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España

Cruzamos el Atlántico con el galeón, lo que significaba que teníamos que ajustarnos a su velocidad. Con ventolina apenas se movía, así que pasamos días y días moviéndonos lentamente con las gavias arrizadas. Cuando el viento silbaba en el aparejo y la espuma entraba por un lado, la vieja tortuga que era el Santa Lucía se convirtió en un caballo de carreras que desplegaba las velas en lugares que muchos barcos ni siquiera tenían, y que dejaba una estela de espuma detrás de él a lo largo de casi dos kilómetros. Tuvimos que hacer todo lo posible para seguir su ritmo, con todas las velas izadas y la cubierta tan empinada que no podíamos caminar sobre ella sin agarrarnos a algo. No sé si estuvimos cerca de volcar, pero no querría volver a pasar por lo que pasamos una docena de veces al día. Cuando finalmente nos separamos (nosotros íbamos en dirección norte a Coruña y el Santa Lucía en dirección este a Cádiz), alabamos a Dios y bendijimos a la Virgen. Fue la única vez que vi a toda la tripulación sonreír.

Descargamos en Coruña y nos pagaron: íbamos uno por uno al capitán, quien hizo las cuentas antes de pagarnos. Fue entonces cuando me enteré de que había trabajado una semana para pagar dos camisas y dos pantalones.

Me detendré aquí para explicarle que todavía tenía la pequeña bolsa que me había llevado del monasterio, aunque dentro no había muchas cosas aparte de unos pantalones y una camisa que había comprado en el barco. Había perdido las sandalias en La Habana después de quitármelas para correr más rápido, y mi camiseta se había gastado y la había tirado. Ya sabe qué pasó con mis vaqueros.

Después de explicármelo todo y pagarme, el capitán me dijo que probablemente pasarían tres semanas hasta el próximo viaje. Iría a ver a su familia mientras el barco estuviera en dique seco para limpiarle el casco y esas cosas. Pero esperaba que, cuando el barco estuviera listo, me volviera a enrolar. Eso me hizo sentir bien. Le di las gracias por ello, y lo decía en serio.

Después de pagarme, Señor me pidió que lo ayudara a llevar los loros al pajarero. Le dije que por supuesto y nos pusimos en marcha, él con tres jaulas y yo con otras tres. Las jaulas eran de madera, tejidas con palos atados con bramante que los loros picaban con esos grandes picos que tienen ellos. No pesaban mucho, y yo ya las había llevado y limpiado en varias ocasiones.

La pajarería era interesante, y tuve tiempo para echar un vistazo mientras el pajarero y Señor se ponían de acuerdo en el precio. Allí ya había tres loros, unos loros grises de África que hablaban y hacían cualquier cosa para que les prestases atención. Saltaban para que los dejaras salir, porque no sabían cómo decirlo. Me dio la impresión en ese momento de que prácticamente era lo único que no sabían decir, y decidí que si alguna vez tenía un loro, no lo metería en una jaula. Si se quedaba conmigo, perfecto. Si se escapaba, perfecto también.

Entonces, entró una joven que quería comprar un pájaro. Vio los de Señor y le pidió que los sacara para verlos mejor. El pajarero le explicó que eran nuevos y que no estaban muy acostumbrados a la gente, que podrían morir en breve, que no podían hablar, y todo eso. Conseguí que uno de los verdes con la cabeza roja dijera «¡Señorita bonita!, ¡Señorita bonita!» mientras ladeaba la cabeza. Era algo que a veces les había dicho a todos. Después de aquello, tenía que llevarse ese. Le preguntó a Señor cuánto costaba y el precio que le dio era más elevado del que le había dicho al pajarero. Así que todos empezaron a discutir el precio durante un rato: la joven, la señora mayor de negro que iba con ella y Señor.

Mientras ocurría todo ese follón, la doncella y yo nos mirábamos. Ella me miraba a hurtadillas y yo me sonrojaba porque la había estado mirando fijamente y apartaba la mirada. Entonces ella apartaba la mirada y yo la volvía a mirar fijamente. Cuando entró, llevaba tres paquetes y una cesta de la compra, pero lo puso todo en el suelo, sacó un abanico y se puso a abanicarse mientras me miraba por encima de él. Empecé a imaginarme cómo sería si los dos estuviéramos en un pequeño bote en dirección a un lugar maravilloso.

Finalmente, la joven compró el loro que quería y le dijo a la doncella que cogiera la jaula, que se iban a casa.

