21
Adiós, viejo amigo
La última vez que había visto Tortuga, había estado remando en una piragua. Ahora era capitán del barco más hermoso que nadie haya visto jamás y tenía otro, más grande y bonito también, con su capitán a mis órdenes. Era bastante diferente: el capitán del Castillo Blanco estaba mucho más preocupado que aquel chico que remaba la piragua y tenía muchas cosas de las que preocuparse.
—Ésa es la isla Tortuga —le dije a Novia—. ¿Ves la forma?
Ella asintió, todavía estudiándola a través de mi catalejo y luego miró hacia arriba a la bandera dorada y blanca francesa que teníamos izada.
—¿No nos dispararán?
—Muy bien —le dije—. Has visto las baterías. Yo también. No nos pondremos a su alcance. Rombeau y yo iremos a tierra en la yola del Magdelena.
—Eres igual de francés que yo, Crisóforo. Manda a Bouton.
Le dije que podría pasar por francés y que quería ver las baterías por mí mismo.
Cuando Melind y yo habíamos dejado Tortuga, no había baterías de costa y los españoles habían destruido la ciudad. La ciudad había vuelto, y aunque la mayoría eran todavía chozas, las calles eran más amplias y más rectas y no todo era casuchas.
La batería de costa que Rombeau y yo fuimos a ver tenía cinco cañones largos, probablemente de veinte libras, con un horno para calentar las balas. Había una empalizada para proteger a los cañoneros. Saludamos al oficial al cargo y le dijimos que éramos comerciantes que respetaban la ley y que sólo queríamos ir al puerto a comerciar.
Él guiñó el ojo y preguntó si vendíamos cañones; vio que teníamos unas cuantas cañoneras. Le expliqué las teníamos para defendernos de los malditos españoles y le dije que estaba seguro de que cada barco tenía que pagar una pequeña tarifa para ir al puerto. Nosotros estaríamos dispuestos a pagarla. Cuánto era. Después de eso hablamos de dinero durante un tiempo. Rombeau y yo finalmente hicimos que la bajara a cerca de la mitad.
Apenas atracamos en el muelle, un guardia se acercó con una carta que decía que el gobernador de la isla quería parlamentar con los dos capitanes esa tarde.
M. Bertrand d’Ogeron era uno de los hombres más grandes que había visto nunca. Estaba gordo, eso seguro, pero también era alto y tenía músculo debajo de la grasa. Lo gracioso de él era que parecía estúpido, con su cara grande, ancha y gorda y su nariz y boca pequeñas. Además tenía la manía de abrir mucho los ojos, lo que hacía que pareciera un verdadero idiota. Cuando lo hizo por tercera vez, lo entendí. Esperaba que dijéramos algo estúpido que pudiera usar si seguíamos aferrándonos a la historia de que éramos comerciantes honestos. En cuanto a él, era casi tan tonto como el barómetro.
—Tienen vino, ¿verdad? Un buen vino francés. Me encantaría.
Dijimos que no teníamos.
—Una pena, messieurs. ¡Qué pena! Uno no puede conseguir vino bueno aquí. Ron. El ron no es vino.
Parecía que iba a llorar y negó con la cabeza.
Estábamos de acuerdo y le dijimos que queríamos comprar provisiones y quizá contratar algunos marineros que necesitaran trabajar.
—¿No tienen vino?
—No.
Los dos negamos con la cabeza.
—En casa, mi madre, ¡oh mi pobre madre!, solía poner delante de mí la mejor comida de Provenza y el mejor vino.
Suspiró con la suficiente fuerza como para llenar la vela mayor.
—Dicen que está muerta. No me lo creo. Mi pobre madre, mi pobre, anciana madre. Muerta. ¿Ella? ¡No puede ser! ¿Creen que está muerta, messieurs?
Le dijimos que parecía bastante improbable y sacamos el tema de los marineros otra vez.
—¿Marineros honestos, messieurs? Olvidaron decir que tenían que ser marineros honestos.
