25
La marcha a Portobelo
Dos días después de que yo me presentara delante del capitán Burt, el Emilia del capitán Isham se unió a nosotros. Zarpamos a la mañana siguiente, alejándonos de Portobelo antes de entrar en el Golfo de San Blas.
La tribu de nativos americanos que el capitán Cox había encontrado para nosotros era la de los kuna. Nada que hubiera visto en Veracruz me había preparado para lo que vi. Los hombres iban desnudos o casi desnudos y cubrían sus cuerpos con rayas de pintura negra.
Las mujeres retocaban sus caras y cuerpos con pintura roja de una forma muy similar a como lo hacen las nuestras. Vestían mantas o chales, colocados de diferentes formas y normalmente se caían de una forma u otra cuando hacían un movimiento raro. Había bastantes chicas delgadas y guapas, tan coquetas que me pregunté si lo habían aprendido de los españoles que los invadieron para hacerlos esclavos. Durante el tiempo que estuvimos entre estas mujeres, los hombres desaparecieron. Sólo se unieron de nuevo a nosotros sonriendo y pavoneándose después de una hora o dos.
Tanto los hombres como las mujeres llevaban aros en la nariz y a través de ellos se podía saber el estatus del que lo llevaba. Los aros de los pobres eran de plata y estrechos. Los más ricos llevaban aros de plata más anchos. Para los kuna que eran incluso más ricos, el aro era de oro. El aro del jefe era de oro y tan ancho que teñía que levantarlo con una mano cuando comía y bebía.
Había varias mujeres kuna blancas, mujeres más rubias que cualquier americana que yo haya visto. Tenían los ojos azules y su pelo era más blanco que rubio. El capitán Cox, que conocía mejor a los kuna, creo, que nadie, me contó una vez que estos nativos americanos blancos podían ver mejor en la oscuridad que a la luz del día, como los búhos. Los había de todas las categorías, que yo viera. Algunos tenían aros estrechos de plata y unos cuantos de oro y anchos. Las mujeres que tenían mejor posición, tanto las mujeres rubias como las morenas, llevaban collares y brazaletes de cuentas.
Le dimos al jefe bastantes regalos, que repartió entre su gente. Cuando oí que iba a haber un intercambio de regalos, había esperado bisutería, pero no fue así. Nosotros les dimos hachas de acero, hachuelas, cuchillos y agujas, además de algunas ollas de cobre a las que se había sacado brillo. A cambio nos regalaron carne fresca, fruta y harina de maíz. Puede que no suene a mucho, pero debería habernos visto comer.
El jefe era un hombre alto, mayor pero todavía parecía fuerte. Llevaba una corona de juncos amarrados con una banda de oro. Le llamábamos rey y decíamos «su majestad» cuando hablábamos con él. Vestía un vestido amplio de algodón apenas más grueso que la estopilla que pensé que originalmente debió de haber sido un modesto vestido de mujer. Había sido bordado casi en su totalidad con hilo rojo y negro. Los dibujos eran probablemente significativos para él y para su gente, pero para mí sólo eran formas sin sentido de varios colores, salvo una cruz grande roja y negra.
Tenía muchas esposas y parecía que por lo menos tenía doce hijas. Al ver esto, Novia me informó muy claramente de que se quedaría a mi lado cuando marcháramos. Le contesté diciéndole que se quedara en el Sabina y juré que la azotaría si me desobedecía. Me dijo que le podía pegar si quería, que no lo iba a impedir, pero que iría por muy cruelmente que castigara el amor que me tenía.
Le contesté, por supuesto, diciéndole que si de verdad me amaba confiaría en mí cuando estuviera cerca de la hijas del jefe o de cualquier otra mujer del mundo.
Ella me contestó con la amenaza de matarse si la dejaba atrás. Y continuó en sus trece.
Al día siguiente el jefe pidió que se quitara la ropa para inspeccionarla, ya que nunca había visto una «mujer inglesa». Esa fue la gota que colmó el vaso.
