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¡Oro!
Murieron muchos hombres, y muchos más fueron heridos y murieron a las dos horas. Cuando un barco de madera es alcanzado por una bala de cañón, arroja astillas en todas las direcciones. Las arroja con mucha fuerza y algunas son grandes. Hicimos lo que pudimos por nuestros heridos, pero no fue suficiente.
No voy a mencionar a todos los hombres que murieron. Pero si voy a mencionar a la única mujer, o si no va a pensar que fue Novia. Fue Azuka. En cuanto al resto… Bueno, a muchos de los nombres que he mencionado una y otra vez al contar mi historia no los mencionaré nunca más.
Novia y yo no estábamos heridos, o al menos no era grave. Diría que eran unos treinta los que no estaban heridos. No sé decir por qué Dios decidió que sobreviviéramos.
Sus misterios escapan a nuestro entendimiento.
Los españoles pudieron haber dado la vuelta y hundirnos los dos barcos. El Magdelena quizá se podía haber escapado. Lo que sé es que nosotros no. Cualquier suposición es igual de buena que la mía, que es que su misión era llevar el oro a Panamá, no luchar contra los piratas. Quizá vieron que el Magdelena había ido a buscar al Weald y al resto de los barcos.
El Magdelena los persiguió y nosotros hicimos lo que pudimos para mantener el paso. Después de seis horas o más, Novia subió de la bodega y dijo: «Se hundirá esta noche, Crisóforo. Quizá sería mejor que nos fuéramos antes de que se pusiera el sol, ¿no?».
Era buena idea y así lo hicimos. Envié una señal a Rombeau y cambió el rumbo. Nuestra lancha estaba desfondada, pero metimos algunos hombres en el esquife y la piragua. La lancha del Magdelena cogió a los que quedaban, los que estaban bien y los heridos.
Dejamos a los muertos a bordo.
No. No me hundí con el barco, pero fui el último en abandonarlo. Esa noche, cuando estábamos solos en el camarote que Rombeau nos cedió, Novia y yo nos abrazamos y ella lloró. Yo no, aunque quería. Me habría sentido mejor, lo sé, si lo hubiera hecho. No pude.
No querría volver a los tres o cuatro días que siguieron, pero debo escribir sobre ellos para que mi relato este completo.
Para que usted lo entienda y para que yo también lo entienda.
Los barcos españoles llegaron a Panamá. Pensamos en saquear el puerto, pero para cuando el Weald, el Snow Lady, el Rescue y el Fancy se unieron a nosotros, la mayor parte del oro ya se había descargado. El capitán Burt sabía la ruta que seguirían las mulas si ponían dirección norte hacia México o Veracruz, y decidimos interceptarlos. Digo nosotros. Aunque no voté, el capitán Burt me dejó asistir a las reuniones de los capitanes. Al no tener barco, mi voto no contaba.
¿Qué habría votado si hubiese podido? A decir verdad, no estoy seguro. Pero probablemente lo que ellos votaron.
Navegamos hacia el oeste por la costa hacia el pueblo de ocho o diez casas llamado Río Hato, donde el camino tuerce tierra adentro. La mitad de cada tripulación se quedó en cada barco, como antes. Hablé con Novia a solas y le dije:
—Ahora escúchame. No quiero perderte. Ya he perdido a muchos hombres que apreciaba y no quiero a perder a la única persona que amo. Quiero que jures ante Dios todopoderoso, aquí y ahora, que te quedarás en el barco.
Ella levantó la mano y dijo:
—Yo, Sabina María de Vega Aranda Guzmán, juro mientras viva ante Ti, Dios, que permaneceré en el barco hasta que este buen hombre que es mi marido vuelva. No lo seguiré, a no ser que me lo permita.
Supe que lo decía en serio, lo pude oír en su voz y ver en su cara. No le pregunté nada, pero ella me conocía mejor que nadie y lo sabía. Casi en susurros me dijo:
—Llevo dentro de mí un hijo, Crisóforo.