—Oh, señora Sabina, ¡no puedo llevar todo esto y también esa pesada jaula! ¿No podría ayudarnos este marinero?

Así que acabé llevando la jaula del loro y la cesta de la compra detrás de la doncella. Tenía curvas donde tenía que tenerlas, era una bonita vista. Llegamos a la casa de la mujer antes de lo que a mí me hubiera gustado. Me sonrió, me dio las gracias y un poco de dinero. La doncella me guiñó el ojo, que fue lo que más me gustó.

Volví a la pajarería pensando en un montón de cosas, de algunas de las cuales me avergoncé bastante. Señor todavía estaba allí, y al final nos fuimos a una cantina juntos a comer algo y a beber vino. Todo el tiempo que pasamos allí lo pasé con el temor de que quisiera que pagara lo de los dos. No me malinterprete. Yo no lo habría hecho. Pero él era oficial de un barco y yo un simple marinero, y tenía miedo de que me causara problemas.

Resultó ser que no lo conocía tan bien como creía. Cuando nos fuimos, lo pagó todo. Había bebido casi toda la botella, pero yo también había bebido bastante y comido tanto como él. En aquella cantina habían estado cocinado una especie de buñuelos, y aquello fue lo mejor que había comido desde el mango de Veracruz.

Quizá no haga falta que le cuente qué hice una vez que nos separamos. Volví a la casa de Sabina y me quedé por allí con la esperanza de ver de nuevo a la doncella. Finalmente fui a la puerta, con mucha educación, y le dije al criado que la abrió que estaba buscando trabajo, cualquier tipo de trabajo, y que había llevado las cosas de la señora ese día. Me dijo que no había nada y me cerró la puerta en las narices.

Cuando lea esto, probablemente piense que debería haberme ido en ese momento, pero no lo hice. Me fui a la parte trasera de la casa y me quedé un rato por allí, y por fin vi que miraba por la ventana. Todas las ventanas tenían una rejilla de hierro y grandes contraventanas. Pero las contraventanas estaban abiertas y me mandó un beso a través de la rejilla. Yo le mandé otro, y se fue.

Después de eso, supe que no la volvería a ver aquella noche. Me encontré con Vasco y Simón y les pregunté dónde se alojaban. Me dijeron que había una posada que no era demasiado grande, que era más o menos tan barata como cualquier cosa decente que pudiera encontrar, y que tenían buena comida y vino. Así que fui allí. Estaban compartiendo habitación. Le dije al posadero que quería una habitación para mí solo pero que fuera barata. Tan barata como fuera posible, con tal de que estuviera limpia. Me dijo que no había problema y me puso en una guardilla, una pequeña habitación en el desván con una ventana a la calle. Tenías que subir tres tramos de escalera y no me habría gustado dormir en esa habitación en invierno. Pero cuando un hombre se ha acostumbrado a subir el mástil cuatro o cinco veces al día durante su guardia, las escaleras no son un problema para él. También era tranquila y fría. He estado en mejores sitios, pero después del castillo de proa aquello era una completa maravilla.

Por la mañana me di cuenta de que había una pequeña iglesia cerca de la posada. Desde la ventana de mi nueva habitación se veían muchos campanarios, y aquel parecía estar bastante cerca. Así que después de desayunar me fui allí y me senté a meditar. Cuando me levanté, vi a un cura español sentado al final. Me dijo:

—¿Te gustaría hablar con alguien, hijo mío?

De manera que me senté a su lado. Le dije que era de Cuba y que tenía la sensación de que había dejado a Dios allí.

—No lo has hecho. Si lo hubieras hecho, no habrías venido aquí a buscarlo.

Le dije que eso no tenía sentido para mí.

—Pero sí lo tiene para Él, hijo mío. Nuestra insensatez es su sabiduría, en esta y en muchas otras cosas.

No era igual que el cura de México, ni siquiera me recordaba demasiado a él, pero le dije que no tenía mucho que hacer y que trabajaría para él en la iglesia si quería.

Negó con la cabeza.

—No te puedo pagar, hijo mío.

—Tengo dinero, padre. No mucho, pero algo tengo.

Hablamos largo y tendido. Le dije que había sido monaguillo, aunque omití que había sido en Nuestra Señora de Belén, y quiso saber si había aprendido a tocar el órgano.

Yo le dije que sí.

—¿De verdad? ¿Tocarías para mí, hijo mío, si encuentro a alguien que mueva los pedales?

