5
¡Piratas!
Aproximadamente a mitad de camino a través del Atlántico nos encontramos con una tormenta. Algunos de los otros hombres decían que las habían visto peores, y supongo que me estaban diciendo la verdad. Aquella ya era bastante mala para mí, y sé que el capitán creía que podría hundirnos. Durante tres días y tres noches fuimos de un lado para otro rodando como si fuéramos bolos. En una ocasión, el agua llenó el combés hasta alcanzar casi un metro de altura. Perdimos a un hombre que se cayó por la borda y casi perdemos a otro: a mí. Cualquiera habría encontrado imposible dormir en ese barco, pero caíamos rendidos cuando nos tumbamos en nuestras hamacas. Estábamos totalmente empapados, pero daba igual porque había una gotera en la cubierta superior y el agua caía sobre nosotros. A veces podíamos dormir una hora o dos antes de que alguien gritara «¡Todo el mundo arriba!», aunque la mayoría de las veces eran quince minutos.
Íbamos con las velas recogidas, y aun así las cosas se rompían igual o se soltaban con el viento. Siempre que una vela se soltaba, teníamos que intentar recogerla de nuevo antes de que la tormenta la rompiera. A veces Jo conseguíamos y otras veces no. Todo el aparejo fijo se empapó, lo que hizo que fuera más largo. Eso significaba que todos los estayes estaban sueltos y que podríamos perder uno o ambos mástiles cuando el barco se balancease. Tuvimos que intentar tensarlo todo, trabajábamos en la oscuridad incluso cuando era de día, con la lluvia golpeándonos la cara y con grandes olas que sobrepasaban la barandilla. No sé con qué fuerza soplaba el viento, pero cuando atrapaba algo, sólo tenías un instante antes de verlo desaparecer para siempre.
No recé: estaba demasiado ocupado y cansado. Habría dejado que la tormenta me matara si no hubiera sido por los otros hombres de nuestra tripulación. La mayoría de ellos no me gustaban y los que me caían bien, tampoco me caían tan bien. Pero no había tiempo para pensar en ello. Éramos uno, y si el barco se iba a pique, moriríamos.
Cuando al fin cesó la tormenta y el tiempo se tornó cálido, el cielo azul y el sol brillante, pasó medio día antes de que ninguno de nosotros tuviera la energía suficiente para sacar las hamacas y la ropa de repuesto para que se secara. Dormíamos en la cubierta. Esa noche tomamos la primera comida caliente en cuatro días. El cocinero hizo lo mejor que pudo: un sofrito de ternera fresca, cerdo salado, pan de barco, cebollas y tomates, con mucho ajo. Había vino, y recuerdo que el viejo Zavala me sonreía. Había perdido casi la mitad de los dientes.
Muchas cosas pudieron haber pasado entre ese momento y lo siguiente que recuerdo, pero no pueden ser importantes, o de lo contrario sería capaz de recordarlas. Trabajamos todas las guardias en el barco e intentamos reparar los daños tanto como pudimos.
Una noche alguien me despertó y me gritó que subiera a cubierta. Había otro hombre con él que tenía un alfanje en una mano y un farol en la otra. No conocía a ninguno de ellos. Lo único en lo que podía pensar era en de dónde podrían venir.
Fuera, nos hicieron ponernos en fila. Como he dicho ya, he olvidado muchas de las cosas que pasaron entre la tormenta y esa noche, pero esa noche la recuerdo mejor que ninguna otra cosa que me haya pasado en mi vida.
Estaba nublado, no había luna y sólo una o dos estrellas se asomaban entre las nubes. Había un ligero oleaje, y el Santa Charita se balanceaba lo suficiente como para sentirse vivo. Se encendieron cinco o seis, o quizás ocho o diez faroles, uno a medio camino del palo mayor y otro en la barandilla del alcázar que parecía que se iba a caer en cualquier minuto. Los demás los llevaban unos piratas: un farol en una mano y un alfanje o una pistola en la otra.
Me puse en la fila y entonces vi que había dos cadáveres en la cubierta. Uno era el del viejo Zavala. No dejé de mirar al otro mientras intentaba averiguar quién era. Tenía la cara vuelta y sólo llevaba puesta una larga camisa.
Alguien, una voz que no conocía, dijo:
—Vamos a poner otra luz aquí.