La llevé de vuelta al barco, la encadené por el tobillo en nuestro camarote y le di la llave a Bouton.
—Libérala tres días después de nuestra marcha —le dije—. Mientras ella esté encadenada, tú estás al mando. Cuando la desencadenes, lo estará ella.
—¡Y pondrá rumbo a casa! —gritó Novia—. ¡Nunca, nunca volverá a ponerte los ojos encima!
Después de decir eso, empezó a llorar. Esperé hasta que parara y hablaría con ella sensatamente antes de partir.
Había esperado que marcháramos al día siguiente, pero lo pasamos haciendo planes, realizando los preparativos y comiendo. La mitad de la tripulación de cada barco se iba a quedar a bordo. Cuatro días serían suficientes para escondernos detrás de Portobelo. Al quinto día, los barcos fingirían un ataque al fuerte, atrayendo así a todas las tropas que estuvieran en la ciudad. Tomaríamos la ciudad por el lado orientado a tierra, la saquearíamos y llevaríamos nuestras ganancias hacia el este por la costa lo suficientemente lejos como para que pudieran ser cargadas en los barcos fuera del alcance de las baterías españolas.
La pasada noche soñé que ocurría todo de nuevo. Estaba de vuelta en la selva e intentaba cargar mi lupara antes de que nos asaltaran. Deambulaba empapado en sudor y medio ciego por los bichos en medio de una batalla que nunca terminaba, buscando a mi padre; sabía que si no lo encontraba primero, nos mataríamos el uno al otro.
No creo que sueñe con más frecuencia que otros hombres o que mis sueños sean más reales que los suyos. Pero ese sueño me dio casi tan de lleno como nunca y me dejó tan lentamente que me pregunté si alguna vez me dejaría. Había ido a comer y a ver a los enfermos antes de librarme totalmente de él (Si realmente me he librado. No será fácil dormir esta noche).
El sueño vino claramente después de escribir sobre nuestro ataque a Portobelo. Escribir sobre eso me trajo un montón de recuerdos: los mosquitos, el chillido de los pájaros, los grandes cocodrilos con ojos diabólicos y Paddy Quilligan mordido por una serpiente y muerto casi antes de que alguien pudiera decir qué pasaba.
Esta noche he encontrado un sitio web con citas. Busqué sueños, y este es tan parecido al mío (y a lo que pasamos) que por un momento me pregunté si Shakespeare pudo haber estado con nosotros. No lo estuvo, y aun así podría haberlo estado. Esa, creo yo, debe de ser la razón por la que mucha gente dice que es tan genial. Aquí va.
A veces pasa por la nuca de un soldado
quien entonces sueña que degolla a extranjeros,
que hace un brindis de cinco brazas de profundidad; y después
oye sonidos de tambores, con los que se sobresalta y despierta,
y asustado como está reza una o dos veces…
Marchábamos bajo las banderas de cada barco, pero todas eran negras. Para que cada uno supiera cuál era la suya, se colgaron diferentes objetos del asta. El capitán Burt, recuerdo, utilizó la verde rama de algún árbol en flor, el capitán Cox un nudo tipo «cabeza de un turco» con una cuerda casi lo suficientemente gruesa como para usarla de driza y el capitán Dobkin una mano disecada. Sus hombres decían que era su propia mano, que la perdió cuando navegaba con Mansveldt. Quizá fue así.
Nunca he sido bueno en pensar las cosas de esa manera y sabía que tendría que ser algo ligero, para no cansar a los hombres que llevaban el asta. Le pregunté a Novia, que me dijo que tenía cintos de colores para adornar los vestidos y que podía coger algunos. Todavía estaba encadenada en nuestro camarote, así que le dije que le quitaría las cadenas si juraba y ponía a Dios por testigo que no iba a intentar venir con nosotros. Dijo que no podría prometerlo y que era mejor estar encadenada que romper una promesa hecha a Dios. Así que se quedó encadenada y me fui con las cintas sintiéndome mucho peor que ella.