Fue entonces cuando nos echó esa mirada idiota.
—Olvidaron decirlo, pero no querrán hombres que les birlen la mercancía. ¡No, no!
—Necesitamos hombres con tanta urgencia que nos llevaríamos a cualquiera, su excelencia —dije yo.
—¿Piratas? Ustedes no aceptarían piratas, ¿verdad?
—Puede que deseen reformarse, su excelencia. Necesitamos hombres con mucha urgencia.
Me encogí de hombros.
—Estoy seguro de que lo entiende.
—Piratas franceses.
Asintió y parecía satisfecho.
—Unos buenos y honestos franceses, como nosotros lo somos.
Rombeau dijo:
—Cualquiera. Enseguida les enseñaría a hablar.
Y yo añadí:
—Los necesitamos con urgencia.
—¿Otra vez? —dijo mientras ponía la mano sobre la oreja—. ¿Dígalo otra vez? No le he entendido.
Repetí lo que dije.
—Bueno, bueno. Es simple, ¿verdad? Necesitan hombres. Lo entiendo ahora. Necesitan hombres. ¿Y provisiones? ¿Comida? ¿Ron? ¿Lona? ¿Cuerda?
Asentimos.
—Ya veo.
Cogió un hermoso tintero de porcelana y lo miró fijamente como si no lo hubiera visto antes.
—¡Vaya, miren esto! Tiene una torre con un montón de tejados. ¡Cada vez más tejados!
La pluma se cayó y refunfuñando se agachó para recogerla. Estaba seguro de que iba a tirar la tinta, pero no lo hizo.
Se enderezó y se puso la pluma detrás de la oreja.
—Messieurs, tengo malas, malas noticias para ustedes.
Nos echó la mirada del idiota.
—¿Van hacia China? Se gana mucho dinero cada año en el comercio de China.
Dijimos que no.
—Seda para las damas. ¿Té? Otras muchas cosas. ¡Tienen que ir! Pero no hay marineros honestos, ¡ninguno! Yo nunca he visitado China. ¡Nunca he estado allí! Sólo soy un hombre pobre, exiliado de su patria y su pobre anciana madre, messieurs.
—Nosotros también somos pobres, su excelencia. Estoy seguro de que más pobres que usted.
—¿Marineros ingleses? Sé que no quieren marineros ingleses. Esos ingleses son unos cerdos.
—Cualquiera, su excelencia. Enseguida les enseñaríamos francés, como dice el capitán Rombeau.
M. d’Ogeron negó con la cabeza.
—No se puede confiar en ellos. ¿Usted es francés, monsieur?
Le dije que sí.
—Qué extraño. Bueno, bueno, bueno. Cada vez que habla, bueno, no importa, ¿verdad?
Miraba fijamente, mientras asentía para sí mimo.
—¿No somos todo hijos de Adán, messieurs? Yo sé que lo soy. Mi pobre madre me lo explicaba con frecuencia. Yo mismo soy, messieurs, socio de un comerciante inglés.
Asintió de nuevo, cogió la pluma de detrás de la oreja, la miró de manera acusadora como si le hubiera hecho cosquillas y se le cayó al suelo.
—Espero que su sociedad le sea de provecho, su excelencia —dije yo.
Suspiró. Si la pluma hubiera estado en su escritorio, hubiera salido volando.
—No es mi barco, monsieur. Es de mi socio y me está engañando. ¡Me engaña de manera abominable! Y aun así… Y aun así me trae un poco de oro de vez en cuando.
—Eso está bien —dije yo.
—Sí, monsieur. Quizás, al ser usted también inglés, lo conozca.
—Sin duda lo podría conocer, su excelencia, si fuera inglés.
—Capitán…
De nuevo me miró fijamente y durante tanto tiempo que fue difícil no decir nada.
—¿Burt? Mi socio y querido amigo el capitán Burt.
Sonreí.