Pegué un brinco, porque me dio la sensación de que debía conocer esa voz, y porque la frase fue formulada en inglés.
—Muchos os cortarían el cuello —dijo el hombre que hablaba en ese idioma.
Entonces, otro hombre dijo lo mismo en español, pero más alto.
—Habéis tenido suerte. Mucha suerte. Habéis caído en las manos del compasivo capitán Bram Burt. Cualquier hombre que me desobedezca o mienta morirá más rápido de lo que lo se tarda en dictar sentencia. Pero los que me obedezcan y me digan la verdad vivirán, y algunos de ellos incluso podrán hacerse ricos mientras son todavía jóvenes para disfrutarlo.
Cuando lo tradujeron al español, todos nos miramos. Antes de eso, lo había estado mirando a él, intentando recordar dónde había visto esa cara redonda y ese bigote largo y rubio. Si ha leído hasta aquí, ya habrá conseguido saber quién es antes que yo.
Señaló al hombre muerto de la camisa larga.
—Éste era vuestro capitán. Lo sé porque salió del camarote del capitán. ¿Qué otros oficiales hay en este barco? Los oficiales de las guardias.
Señor dio un paso hacia adelante. Parecía lo bastante asustado como para desmayarse, pero sonó valiente cuando dijo:
—Sólo yo.
El capitán Burt desenganchó la pistola de su cinto, la montó rápidamente y apuntó a Señor.
—Será mejor que me llames capitán.
Señor se llevó la mano a la frente.
—Sí, capitán.
—¿Sabes llevar el barco?
—Sí, capitán.
—¿Quién más sabe?
Señor abrió la boca, pero no dijo nada.
Levanté la mano y dije en inglés:
—Yo sé un poco. Nadie más.
—En verdad, capitán. Nadie más.
El capitán Burt me estaba mirando y no prestó atención a Señor.
—Tú… Baja la mano.
Levantó la voz.
—Ahora quiero que todos los hombres casados levanten la mano. Y no me mintáis. Todos.
Después de decirlo en español, casi todas las manos se levantaron, incluida la de Señor.
—Ya veo. Los casados, que se queden en su sitio. Los solteros, que vayan a la barandilla de estribor y que se sienten.
Hicimos lo que nos dijo. Sólo éramos cuatro. Dos piratas nos vigilaron durante lo que pareció una hora.
Mientras estábamos allí sentados, los otros piratas echaron el bote al agua con los hombres casados, con un barril de agua y una ristra de cebollas. No pudimos ver el bote hasta que empezó a ponerse en marcha. Cuando lo hizo, sólo era una especie de sombra más oscura en el mar, pero sabía que tenía que estar lleno de hombres y listo para hundirse en cuanto este se pusiera bravo. Eran dieciséis hombres de la guardia de estribor y ocho de la de babor, además del capitán y Señor, lo cual hacía veintiséis hombres. Que yo supiera, habían matado a dos, y creo que eso era todo. Nosotros cuatro nos quedamos en el barco. Así que había veinte hombres en un bote donde habría creído que sólo cabía una docena.
—Escuchadme —dijo el capitán Burt cuando volvió con nosotros— y escuchadme bien. Podéis uniros a mi tripulación si queréis. Si lo hacéis, todos haréis un juramento y perderéis la vida si lo rompéis. Cuando hayáis hecho el juramento, compartiréis nuestras ganancias de la misma forma que lo hacen estos hombres. Comeréis y beberéis con nosotros y seréis tratados como miembros de nuestra tripulación. Si no queréis, os dejaremos en el primer lugar desierto que encontremos. Ahora quiero que se pongan de pie los que se quieran unir a nosotros.
Me miró muy fijamente mientras el otro hombre estaba repitiendo lo que acababa de decir en español, pero no me levanté. Los otros sí, pero yo no.
Después de eso me ataron las manos y me quedé allí sentado durante horas. Le pregunté al guardia si podía tumbarme. Me dijo que sí y estaba a punto de dormirme cuando me pusieron de pie y me llevaron la camarote del capitán.
El capitán Burt estaba allí. También su baúl y todas sus cosas, que eran muchas. Había dos sillas y me dijo que me sentara en la vacía, y así lo hice.
—Tú eres el chico de Jersey con el que hablé en Veracruz, ¿verdad?
