ponías en el suelo y ponías la vela en el cubo.
Aunque tenían dos desventajas. La principal era que aunque mataras a alguien con una, no moría enseguida. Si se la clavabas en el pecho, seguro que iba a morir. Pero lo harían en entre uno o diez minutos, no enseguida. Tendría el tiempo suficiente para acuchillarte por la espalda o de amartillar una pistola y dispararte.
Como dije, no abrí el portón. Fue el capitán Burt quien lo hizo. El hecho de que cayeran tres personas del muro llamó la atención de todo el mundo y él simplemente se acercó y quitó la tranca. No dejaba que cosas así lo pusieran nervioso y eso era una de las cualidades que hacían de él un buen líder.
Esa noche, casi todo el mundo fue a por el oro. No me lo podía creer. Me gustaba el dinero tanto como a todo el mundo, o eso creía. Pero, ¿ir a por las mulas y los soldados que lo custodiaban? ¿Doscientos soldados como mínimo? ¿Cuándo tendrían al menos todo un día de ventaja?
Pensaba que era una locura y lo dije.
Cuando finalmente lo sometimos a votación, mi lado consiguió quizá doscientos de los cerca de ochocientos que éramos. Uno de los votos fue el del capitán Burt, porque mi lado había sido también el suyo. Todavía estoy orgulloso de ello. Los hombres sensatos votaron con nosotros, pero no éramos suficientes.
Al principio se pensaba que las mulas con el oro volverían a Panamá. Nuestros kuna dijeron que no. Habían tomado el camino sudeste hacia las montañas de San Blas, probablemente en dirección a Santa María, una pequeña ciudad en el lado del Pacífico de Darién. Nunca llegué a hablarlo con nadie de los que habían acompañado a esas mulas, pero mi hipótesis es que pensaron que nosotros nos dirigiríamos a Panamá y si iban en dirección este se librarían de nosotros.
Casi todo el mundo quería seguir el oro. Nosotros podíamos marchar más rápido que mulas cargadas, decían ellos, y las alcanzaríamos. Si no era así, podríamos tomar la ciudad y esperarlas allí. Los hombres que habían marchado antes a Portobelo se quedarían esa vez en los barcos y aquellos que se habían quedado en el barco marcharían. Aunque todos los capitanes marcharían de nuevo, como antes. Los kuna aceptaron guiarnos de nuevo. Nunca habían derrotado a los españoles antes y estaban muy felices.
Habría encadenado de nuevo a Novia. O creo que lo habría hecho, o que podría haberlo hecho. Pero no tuve la oportunidad. Desapareció. Dejé a Bouton al mando del Sabina y le dije que Novia daría las órdenes si volvía al barco. Sabía que no lo haría, pero eso fue lo que dije. Él iba a mover algunos cañones para escorar el barco y levantar el agujero del agua para luego arreglarlo debidamente.
No voy a escribir acerca de la marcha hacia Santa María. No podría hacer que pareciera tan malo como lo fue en realidad. Pensaba que la marcha a Portobelo había sido mala y que Portobelo había sido malo, que así era. La marcha a Santa María fue diez veces peor. Cientos de veces, no me podía creer que los españoles fueran lo suficientemente estúpidos y lo suficientemente rudos como para enviar el oro por Darién hacia Portobelo. Entonces encontrábamos excrementos frescos de las mulas, lo que probaba que íbamos por el buen camino. Lo único que sé acerca de excrementos de mulas es que son sucios y apestan, pero la gente que sabía más (o decían que sabían más) decían que eso demostraba que estábamos a sólo un día y medio de ellas.
Para cuando llegamos al gran lago y tuvimos que rodearlo, tuvo que haber pasado un día. Un mapa que vi cuando estaba todavía en Santa Teresa decía que era el lago Bayana.
