15
Una mujer escondida
Fray Houdek cae muy bien por aquí, pero muy poca gente viene a misa los domingos. Eso es lo que me parece a mí. Le gusta a la gente, pero no vienen. Esta mañana, di la misa de las diez en punto. Hasta hoy, he tenido cuidado de decir lo que pienso lo menos posible: era breve en mis sermones y hablaba sólo sobre el evangelio del día (o el mercadillo benéfico). Hoy fui breve también, pero hablé del matrimonio, su aspecto sagrado y la necesidad del arrepentimiento. Sin él no puede haber perdón.
Si no hay arrepentimiento, el perdón sólo es consentimiento bajo otro nombre. Espero haber dicho eso.
El corazón humano es como un pájaro, he dicho. Revolotea de aquí para allá para luego volver al principio la mayoría de las veces. Los poetas dicen que debemos seguir a nuestro corazón. Cualquiera que interprete su vida, pronto verá adonde lleva y dónde termina.
La gente no sonreía cuando terminó la misa. Les di la mano como siempre hago, de pie, fuera, bajo el bendito sol de invierno. Odio hacerlo, pero es mi deber e intento hacerlo bien. Normalmente la gente me dice lo fuerte que es mi mano. Hoy nadie lo ha dicho.
Quizás habría sido mejor que hubieran sonreído.
Pronto, muy pronto, caerán los comunistas. Entonces empezaré mi largo viaje de vuelta.
Volver a nuestra última posición suponía navegar con el viento en contra, y eso significaba cambiar de rumbo en todas direcciones en un barco sin el palo mayor. Estaría mintiendo si dijera que ganábamos con cada cambio de rumbo que hacíamos. Muy a menudo no ganábamos nada, y a veces de hecho perdíamos al ser lanzados hacia atrás por el viento. La mitad de la guardia estaba poniendo la bandola, una pobre cosa gruesa, pero que era el palo más largo que teníamos. No es fácil cambiar el rumbo de un barco de velas cuadradas, así que pusimos una vela cangreja en la bandola. Cambiar de rumbo significa navegar ciñendo el viento como sea posible, y uno siempre desea navegar más ceñido. Otro punto, medio punto. Recé por los dos.
Hacíamos cambios de rumbo largos, por supuesto, una hora por aquí y dos por allí. Con nuestra tripulación teníamos que hacerlo, y Antonio probó su valía de una vez por todas. Jarden y el oficial de derrota querían tirar la mitad de la carga por la borda. Eso hubiera hecho más mal que bien, creo. El peso del barco daba a la quilla más agarre.
No vimos nada el primer día, pero hacia el final la bandola ya estaba levantada y la nueva vela cangreja inflada por el viento. La tripulación era más hábil que la que había desayunado esa mañana. Una de las cosas buenas de una vela cangreja es que su palo puede llegar más alto que el mástil. Con un mástil tan corto como el nuestro, eso es una gran ventaja. También hay cosas malas, pero aquella ventaja era suficiente para mí por aquel entonces.
Dormir sí era un problema. Jarden me quería dar el camarote del capitán. Me habría sentido como un caradura si lo hubiera aceptado, y si lo hubiera compartido con él, él habría querido cederme la litera mientras él dormía en el suelo con Azuka. Acabé durmiendo en el alcázar, en la parte posterior del timón, ya que estaba preocupado de que la bandola se cayera con el viento y de que pudiéramos adelantar al Magdelena en la oscuridad. No pasó ninguna de las dos cosas, aunque la última estuvo a punto.
Por una parte, el que durmiera en cubierta fue bueno, pero por otra fue malo. Cuando finalmente me tendí sobre la lona doblada, nunca imaginé que iba a ser el comienzo de una noche que nunca olvidaría. Cada noche en la rectoría, después de cepillarme los dientes y de ponerme el pijama, no puedo evitar recordarlo. Ninguna otra noche de mi vida ha sido como esa. Dejadme que empiece por lo bueno.
El cielo nocturno era tan claro como el cristal, y no había luna. Miré al vasto universo, saludé soles y familias lejanas de soles y vi los planetas avanzando lentamente entre ellos, el sangriento Marte y el radiante y puro Venus con su capa de nubes. Por primera vez en mi vida entendí realmente que iba montado en un planeta como aquellos, que la Tierra y yo girábamos en la oscura bóveda incluso cuando sonreíamos bajo la luz del sol. Toda mi vida había pensado en el cielo como un lugar indefinido muy lejano, una tierra misteriosa fuera del universo donde Dios está sentado en un trono de oro. Ese noche me di cuenta de que el cielo no está lejos en absoluto, que le cielo es donde está Dios, y que Dios está en todas partes. Que las almas de todos son su sala del trono.
El infierno está aquí también.
Los artistas de la Edad Media pintaban alegorías, decimos. Lo que realmente pasaba es que ellos lo veían con más claridad que nosotros, y pintaban lo que veían: ángeles y demonios, bestias y monstruos medio humanos como yo.