Mascullé que sí lo era.
—Eso creía.
Sacó una caja de rapé de plata del abrigo azul con botones dorados que iba a llegar a conocer tan bien, cogió una pizca y dijo:
—Tú sabes mi nombre, pero yo he olvidado el tuyo. ¿Cómo te llamas?
Se lo dije de nuevo, llamándole capitán.
—Vale. Hablas bien el español.
Asentí.
—También francés. Bastante francés.
Le contesté en francés que sí, pero que nadie pensaría que era francés.
—¿Sabes pilotar un barco?
—Un poco. Nunca dije que fuera un experto.
—Quiero que te unas a nosotros, Chris. Ya tengo a tres, pero no me importaría cambiarlos por ti. ¿Qué quieres a cambio de unirte?
Intenté pensar si había algo.
—¿Tu propio barco? Serías el capitán y dependerías de mí. Reclamaría mi parte de capitán de cualquier cosa que consiguieras tú solo, pero el resto sería tuyo.
Negué con la cabeza.
—Eso es robar, capitán. Robar y asesinar. No lo haré.
Burt suspiró.
—Eres un caballero, Chris, lo sepas o no. Dame tu palabra y te cortaré las ataduras. Darme tu palabra significa que no intentarás escaparte, por tu honor.
Asentí.
—Desáteme y no intentaré escapar. Lo juro por Dios.
—Por tu honor.
—Sí. Lo juro por mi honor.
Sacó una daga y me la enseñó.
—Acero de Sheffield y el mango negro es de raíz de hiedra. La montura es de plata. No éramos ricos, ¿entiendes? Mi padre es tendero. Sé que le debió de haber costado a mi madre hasta el último penique que tenía.
Me estaba frotando las muñecas.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque estaba orgullosa de usted.
Me hizo daño decirlo, pero lo hice.
El capitán Burt asintió.
—Lo estaba. Estaba orgullosa de mí porque iba a luchar por mi rey y mi país. También es tu país, Chris.
Sabía que no lo era, pero me pareció que era mejor no decir eso.
—Y eso es lo que estoy haciendo. ¿Alguna vez te han pagado la mitad de nada?
No entendí lo que quería decir, pero negué con la cabeza.
—A mí sí. La paga de un guardiamarina es la cantidad de dinero que le darías a un mendigo. No te enrolas por el salario, ¿vale? Lo haces por el botín, y si tienes suerte, este puede ser de guineas. Amarraron mi barco y bajaron mi paga a la mitad. Lo que significaba la mitad de nada.
Le dije:
—¿Qué hizo usted?
—Ya lo ves —dijo el capitán Burt, y sonrió—. Esto.
Se levantó de un salto.
—Escucha, Chris. España nos odia y nosotros odiamos a España. La única razón por la que no estamos en guerra es que todavía no somos lo suficientemente fuertes para luchar contra ellos. La única razón por la que no están en guerra con nosotros es que hacen todo lo que pueden para contener a los salvajes aquí. Mis hombres y yo robamos barcos y ciudades españolas. ¿Cuánto tiempo crees que podríamos seguir así si su majestad le fuera a decir al gobernador de Jamaica que me arrestara?
No lo sabía y se lo dije.
—Quizás un año. Ni un día más, y podría ser incluso menos. Escúchame, Chris. Antes de Cromwell, España trató de conquistarnos. Su rey mandó la armada más grande que se haya visto nunca, y los derrotamos por poco. Si las cosas hubieran sido un poco diferentes, si Drake o aquellos otros no hubieran estado por ahí, nos habrían vencido.
Todavía puedo verlo de pie mirando fijamente, con los pulgares enganchados en su ancho cinto y con dos grandes pistolas también enganchadas en él. Si hubiera sido un poco más alto, habría tenido que andar un poco encorvado por debajo de las vigas de cubierta. Tenía la mirada que tienen los hombres que han matado a gente con la que han hablado y bebido (Quizá yo también la tenga, ya que he hecho esas cosas. No lo sé).
—El oro que robo a los españoles es oro que los españoles han robado a los salvajes.
Asentí. No quería, pero lo hice.
—No sé todo lo que te han enseñado o en cuánto de eso crees, pero así es el mundo, Chris, y así se va a quedar. Bueno, por Dios, sé jugar tan bien como los españoles. No, mejor. Y lo he demostrado.