Así que le dijo a su criado que los moviera, y toqué tres o cuatro piezas que sabía de memoria todo lo despacio que pude. Después de eso me enseñó mucha música religiosa. La notación musical era un poco diferente, pero me lo explicó todo y toqué un par de las piezas fáciles. Eso lo hizo muy feliz, y me hizo prometerle que tocaría a la mañana siguiente en su misa.

—Es una pena, hijo mío, que no sepas tocar la guitarra. Podrías tocarla y cantar debajo de la ventana de esa señorita de la que me hablas. La mayoría de las veces es así como se conquista a las mujeres por aquí.

Le dije que cualquiera podía tocar la guitarra, pero que mi voz no era muy allá. Lo cual era verdad.

—Te equivocas, hijo mío. Pocos pueden tocar la guitarra tan bien como tocas tú el órgano. Puede que subestimes también tu voz.

Cuando me fui, miré guitarras en algunas tiendas. No quería una barata, e incluso las baratas eran muy caras. Las buenas costaban más de lo que yo tenía, y si hubiera comprado una no habría podido comer o pagar la habitación al día siguiente. Esa noche volví a la parte de atrás de la casa. Permanecí allí tres o cuatro horas con la esperanza de ver a la chica a la que le había llevado el loro. No la vi, y cuando se apagaron las luces volví a mi habitación.

A la mañana siguiente me levanté pronto y fui a la iglesia del padre. Cantaba la misa, su criado movía los pedales y yo tocaba lo que él me pedía. Después de misa oyó las confesiones, la mía incluida. Usted ya sabe todo de lo que me he confesado. Cuando recibí la penitencia (que no fue mucha), me pidió que esperase a que terminara.

Lo hice, por supuesto, y cuando terminó de oír a la última señora me preguntó si tenía guitarra. Por supuesto, le dije que no.

—Yo tengo la de mi padre. Es algo muy querido para mí.

—Claro —dije yo—. Me encantaría tener algo de mi padre.

—Y no lo tienes. ¿Tenía muchos hijos?

Le dije que no, pero no quería hablar de mi familia. Sabía que me iba a preguntar si mi padre estaba muerto, y no quería decirle que ni siquiera había nacido todavía, algo de lo que estaba bastante seguro a aquellas alturas.

—Muy bien, hijo mío. No te preguntaré nada más. ¿Tocarías la guitarra de mi padre? Me encantaría escucharla de nuevo.

Estaba desafinada, lo que era de esperar, y tuve que afinarla de oído. Pero era buena, con un sonido rico. Toqué algunas canciones que ya eran viejas cuando yo era niño. Él cantó un par de canciones que su padre solía cantarle a él y a su madre. Las melodías eran muy sencillas y podía tocarlas sin demasiados problemas.

Esa noche pasaba por una cantina cuando dentro oí a alguien que tocaba muy bien la guitarra. Así que entré, me tomé un vaso de vino y me senté a escuchar. Tocaron una canción que conocían todos los clientes, y la cantaron. Muchos de ellos cantaban bastante bien, mejor de lo que habría esperado.

Cuando terminaron pasaron el sombrero y casi todo el mundo echó algo. El intérprete era gitano y tocaba al estilo gitano, pero en aquel momento yo no lo sabía.

Al día siguiente toqué otra vez en la misa y cuando terminó le pedí al padre que me prestara la guitarra, sólo por esa noche, y le prometí que se la devolvería a la mañana siguiente. Me dijo que no, y después de eso no me habló. Simplemente se fue al confesionario y cerró la puerta.

Deambulé por allí bastante tiempo preguntándome cómo podría convencerlo para que me la dejara. Al día siguiente, después de la misa, esperé a que terminara con las confesiones. Entonces le enseñé mi dinero. No todo, pero casi. Le dije que era todo lo que tenía, lo cual se acercaba bastante a la verdad, y que se lo quedara hasta que le devolviera la guitarra de su padre a la mañana siguiente.

—No quiero tu dinero, hijo mío. Quiero la guitarra de mi padre.

—Y yo quiero mi dinero, padre. Es todo lo que tengo en el mundo.

Me llevó bastante tiempo convencerlo, pero al final accedió. Me sentía muy culpable al saber que iba a preocuparse muchísimo. Pero aun así cogí la guitarra que había sido de su padre y la toqué detrás de la casa, y también canté un poco. Una cocinera gorda miró por la ventana y cerró los postigos. Seguí tocando y cantando canciones españolas e italianas.