¿Cuánto tiempo me quedé allí mirando a las estrellas? Debió de haber sido mucho tiempo, ya que recuerdo claramente sus movimientos por el cielo. Supe entonces que los muertos bendecidos ven a Dios cara a cara, y sentía que yo también había visto una pequeña parte de lo que ellos vieron. Era glorioso, y superaba mi capacidad de descripción. Al final me dormí.
Una mujer me estaba acariciando cuando me desperté, y estaba desnudo o parecía estarlo, de cintura para abajo. Pensé entonces que me había equivocado, que Novia no se había quedado en el Magdelena, que estaba conmigo en el barco. ¿Cómo pude haber cometido un error tan tonto? ¿Había soñado que se había quedado atrás? Me besó y se puso desnuda encima de mí e hizo ciertas cosas que estaría mal contar aquí o en cualquier otro sitio. Me gustó. Mentiría si dijera que no. Había un claro deseo, y también amor. Amor de verdad.
Aquí en el centro juvenil, he oído a chicos decir que hay sexo bueno y malo, pero que incluso el malo es bastante bueno. Yo he tenido sexo malo, y se equivocan. Lo dicen porque piensan que suena guay. Cambiarán de opinión sobre cómo suena cuando sean mayores. Como he dicho, he tenido mal sexo, pero no esa noche.
Cuando por fin me desperté del todo, me senté y me tumbé de inmediato.
—Azuka —susurré—, ¿qué estás haciendo? Jarden nos va a matar.
Soltó una risita.
—Él duerme, Chris. Lo he dejado agotado.
—A mí también.
—No tanto como a Jarden. No te va a matar. Os conozco bien a los dos. No podría hacerlo y tampoco lo intentaría. A Mzwilili no le importará. Se siente honrado.
Así que éramos tres. Me llevó un segundo o así digerirlo.
—No se lo puedes contar a tu Novia. Se enfadará conmigo. Cuéntaselo todo, si te divierte este relato.
Azuka se rió otra vez.
—Le mientes para ponerla celosa. Eso es lo que pensará Novia. Estaré contigo cuando se lo cuentes, Chris.
Me besó.
—Quiero oírlo todo.
—Si tuviera agallas, te tiraría por la borda.
Me empecé a incorporar y me di cuenta de que tenía todavía el pantalón enrollado en uno de los tobillos.
—No lo harás.
Sabía que tenía razón. Me gustaba demasiado.
Vale, la amaba. Además, nos había salvado de morir ahorcados. Le dije que volviera con Jarden y le hice prometer que no diría nada.
—No lo despertaré —susurró—. Me has dejado demasiado cansada, Chris.
Después de eso, me fui a proa a orinar. La guardia estaba roncando durante la virada, tumbados en cubierta como si estuvieran muertos. Cuando volví, hablé con el timonel largo y tendido. Cuando estuve seguro de que no diría nada, me volví a echar y dormí hasta que el sol me despertó.
Supongo que debería decir que a la mañana siguiente el Magdelena estaba a nuestro lado, pero no fue así. Sé que no lo avistamos ese día. Puede que hubiera sido el día después, pero no estoy seguro.
Cuando lo vimos, había una captura española con él. Era el Castillo Blanco[1], aunque no podías comprar hamburguesas a bordo. Bromas aparte, el Castillo Blanco era una galera, y quizás el barco más bonito que he visto: bajo, refinado y brillante, con dos mástiles y un largo bauprés que llevaba dos velas latinas. Antes de seguir, debería decir que no era como las galeras en las que piensa la gente hoy en día cuando oyen la palabra, una especie de prisión con galeotes encadenados a los remos. Este tenía horquilla en la barandilla y remos largos, pero la tripulación era la que remaba, no esclavos; y aunque podían ser muy útiles cuando no había viento, no se usaban mucho. Ya estaba enamorado del Magdelena. Probablemente ya lo ha notado si ha leído hasta aquí. Con el Castillo Blanco fue diferente. No me enamoré del Magdelena realmente hasta que le limpiamos el fondo e izamos el foque. Con el Castillo Blanco, fue amor a primera vista.
Jarden lanzó el bote en el que había llegado Antonio y me llevaron al Magdelena. Azuka se quedó en el Rosa. Rombeau y Novia me estaban esperando cuando llegué a una de sus bandas. Pusimos rumbo a Port Royal y le dije a Jarden que nos siguiera. Y fue como volver a casa.
Es bastante estúpido, lo sé, pero voy a hacerlo de todas formas. Durante los últimos dos días he estado intentando no decir lo que Rombeau dijo y yo dije, lo que dijo Novia, cómo nos abrazamos y besamos y nos cogimos de la mano y todo eso. Lo he estado intentando, pero no puedo hacerlo. Esas cosas son demasiado importantes para mí. Si no puedo escribir las cosas que fueron importantes, no puedo escribir en absoluto.
Hacía un tiempo muy bueno. Soplaba un poco de brisa que nos refrescaba, y el sol se estaba poniendo por el oeste. La puesta tenía «Buen tiempo» escrito sobre ella. La temporada de las tormentas se acercaba, pero no había todavía ninguna. O si había, no estaban cerca. Le dije a uno de los hombres que subiera una silla para Novia. El resto de nosotros se quedaba de pie o se sentaba sobre la barandilla.