De repente, sonrió.
—Vamos a brindar por ello. Tu capitán tenía un buen vino canario.
Lo sacó y puso un vaso a cada uno.
—Eres un caballero, Chris. Yo también lo soy, y oficial del rey, ¿eh? Aunque él no lo reconozca en voz alta. Podemos ser amigos sin estar de acuerdo en todo, ¿verdad?
Le dije:
—Sí, por supuesto.
—Entonces bébetelo todo. ¿Quieres unirte a nosotros? No, veo que no quieres. Aunque quizá cambies de opinión más tarde.
Bebió su vino a sorbos, hizo un chasquido con los labios y rió ahogadamente.
—¿Quieres saber qué pasa en Westminster? El embajador español va a donde el rey y se queja de mí. El rey y todos sus ministros, solemnes como clérigos, dicen que seré tratado con severidad tan pronto como den conmigo. Cuando se ha ido, se echan unas risas y otra copa.
Acabó su copa.
—Venderemos la mercancía de este barco en Port Royal, y la venderemos barata, porque venderla en otro sitio significaría tener que hacer un viaje largo. Mis hombres gastarán su parte del precio que consigamos, o la mayor parte de él. Una buena parte acabará en Londres en forma de impuestos. Así que lo que hago ayuda a Inglaterra y daña a España. ¿Cuántas horas de sueño crees que ha perdido el rey intentando idear una forma infalible de frenar a Bram Burt?
Dije:
—Ninguna, supongo.
—Exacto.
El capitán Burt se sentó de nuevo.
—Los hombres gastan su parte en Port Royal. La mayoría la apuesta una y otra vez hasta que la pierden. Me gustan las chicas y el vino tanto como a cualquier hombre, Chris, pero no juego a menos que sepa seguro que voy a ganar. Tengo cofres enterrados en dos islas y algún día los desenterraré, añadiré algo más y pondré mi barco rumbo a Inglaterra como un hombre rico. El hacendado Burt, ¿eh? Mis viejos amigos y yo viviremos en una casa de treinta habitaciones, con criados, y todas las doncellas de Surrey se pelearán por el hacendado Burt, el hombre que trajo una fortuna de las Indias Occidentales.
No sabía qué decir, así que asentí.
—No te pediré que te unas a nosotros, Chris. Ya te lo he pedido dos veces, y a la mayoría no se lo pregunto ni una vez. Pero cuando cambies de opinión, da un grito. Dejaré que te quedes aquí durante un tiempo para que veas cómo funciona, después veremos si te conseguimos un barco para ti solo. ¿Tienes una hamaca en el castillo de proa? ¿Y una bolsa?
Le dije que sí, que tenía una pequeña.
—Vale. Ve a por ellas. Eres mi prisionero, así que no puedes estar con mi tripulación. Pero tampoco quiero ponerte los grilletes, porque sé que cambiarás de opinión. Quédate cerca, para que te pueda educar, ¿eh? Quédate cerca y presta atención.
Le dije:
—Sí, señor.
—Contestarás al «Todo el mundo arriba», pero no harás guardia. Mantén los ojos abiertos y la boca cerrada, si no quieres servir de comida para los peces.
Todo fue así durante un tiempo. El capitán Burt dormía en la cama del capitán y yo en mi hamaca, que estaba colgada en el otro lado del camarote, que no era muy grande según los criterios de tierra firme. Me quedaba a su lado, iba a los recados cuando me lo pedía e intentaba aprender. Una o dos veces estuve muy tentado de unirme a ellos, pero nunca lo hice.
Resulta que la ropa era diferente, cómo hablaban era diferente e incluso los cañones y los ruidos eran diferentes, pero él quería que fuera el matón. No sabía mucho sobre los matones entonces, ni sé mucho ahora. Pero sabía lo suficiente, incluso en aquel momento, como para saber que no quería serlo. No creo que mi padre hubiese querido que lo fuera, tampoco. Para empezar, por eso me envió a Nuestra Señora de Belén, o creo que debió de haber sido por eso.