—Claro que sí, su excelencia. Da la casualidad de que tengo el honor de conocer a un capitán Burt. Un hombre honesto y un buen marinero, como yo.
—Ya veo.
D'Ogeron se rascó la cabeza.
—Siempre se me están cayendo las cosas, monsieur. Mi… lápiz. Esa cosa con una pluma. ¿No le pasa a usted lo mismo, monsieur?
—Sí —le dije—. Justo esta mañana se me cayeron dos pistolas.
Una pistola es una moneda de oro española, y me imaginaba que lo sabría.
Sonrió.
—Es una suerte que no estuvieran cargadas. ¡Mon dieu! Podrían haberle matado.
Rombeau dijo:
—Sí, su excelencia. O a otra persona.
—¿Tiene españoles en su barco, monsieur?
Rombeau me miró y supe que estaba pensando en don José y Pilar.
—Sólo tiene unos pocos, su excelencia —le dije.
—Está bien, pero tendría que haber más para parar las balas.
—Oh, no les deseo ningún mal a los españoles, su excelencia. Tenemos intención de comerciar con las colonias españolas del continente, al sur de Maracaibo.
Sonrió de nuevo.
—Les deseo todo el bien, messieurs. Pero debéis tener cuidado de que no les hagan ningún mal a ustedes tampoco, intrépidos capitanes. ¡El miedo es útil! Era uno de los dichos de mi difunta madre, messieurs. Cuanto más valientes son los ratones, más gordos los gatos. Ustedes no son gatos, ¿verdad? Un chat regarde bien un évêque.
Rombeau dijo:
—Sólo de vez en cuando, su excelencia.
No creo que Rombeau entendiera lo que estábamos diciendo, y, cuando nos íbamos, intentó que mirara la pequeña bolsa de cuero que se me había caído. Tuve que cogerle del brazo y sacarlo de allí a empujones.
Hoy béisbol. A fray Phil no le importa, así que se hizo cargo del centro juvenil por mí para que fray Houdek tuviera compañía mientras veía el partido. Pittsburgh estaba en la ciudad, así que los animé mientras fray Houdek animaba a nuestro equipo.
Apostamos. El ganador tenía que dar la misa de las siete en punto de la mañana. Pittsburgh ganó por una carrera, que probablemente era como tenía que ser.
—Une série vaut bien une masse —le dije al padre.
Debió de haber pensado que me había vuelto completamente loco.
Compramos pólvora y balas en Tortuga y así llenamos de nuevo el almacén. Por supuesto, nos refrescamos y compramos más cosas. No tuvimos problemas con los comerciantes y antes de irnos nos enteramos de que el hombre de d’Ogeron había estado yendo a ellos diciéndoles que nos trataran bien. O de lo contrario… D’Ogeron era un político honesto, cuando lo comprabas, así se quedaba.
Un vendedor me contó que había estado amenazando a los comerciantes, después de hacerme jurar que mantendría el secreto. No puedo imaginar el daño que él creía que haría el hecho de hacerlo público. Pero lo juré y he mantenido mi juramento hasta ahora.
Cuando tuvimos todo de la lista, compré algo más: una piragua. Teníamos la lancha (que no era tan grande como la del Magdelena) y el esquife, pero tenía la sensación de que podríamos necesitar algo más. Por lo que algunos de los hombres me habían dicho, el capitán Burt a veces se hacía con botes de pescadores. Quizá podría haber hecho eso también, pero nunca me habría sentido bien por ello. Pusimos la piragua debajo de la lancha.
Por lo que había oído en Tortuga, los españoles habían retrocedido y los franceses controlaban de nuevo todo el extremo este de La Española. Me contaron que era un buen mercado para esclavos también, porque la provisión de sirvientes ligados por contrato estaba escaseando. Supongo que sería porque muchos de ellos volvían a Francia y les contaban a los demás cómo era eso. Me guardé en el subconsciente lo de la necesidad de esclavos, pensando que podríamos capturar un barco español de esclavos. Pero no ocurrió.