Hace justo un minuto escribí que apenas había tambores. Entonces recordé que sí hubo y tuve que tacharlo. Los tambores pertenecían a los kuna y tres ancianos los hacían sonar. Se quedaban en el poblado y los tocaban para nosotros mientras nos íbamos.
Teníamos a casi cien kunas con nosotros y al hijo del rey para guiaros. Cada uno de sus hombres tenía una lanza, un arco, flechas y un cuchillo de acero. Sé que al menos había doscientos porque intenté contarlos. El número iba cambiando, porque uno o dos se iban corriendo o entraban. Pero eran casi doscientos, así que pongamos que eran unos ciento noventa.
Realmente nunca conté a nuestros piratas, porque eran muchos más. Pero teníamos ocho barcos y a la mitad de la tripulación de cada uno de ellos. El Weald, el Sabina y el Magdelena eran bastante grandes, pero la mayoría de los otros eran más pequeños, las balandras de dos palos que la gente que escribe acerca de Barbanegra y el capitán Kidd llama goletas. Me voy a arriesgar y voy a decir que la media de cada barco era de cien hombres. Eso hace cincuenta hombres en cada barco o cuatrocientos en total. Yo tenía sesenta y siete hombres a mi cargo y a Rombeau y a sus setenta y dos hombres. Diría que el capitán Cox tenía menos de cuarenta y eso podía haber sido la cantidad más pequeña. Éramos probablemente más de cuatrocientos (cuatrocientos veinte o algo así).
Antes de irnos, el capitán Burt dio un pequeño discurso. No creo que lo recuerde lo suficientemente bien como para citarlo y que conste aquí, pero una de las cosas que dijo fue que no queríamos a ningún hombre que no quisiera estar con nosotros. Cualquier hombre que así lo quisiera podía volver a los barcos en cualquier momento. Nadie se lo impediría.
Otra cosa era que aquellos que no pudieran seguir nuestro ritmo serían dejados atrás. Nadie los culparía, pero tampoco nadie cargaría con ellos. Podían volver al barco o intentar alcanzarnos. Dependía de ellos.
Después del primer día, perdimos algunos hombres de las dos maneras.
Lo que mejor recuerdo de nuestra marcha es el calor que hacía y los bichos tan malos que había. Había estado en las junglas de tierra caliente de La Española. Ya he escrito acerca de eso. Cuando estuve allí, pensaba que era el peor sitio del mundo en cuanto a los bichos. Darién era igual de mala y me parecía que en Darién hacía más calor. Nos echábamos grasa para mantenerlos alejados, pero con el sudor la grasa se iba y nos picaban de todas formas (Los kuna se engrasaban como lo hacíamos nosotros, pero parecía que no sudaban tanto). Había serpientes grandes, algunas venenosas y otras no. Había lugares en los que podías beber el agua y lugares en los que no. Los kuna nos decían qué agua podíamos beber, pero algunos de los hombres bebieron agua mala. Les provocó diarrea. Al poco tiempo, la diarrea les debilitaría demasiado como para marchar.
Aquí debería decir que los kuna marchaban delante y nosotros los seguíamos. El capitán Cox iba justo detrás de ellos, porque lo conocían mejor que cualquiera de nosotros y él conocía mejor su idioma que nosotros. Después de él, el capitán Burt. Y después del capitán Burt, yo y la gente del Sabina, y Rombeau y su gente del Magdelena justo detrás de nosotros. Le había dado a Rombeau algunas de las cintas de Novia. Las suyas eran amarillas y blancas, las mías rojas, blancas y azules. Me recordaban a casa y después de un rato recordé que una vez América había luchado contra España y había liberado Cuba. Eso hizo que me sintiera mejor con lo que estábamos haciendo.