Al fin, la chica que quería miró desde una ventana del segundo piso, sonrió, me mandó un beso y cerró las contraventanas. Yo me fui de allí con una sensación absolutamente maravillosa.

Después me fui a tres cantinas donde nadie tocaba y toqué y canté en todas ellas (Aunque sólo tocaba la mayoría de las veces). No conseguí tanto dinero como aquel anciano de la otra cantina, pero sí lo suficiente para comer al día siguiente y pagar mi habitación. Tenía la sensación de que lo había hecho bastante bien, y también aprendí un poco, porque cuando iba a una cantina y ya había alguien tocando, me sentaba y escuchaba.

Al día siguiente era domingo. Fui a la misa de la mañana, como lo había hecho antes, y toqué el órgano. Pero cuando intenté devolverle al padre su guitarra, me pidió que tocara también en la siguiente misa, y así lo hice.

Hubo cuatro ese día, y toqué en todas ellas. Entonces le dije:

—Si quiere la guitarra de su padre, será mejor que la coja, padre. Si no lo hace, me la llevaré.

Sonrió, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¿Y vas a dejarme todo tu dinero, hijo mío?

Me encogí de hombros.

—Tengo algo más de dinero ahora. No mucho, pero algo sí.

Señaló el cepillo para la colecta.

—Echa la moneda más pequeña que tengas y te devolveré el dinero.

Lo hice y me devolvió todo mi dinero. Después de contarlo, intenté devolverle otra vez la guitarra de su padre.

No la cogió.

—Quédatela, hijo mío. Mi padre quería que se la diera a mi hijo, y así lo haré.

Casi me echo a llorar. Le juré que, en cuanto tuviera el dinero suficiente para comprarme una, se la devolvería, y ahí lo dejamos.

Después de eso no hay mucho más que contar del tiempo que estuve en España, y no me divierte contarlo. Todas las mañanas tocaba el órgano y normalmente le llevaba la guitarra al padre para que viera que estaba bien (También tenía miedo de que me la robaran si la dejaba en mi habitación). Después, volvía a la posada y dormía un rato como hacía todo el mundo, porque había estado levantado hasta tarde la noche anterior tocando en las cantinas. Poco después de la puesta del sol tocaba para la chica de la que le he hablado. Pronto empezó a hablarme desde la ventana de la planta baja y nos cogíamos las manos a través de la rejilla. Le conté que era marinero y que solía vivir en La Habana. Una noche salió a hablar conmigo. Ella bailaba cuando yo tocaba (bailaba realmente bien) y nos besábamos y esas cosas.

A la noche siguiente salió la cocinera gorda.

—El amo puso el grito en el cielo y le ha pegado a la señora por tu culpa. Y también a Estrellita. Tanto que apenas puede caminar. ¡Fuera!

Aquello fue la gota que colmó el vaso. A la mañana siguiente le devolví al padre su guitarra y me fui al muelle. El Santa Charita ya había salido del dique seco y lo estaban equipando. El capitán me reclutó, como me había prometido. Me alegré porque sabía que si volvía a mi habitación de la posada iba a saltar. Eran tres pisos y había adoquines abajo, así que probablemente me habría matado. Anteriormente ya había necesitado una navaja, así que compré una de marinero con el dinero que me quedaba: una navaja plegable grande con el filo recto para cortar cuerda y un punzón también plegable. Cada vez que miraba su mango de madera, pensaba en la guitarra del padre. No eran parecidas, pero me hacía pensar en ella. Perdí la navaja cuando me encadenaron en el Weald.

Nos llevó otros diez días terminar de equipar el barco y cargar la mercancía. Esta era en su mayoría herramientas para carpinteros, herreros y demás, pero había un montón de cosas elegantes, como rollos de seda china y ropa buena.

Incluso nosotros nos sentíamos bastante elegantes, con la pintura fresca, el barco de nuevo enmasillado, velas nuevas y aparejo también nuevo. Durante un par de días lo comprobamos todo para asegurarnos de que funcionaba. Me mareé en el castillo de proa y me golpearon por eso. Cuando irte sentí mejor, fui a por el que lo había hecho. Yo era más joven y más rápido, y tenía más envergadura. Él era más fuerte y pesaba unos veinte kilos más que yo, así que casi me mata. Al final lo tiré al suelo, y casi inmediatamente me pidió clemencia. Cuando lo hizo, dejé que se incorporara. Se necesita mucha fuerza para hacer que un marinero pida clemencia.