Pero antes de seguir, tengo que decir que la tripulación estaba contenta de verme, y eso fue algo que nunca olvidaré. Se arremolinaron a mi alrededor cuando subí a bordo y nos dimos la mano y nos abramos y todo eso. Nunca había hecho un esfuerzo especial para aprenderme el nombre de todos, pero me di cuenta de que me los había aprendido casi en su totalidad. La mayoría era sólo el apellido, pero tenía algún tipo de nombre para casi todos.
Entonces Novia se abrió paso y nos abrazamos y besamos durante lo que parecía una eternidad, y me regaló su hermosa sonrisa. Mucho después, Rombeau me llevó a popa y Dubec dijo a la tripulación que volviera a sus puestos, aunque el hombre del trinquete estaba lo suficientemente cerca como para oír mucho, y el timonel debió de haberlo oído todo.
—Tienes a alguien que navega por ti. Alguien de esa bonita galera blanca. ¿Quién es?
Los ojos de Rombeau se agrandaron, lo cual me divirtió, tengo que admitir.
—¿Cómo lo supo, capitán?
—Tenía sentido, eso es todo. Yo habría hecho lo mismo. ¿Quién es?
—El capitán. Él y su barco fueron lo único que conseguimos, pero lo conseguimos a él. Se llama Ojeda.
Rombeau hizo una pausa.
—Al principio fue reacio, pero pude persuadirlo. Él… todos los prisioneros están abajo, encadenados. ¿Quieres hablar con él?
Quería, y mandamos a uno de los hombres de Dubec a buscarlo. Era más pequeño de lo que esperaba e iba muy erguido. Su barba y su bigote debieron de parecer impecables cuando estaba de pie en su pequeño alcázar. Allí en la cubierta de popa del Magdelena parecían simplemente algo triste.
Se me ocurrió que podría ser bueno que no supiera que hablaba español. Rombeau seguramente había estado hablando en francés con él, así que eso fue lo que hice.
—¿Era usted dueño del Castillo Blanco? ¿Qué hace aquí?
Asintió.
Su francés era bastante malo, y a menudo tenía que hacer señas. No lo repetiré todo. «No pudimos resistirnos» era lo que quería decir.
—Seis cañones pequeños tengo. Él promete nuestras vidas.
—Ya veo. ¿Se mantuvo la promesa? ¿Estáis todos vivos?
Asintió.
—¿Cuántos?
—El dueño y su mujer. Tratados muy mal, nosotros. Álvarez. Tres marineros.
Rombeau me tocó el brazo cuando Ojeda dijo eso, y supe que pasaba algo.
—¿Quién es Álvarez?
Ojeda se quedó sin palabras. Por fin dijo:
—Mío oficial, señor. Él me ayuda.
—Tu oficial.
Cuando asintió, parecía aliviado.
—Sí.
—No parece una tripulación muy grande para un barco tan magnífico.
Se encogió de hombros. Quería decir «No soy el dueño».
Rombeau había retenido a los prisioneros abajo. Llamé a Mentón y le dije que llevara a Ojeda a proa y que se quedara allí.
—No le pegues a menos que te dé problemas —le dije—. No le hables y no dejes que hable con nadie.
Rombeau se rió entre dientes cuando se habían ido.
—No pueden conspirar, capitán. Mentón no sabe español y el otro no sabe francés.
—¿Ojeda no sabe o finge no saber? —pregunté.
Rombeau no supo qué contestar, así que cambió de tema.
—Hay una mujer a bordo del Castillo Blanco. ¿Se lo dijo? No lo entendí todo.
—Dijo estaban que el dueño y su mujer, pero de la forma en la que lo dijo me pareció entender que la mujer estaba en la bodega.
—Otra mujer. A lo mejor un hombre también.
—¿No has podido encontrarlos?
Rombeau negó con la cabeza.
—Todavía no.
—Sólo una mujer, Crisóforo. Ningún hombre —dijo Novia.
—Sería muy difícil esconderse en un barco —les dije—, y ese no es tan grande como este.
—Aun así, ella está ahí —insistió Rombeau.
Naturalmente los interrogué, y este es el resumen: había dos bonitos camarotes en el Castillo Blanco, y Ojeda no había vivido en ninguno de ellos. Uno había sido para el dueño y su mujer. Una mujer había estado viviendo en el otro. Había ropa esparcida por allí, las joyas no estaban en el joyero, y así. Los polvos y el colorete estaban abiertos. Había equipaje de hombre también, pero todo eso se había guardado.
Pregunté a Novia por qué había dicho que sólo había una mujer.
—Porque el capitán la protege. Te mentirá. Te dirá que no hay ninguna mujer. Es muy peligroso para él, amor mío, y lo sabe. Pero lo hará, porque ella no tiene protector. Tú no eres español, ni Rombeau, por eso no entiendes. Yo soy española y lo entiendo. Hay una mujer, sola, escondida en este barco. O eso piensa él.