Se suponía que la mitad de las tripulaciones tenía que quedarse en los barcos. No fue así, aunque no me di cuenta hasta ese tarde, cuando hube preparado nuestra emboscada y acampado. Novia no vino con nosotros, pero muchos de los hombres que tenían que quedarse en los barcos sí lo hicieron. Algunos probablemente tenían miedo de que no volviéramos (Muchos de nosotros no lo hicimos). Algunos simplemente pensaban que iba a ser lo más importante de sus vidas y querían formar parte de ello para luego decir: «Yo estuve con Burt en Río Hato», de la misma forma que la gente decía: «Yo estuve con Morgan cuando quemó Panamá». Más tarde me enteré de que sólo había cinco hombres con Novia en el Magdelena.
Durante la mayor parte de la mañana caminamos penosamente hasta que encontramos un buen sitio con grandes árboles y mucha maleza. Montamos nuestra emboscada a unos cien pasos de allí. Había hombres posicionados a ambos lados, cada cien metros aproximadamente, con veinte hombres con mosquetes para bloquear el final una vez que los soldados y las mulas estuvieran entre los demás hombres. Yo estaba al mando de ese grupo y Mahu vino conmigo, aunque no tenía mosquete. Nadie dispararía hasta que lo hiciéramos nosotros.
Parecía un buen plan, y probablemente habría funcionado. El problema fue que cuando los soldados y las mulas entraban tranquilamente esa tarde, vieron a alguien. Un soldado le disparó, sus amigos devolvieron los disparos y en menos de un minuto ya todo el mundo estaba disparando. Salimos al camino y empezamos a disparar como se suponía que teníamos que hacerlo, pero los soldados más cercanos estaban todavía a cuarenta o cincuenta pasos.
Aun así les dimos bien, pero la mitad de las mulas y de los que las llevaban corrieron toda velocidad de vuelta a Panamá. Corríamos tras ellos gritando con todas nuestras fuerzas cuando ocurrió algo que en aquel momento pareció un milagro. Se oyeron más disparos hacia el este y un terrible choque cuando los hombres y las mulas que habían estado en la parte de atrás de la fila se giraron e intentaron esfumarse en nuestra dirección. Disparamos, los hombres que habían estado al este dispararon también y los soldados que habían quedado no tuvieron la más mínima posibilidad.
Los nuevos piratas, los que estaban al este de nosotros bloqueando el camino de vuelta a la costa, resultaron ser Lesage y la tripulación del Bretagne. Nos alegró verlos y ellos aparentaron alegrarse también de vernos. Le di un abrazo a Lesage y hablé un poco con él. Me dijo que nos había perdido en Portobelo, pero que se enteró de lo que el capitán Burt planeaba hacer y que nos había seguido tan rápido como pudo y que al final encontró nuestros barcos en Río Hato.
Tal vez debería dejar lo que pasó después para la sorpresa final, como lo fue para nosotros. Vale, así lo haré, pero había una inconsistencia en lo que contó Lesage que debería haber visto enseguida, y la voy a contar aquí. Debería haber visto sus intenciones y el capitán Burt también. Confiábamos en él y no lo hicimos.
¿Pensé en Valentín? Sí, pero no parecía el momento de traerlo a colación. Todo el mundo estaba descargando el oro de las mulas muertas, gritaba y se maravillaba del peso de los lingotes: una docena por mula y puro. Si el capitán Burt estaba en lo cierto y cada mula llevaba más de cien kilos de oro, cada uno de esos lingotes pesaba más de diez kilos. Durante lo que quedaba de día, fuimos todos ricos.
La matanza empezó esa noche cuando la mayoría de nosotros estaba durmiendo. Yo estaba despierto. Quizá porque no había bebido nada, pero creo que fue más por lo que me había contado Novia.
Iba a ser padre. No me lo esperaba ni había pensado mucho en ello. Novia había estado casada con Jaime Guzmán treinta y cuatro meses y nunca se había quedado embarazada, así que nos pareció que cabía la posibilidad de que nunca lo estuviera. Ahora sé que había sido culpa de él. Quizás él lo sabía y esa era la razón por la que había estado tan celoso. Lo único que sé es que mientras estaba allí tendido pensando en el niño que venía en camino y el dinero que los tres íbamos a tener, no sentí celos de nadie.
Alguien empezó a gritar y se oyeron tres o cuatro disparos. Me puse de pie de un salto, busqué a tientas mi cinto y las pistolas y llamé a gritos a Mahu.