Era muy, muy malo. Los españoles debían de haber cargado mulas con agua además de con oro. Nosotros no. Había agua por todos los sitios, pero quien la bebía se ponía enfermo. Intentamos hervirla, pero todo lo que podía prender si hubiera estado seco, estaba mojado. La lluvia era la única cosa que nos salvó y la lluvia nos hizo tan desgraciados como cualquier español desearía que fuéramos. Cuando llovía, cogíamos el agua como podíamos, incluso nos escurríamos la ropa en la boca. Llovía día y noche y el país entero se inundaba con más de treinta centímetros de profundidad. Entonces paraba y dejaba todo chorreando de humedad. Era como un baño de vapor. Nos goteaba el sudor. Todo estaba mojado y nada era potable. Nos echábamos grasa para mantener alejados a los mosquitos y al sudar esa grasa se iba con el sudor. Teníamos sanguijuelas en las piernas, no una vez, sino constantemente.
Es un pecado mortal quitarse la vida. Lo sé y era una de las cosas que los monjes nos dejaron muy claro: no os matéis para que vuestra alma pueda estar con Dios. No lo estará. No eres libre de rechazar su regalo de vida.
Pero creo que me habría matado si Novia no hubiera estado allí. Se había escondido entre los kuna, como debería haber supuesto. Pinkie me la trajo cuando llevábamos marchando casi una semana mientras decía que Novia también era mi esposa. No me molesté en explicarle que no estábamos casados. Sólo le dije que no tenía dos esposas. Novia era mi esposa y Pinkie no, y no era que no me gustara (Lo último que necesitaba era un enemigo entre los nativos americanos). Sí que me gustaba, era una mujer maravillosa y muy hermosa y lista. Sólo que no era mi esposa.
Pinkie no quería escucharme. Era mi esposa. Novia era mi esposa. La otra mujer era también mi esposa.
Novia y yo nos miramos perplejos. ¿Qué otra mujer?
La otra era Azuka. Estoy seguro de que era divertido, pero ninguno podía reírse. Sólo podíamos abrazarnos los unos a los otros e intentar darnos consuelo. Willy estaba muerto. Jarden había intentado matar a Azuka y ella se había escapado. Me llevó bastante tiempo entender toda la historia y nunca la entendí del todo. Willy se había ahogado intentando cruzar un pequeño río. Jarden había intentado matarla porque no dejaba de llorar por Willy. Le dije que lo entendía y que podía llorar todo lo que quisiera y si Jarden o cualquiera intentaba matarla lo impediría de inmediato. Novia dijo lo mismo.
(Fue entonces cuando me di cuenta de que la mejor forma de sentirte mejor cuando has tocado fondo es intentar que otro se sienta mejor. Hay ciertas cosas en la vida que merece la pena saber, y esta es una de las importantes).
Así que Azuka había huido y yo era la única persona en la que pudo pensar que podría protegerla. Cuando dejó de correr empezó a preguntar por mí, a preguntar dónde estaba. Eso hizo que Pinkie pensara que era otra esposa.
Durante una semana o así, no dejé de decirle a Novia que debió haberme dicho que estaba por allí mucho antes. Y ella no dejaba de decirme que tuvo miedo de que la matara. Creo que de lo que realmente tenía miedo era de que me empeñase en llevarla de vuelta y que hubiese una gran pelea con el capitán Burt.
Eso es todo lo que voy a contar de la marcha, excepto que la gente no dejaba de enfermar, día tras día. Más tarde, el capitán Burt me dijo que hubo un día en el que perdimos veinte hombres.
Cualquiera podría pensar que no nos quedaron fuerzas para atacar Santa María, pero no fue así. Había casas para resguardarse la lluvia, cisternas llenas de agua potable, comida y un río navegable. Un ejército español podía habernos matado a todos en menos de una hora, pero nosotros los habríamos atacado como perros rabiosos, que se acercaba bastante a lo que éramos por aquel entonces.
Lo realmente increíble era que apenas había nadie con quien luchar en la ciudad. Los colonos españoles simplemente se rindieron y sólo había alrededor de una docena de soldados. Tomamos toda la ciudad simplemente de palabra.