Ni tuvimos que ir muy lejos por la costa del norte, ya que vimos unos bucaneros en la playa que ondeaban trapos atados a palos e intentaban vendernos carne seca. Los dos barcos entramos en puerto y les compramos todo.
Cuando les entregué el dinero y todo salió bien, les dije:
—Conocí a un hombre que hacía lo mismo que vosotros. Era un buen tirador y me gustaría convencerle para que se uniera a nosotros, si puedo. Su nombre era Valentín. ¿Alguien lo conoce?
Se rieron todos y uno dijo:
—Te gustaría conseguir la recompensa, capitán. ¿Quién no? No lo tenemos y si lo tuviéramos no nos lo quitarían tan fácilmente.
Por supuesto, les dije que no sabía que había una recompensa y les pregunté de cuánto era y si había sido d’Ogeron el que la había ofrecido.
—Cien piezas de ocho, capitán. Vivo o muerto. Otro capitán la ofreció. Estará de acuerdo en que no es una mala oferta.
Había olvidado el nombre del capitán, pero otro tipo lo recordaba. Era el capitán Lesage. Quise saber si ese Lesage era el capitán de la balandra Windward. Dijeron que no, que tenía un barco de tres palos, el Bretagne.
Después de eso cogí a Jalabert y a Pat el Rata y nos fuimos tierra adentro en busca de Valentín. Sabía los lugares en los que le gustaba cazar y los lugares que frecuentaba y fuimos a todos esos sitios. No estaba en ninguno de ellos y no había ningún tipo de señal que nos dijera que había estado allí recientemente. Encontramos cenizas donde Valentín solía secar la carne, pero estaban frías y había llovido sobre ellas, por lo menos una vez, y probablemente más.
Después de tres días, decidí que subiríamos a la cueva. Al menos me diría si se había llevado el mosquete y todo lo que había dejado allí para él, y después nos iríamos al barco.
Allí lo encontré a él y también a Francine. Muertos. No eran sólo huesos, como todos los nativos americanos que había muerto allí: sus cuerpos estaban bastante secos. Les habían disparado una vez, a los dos, a él en la cabeza. El mosquete que le había dejado estaba allí, vacío. Puede que él hubiera matado a Francine y se hubiera matado después. Pudo ser así. No lo sé. Pudo ser también que alguien los encontrara allí y los matara a los dos. Dos hombres pudieron haberlo hecho, o un hombre con un mosquete y una pistola.
Los dejé allí mismo y cerramos la boca de la cueva con un montón de piedras. No sé si alguna vez la encontraron. Espero que no.
Mañana me mudo a Sagrada Familia. Fray Wahl vendrá a por mí. Tengo todo listo, menos esto. Nueva gente y nuevas responsabilidades y granjas y animales de granja, lo cual sé que me gustará. Aunque esta noche no puedo pensar en otra cosa que en Valentín y Francine, y en el tiempo que pasé con ellos en La Española.
Valentín y Francine, muertos en la cueva.
Cuando regresamos al barco, Bouton había enrolado a dos bucaneros y estaba orgulloso de sí mismo. Lo felicité como hay que hacerlo. Después me fui a mi camarote y me senté mirando por la ventana sin ver nada. Cuando Novia intentó hablarme, le dije que se fuera y después de un tiempo zarpamos sin que yo diera ninguna orden.
Me senté allí bebiendo ron durante casi toda la noche, creo. No lo engullí, sino que lo bebía sorbo a sorbo de vez en cuando. El largo cañón de nueve que estaba a la altura de mi codo era la única compañía que tenía y todo lo que quería. Cuando hube bebido la mitad de la botella, tiré el resto al mar y me fui a la cama. No haré nada de eso esta noche, aunque muchos curas son bebedores empedernidos y fray Houdek le da a la botella de vez en cuando.
Pero me apetecía.
¿Está Sagrada Familia cerca? Espero que sí. He elaborado mi plan. Cada detalle. Pronto (en un año, creo) el gobierno cambiará.