No estaba allí, sólo había un tipo con un alfanje que venía a por mí. Apenas podía verlo a la luz de la luna que se filtraba entre los árboles y de lo que quedaba de nuestra pequeña fogata: un tipo grande con una correa de un blanco absoluto para sus pistolas que me saltó encima. Eso y el brillo de su alfanje.
Justo entonces, encontré la mía. Si hubiera sido la televisión o una película, él y yo nos habríamos visto enfrascados en una pelea con habría durado que duraría lo suficiente como para que alguien pudiera ir a por palomitas, y seguro que yo no lo habría matado como maté a Yancy. Esto fue real y esto fue lo que pasó. Cogí un palo al rojo vivo, se lo clavé en la cara y lo maté cuando lo esquivó. Nunca estuve seguro del todo, pero creo que la hoja de mi alfanje se le debió de haber clavado en el cuello.
Después de eso, cuatro tipos venían a por mí y yo tiré mi alfanje y huí como una rata.
Si hubiera sido un héroe, habría luchado contra ellos y habría muerto. Si hubiera sido un superhéroe, los habría matado a todos. No soy un héroe y nunca he dicho que lo fuera. Para mí los «superhéroes» son sólo un tipo de sándwich. No tengo ni idea de cuánto corrí, pero debió de ser mucho. Después de eso, debería haberme calmado y vuelto a la lucha.
Claro.
Por supuesto que sí.
No hice tal cosa. Cuando estuve seguro de que me los había quitado de encima, me puse de rodillas y le di las gracias a Dios por salvarme la vida. Tampoco intenté volver a donde había tenido lugar la lucha. Había habido un combate, había muerto gente y mi bando había perdido. Eso era lo único que sabía y todo lo que necesitaba saber en aquel momento. Durante toda la noche me quedé allí de rodillas con la intención de llegar a una especie de acuerdo con Dios. Cuando ya pude ver mi sombra, me levanté y fui a buscar el camino, que sabía que me llevaría de vuelta a Río Hato.
A veces no importa lo que digas que vas a hacer. Haces lo que tu destino te marca. No encontré el camino, pero sí el campo de batalla, al menos el sitio donde había tenido lugar, porque todos los que pudieron irse ya no estaban cuando llegué. Vi mulas y hombres muertos, muchos de ellos hombres que conocía. Alguien había matado a los heridos, creo yo. O quizá sólo a aquellos que estaban tan malheridos que no podrían haberse recuperado.
Lo que es seguro es que nadie había saqueado los cuerpos (No, yo tampoco lo hice). Pero así era como debía ser. Había tanto oro en las mulas que nadie se molestó en buscar en los bolsillos o cortar dedos para apropiarse de los anillos.
—Chris… Chris…
Era tan débil que por un minuto pensé que había sido mi imaginación. Oí de nuevo la voz, como el suspiro del viento, y encontré al capitán Burt.
Le habían disparado al menos dos veces. Quizá más, no lo sé. Intenté ayudarlo, pero vi que era inútil, así que dejé de hacerlo cuando me lo pidió. Un equipo moderno de urgencias, con plasma y sangre y un cirujano profesional podrían haberlo salvado, aunque lo dudo. Para mí, arrodillarme en la jungla y desgarrarme la camisa era tan inútil como intentar barrer el mar.
—Soy un muerto, Chris. Un muerto que respira… Sabía que vendrías.
Le dije que estaba allí, que no me iría hasta que se muriera y que daría misas por su alma.
—Te gustan los mapas, Chris. Coge los míos… En mi abrigo.
Asentí y busqué en el gran abrigo azul que siempre llevaba y los saqué.
Mientras lo hacía, murió.
Murió sonriente, todavía era el gran jefe pirata y todavía seguro. ¿Seguro de qué? Me gustaría saberlo.
Pude cruzarle las manos encima de su pecho de forma que tapara una de sus heridas, pero eso fue todo lo que hice. Pensé en enterrarlo o al menos intentarlo, pero estaba muy preocupado por Novia y lo dejé allí con sus hombres. Ahora que he tenido tiempo de reflexionar, sé que eso era lo que él hubiese querido.