Sin embargo, no había mulas y sólo un poco de oro. Todos a los que capturamos decían que el oficial al mando de las mulas había decidido que Santa María era demasiado peligrosa. Se había llevado las mulas y el oro de vuelta por la costa a Panamá.
Tuvimos otra reunión al día siguiente, no sólo los capitanes, sino todo el mundo. Estaba empezando a odiar esas reuniones. Me da la impresión de que cuanta más gente hay en una reunión, más locos hay y los locos son siempre los más ruidosos. En esta, parecía que casi todo el mundo quería seguir otra vez a las mulas. Estaban a sólo un día y medio de nosotros, quizá dos días, y si llegaban a Panamá antes que nosotros, no por mucho, tomaríamos Panamá y el oro también.
Finalmente, el capitán Burt se levantó y dijo, con gran sensatez, que todo el mundo sabía que Panamá había sido reconstruida y fortificada desde que Henry Morgan la había tomado y quemado, y que sería tan probable tomarla como tomar México.
Eso no les gustó, pero era el capitán de mayor rango allí y tenían que dejarle hablar.
Lo hizo, y recalcó que se suponía que había cerca de dos mil soldados en Panamá. Quizá más. Si alcanzábamos a las mulas en ese momento.
No cabía duda de que sería cerca de allí y algunos de los soldados que las custodiaban volverían. Eso significaría que estaríamos cruzando el istmo con mulas cansadas y cargadas de oro con un millar soldados o más detrás de nosotros.
Se sentó, votamos y fue algo así como quinientos noventa a favor de seguir a las mulas. El capitán Burt se levantó de nuevo y dijo que él no iba. Iba a llevar a un grupo y de vuelta a Portobelo y a los barcos. Si nadie quería ir con él, iría solo.
Entonces me levanté de un salto y le dije que no tendría que hacerlo, que yo iría con él y Novia también. Al mediodía ya estaba todo resuelto. El capitán Burt regresaría, con Rombeau y conmigo y el capitán Gosling. Tendríamos sesenta hombres. Por supuesto, las dos mujeres vendrían con nosotros.
Los capitanes Dobkin, Cox, Isham y Ogg irían a por las mulas con el resto, incluidos los kuna. El capitán Dobkin estaría al mando de su grupo. Por nuestra parte, prometimos contarles a los hombres que se habían quedado en sus barcos lo que había pasado cuando regresáramos a Portobelo.
Y así lo hicimos.
Los dos grupos marcharon en cuanto estuvo todo decidido. El de Dobkin porque esperaban adelantar a las mulas y una hora podría marcar la diferencia. El nuestro porque estábamos preocupados por nuestros barcos y principalmente porque queríamos dejar atrás toda esa locura de misión.
Aun así, éramos más lentos. Si recuerdo bien ahora, el grupo de Dobkin había salido un par de horas antes de que reuniéramos a todos y estuviéramos listos para irnos. El grupo de Dobkin, he dicho. Eso no incluía a los kuna, aunque estos les habían prometido que les guiarían. Los kuna se quedaron atrás. Apenas me había dado cuenta de que seguían allí mientras Novia y yo estábamos reuniendo tanta comida como podíamos y llenando botellas vacías de vino con agua potable.
Y por supuesto, robamos todo lo que merecía la pena llevar de vuelta a Portobelo. Fueron un par de doblones y un anillo, o eso es todo lo que recuerdo.
Por fin nos fuimos, después de reunir a todos los hombres que pudimos encontrar. Jarden se fue con Dobkin, estoy seguro. Antonio se quedó con nosotros. También Azuka y Mahu y otros. No tiene sentido intentar escribir una lista con los nombres. Seguro que cometería algunos errores.
Los gritos mientras marchábamos pesadamente son la parte que recuerdo con más claridad. Desde entonces he oído esos gritos en mis sueños de vez en cuando. Detrás de nosotros, los kuna estaban atravesando con lanzas a los españoles a los que habíamos perdonado la vida: hombres, mujeres y niños. No creo que nunca hubiera sentido pena por ningún español hasta ese momento.