Ahora le hablaré de los piratas, pero no hay una diferencia real entre los matones y los piratas. Uno está en el mar y el otro en las ciudades. Una gran parte de sus vidas es el dinero, y el dinero es sólo otra forma de decir libertad. Si tienes dinero, puedes hacer más o menos todo lo que quieras hacer (Si no me cree, mire a la gente que lo tiene). Comes lo que quieres y bebes cuando quieres. Puedes tener dos o tres mujeres a la vez, si es eso lo que quieres. Puedes dormir hasta tarde si quieres y no tienes que trabajar. Si quieres quince trajes, puedes tener quince trajes, y puedes viajar si es eso lo que quieres. Si te gusta un tipo de trabajo, lo puedes hacer. Pero nadie te puede obligar.
No es exactamente así ni para los piratas ni para los matones, pero es parecido. Y por eso lo hacen.
Coja un barco pirata como el Weald, que era el nuevo nombre que le habían puesto al Santa Charita. Éramos veintiséis para hacer todo el trabajo, pero cuando dejamos Port Royal teníamos casi cien a bordo. El capitán Burt me explicó que necesitaba tener suficientes hombres para manejar las velas y encargarse de todos los cañones a la vez. Y por supuesto que tenía razón, ya que había más manos para trabajar y nadie tenía que trabajar muy duro. Podrían gritar a alguien que trabajaba demasiado despacio, pero nunca le pegaban con una cuerda ni nada parecido. Si de verdad estaba holgazaneando, ocho o diez lo atacaban (vi cómo le pasó a uno que se llamaba Sam MacNeal y hablaré de él pronto si tengo tiempo), pero nadie se quedaría ahí de pie con una cuerda para pegarle con ella.
Bebían mucho, y había un hombre que estaba bastante borracho la mayor parte del tiempo. Todo el mundo lo dejaba en paz. Decían que lo hacía una vez al año más o menos y que pararía cuando ya no pudiera más. Se ponía enfermo durante una semana y después de eso se convertía en un buen marinero y en el hombre más valiente del barco. Lo llamaban Bill Bull, y ése pudo haber sido su verdadero nombre. Todos apestábamos, pero él era el peor, y cada vez que me asalta la tentación de beber mucho (que no pasa a menudo) recuerdo a Bill Bull y lo mal que olía.
En Port Royal, después de vender la mercancía, se dividió el dinero según las normas, lo que era básicamente una parte para cada hombre del barco excepto para mí. El capitán Burt hizo la repartición y cogió diez partes, y no me sorprendería que hubiese añadido algo más a su parte. Siempre me pareció un avaricioso. Aun así, los hombres se llevaron un buen pellizco, y en Port Royal podían comprar lo que quisieran.
Y quiero decir cualquier cosa. Si estaba a la venta en cualquier parte del mundo, estaba a la venta en Port Royal. Y también las cosas que no estaban a la venta en ningún otro sitio, allí sí lo estaban.
Hay otra cosa que tengo que decir de los piratas. La pasada noche vi una película sobre nosotros y casi todo estaba mal. Lo peor es la edad. Todos los de aquel barco parecía que tuviesen treinta, y muchos parecía que eran diez o veinte años mayores. Los piratas de verdad no son así. Los piratas son casi todos jóvenes. Muchos de nuestros hombres tenían dieciséis o diecisiete años, y no me creo que hubiera alguien en el Weald que tuviera treinta.
El capitán Burt no puso su barco en dique seco, pero sí vinieron carpinteros, y también a reglar las velas y todo eso, e hicieron muchísimos cambios. Cuando salimos de nuevo, teníamos más cañones, y más grandes, y el palo mayor tenía el aparejo longitudinal y no cuadrado. Eso quería decir que el barco no sería tan rápido ante un viento de popa ni tan fácil de manejar con ese viento. Pero por lo general sería más fácil, podría girar más cómodamente y navegar más ceñido al viento.
Hay mucho más que contar, pero creo que casi todo será mejor y se entenderá mejor más tarde. Déjeme que le diga que al no tener dinero me quedaba en el barco la mayor parte de tiempo e intentaba hacerme cargo de algunas cosas, algo que el capitán Burt apreciaba y me agradecía. Y que cuando zarpamos de nuevo había dos carroñadas en el alcázar y el capitán Burt y yo compartimos su camarote con un cañón de nueve.
También hubo más problemas con MacNeal, y cuando llegamos a una pequeña isla bastante cerca de Jamaica que tenía unos cuantos árboles y ningún habitante, simplemente lo dejamos allí y nos fuimos.