Desde mi posición, tan atrás, pasaron tres días antes de que me diera cuenta de que los kuna tenían mujeres con ellos. La forma en la que me di cuenta fue que cuando ellos encontraban algo que pensaban nos deberían decir, agua buena por ejemplo, o mucha fruta que era buena para comer, el hijo del jefe nos mandaban a un mensajero para contárnoslo. Esa vez las noticias eran que tenían a un nativo americano de otra tribu que había sido esclavo en Portobelo y que se había escapado. Sólo que esta vez el mensajero era una de las chicas nativas americanas blancas. Hablaba el inglés suficiente, y era lo bastante buena con las señas como para que yo entendiera que había alguien nuevo delante con quien los capitanes podrían querer hablar.
Le dije que la iban a herir si iba a la guerra de esa forma a la guerra, y ella, mientras se golpeaba por encima del pecho y hacía como si tensara un arco, me dijo que era igual de valiente que cualquier hombre. Podría haber sido verdad. Le deseé suerte y le di la pequeña cruz de oro de Paddy Quilligan (Uno de los hombres se la había quitado antes de que lo enterráramos. Nos habíamos quedado con sus armas, pero no habíamos registrado su cuerpo y no me pareció correcto hacerlo. Cuando me enteré de que Marais tenía su cruz, dije que no saqueábamos a nuestros muertos y se la quité. Ya era demasiado tarde para dársela a Paddy).
Acababa de poner en marcha la columna cuando llegó uno de los hombres del capitán Burt. Me dijo que tenía que ir con él y yo le dije que eso era lo que estaba haciendo.
Lo que pasaba era que este era un misquito nativo americano y los misquitos no hablan el mismo idioma que los kunas. Así que estaba intentando hacerse entender con el hijo del jefe y el hijo del jefe con el capitán Cox, quien se lo contaba al capitán Burt. Pero había aprendido un poco de español mientras había sido un esclavo, así que el capitán Burt me necesitaba.
Este misquito era un hombre de apariencia fuerte sin un gramo de grasa. El capitán Burt tenía lo que se llamaba un cirujano barbero entre sus hombres y este doctor estaba poniendo ungüento del soldado en el tobillo del misquito, que tenía un aspecto horrible.
Lo primero que me preguntó fue si era español. Le dije que no, que era inglés. Pero que había vivido en Cuba un tiempo. Era la clase de mentira que no era un pecado, porque no intentaba engañarlo, sólo intentaba que quedara claro a qué nos ateníamos.
Me contó que había muchos soldados en Portobelo. Se quedaban en su mayoría en el fuerte, pero ya había mandado algunos a buscarlo porque se había escapado. Le pregunté que cuántos, y levantó cinco dedos. El capitán Burt y los otros capitanes estaban de acuerdo en que no sonaba demasiado mal. Después de eso, le pregunté acerca de los otros soldados que no estaban en el fuerte. ¿Dónde estaban ellos? Había una «pared de leños», dijo él, para vigilar el camino. Estaban allí. Muchos soldados. Abrió y cerró las manos para mostrar cuántos, y si tenía razón, eran alrededor de cincuenta. Él había ido alrededor de una prisión militar a través de la jungla. Nos enseñaría el camino.
Por supuesto le pregunté acerca de otras defensas y me dijo que no había ninguna. La gran pregunta era, naturalmente, si la gente de la ciudad lucharía y con cuánta dureza. Iban a ser más, y si tenían pistolas y estaban dispuestos a usarlas, lo pasaríamos muy mal. Contábamos con que escaparan cuando derrotáramos a los soldados.
Entonces hablé con el capitán Burt y le dije que podríamos rodear la prisión. Él dijo que tendríamos que tomarla. Si no lo hacíamos, podrían atacarnos cuando estuviéramos saqueando la ciudad. Le dije:
—Dejemos un par de docenas de hombres para vigilarla y disparar si alguien abre la verja. No sabrán cuántos hay, y te apuesto un doblón contra un chelín a que se quedarán dentro.
Negó con la cabeza.
—No nos podemos arriesgar. Podrían luchar para salir o nuestros hombres podrían salir corriendo para llegar al saqueo.
Lo que supongo que era verdad.
Después de eso le pregunté al misquito cómo había escapado. Me enseñó su tobillo, que ya había visto. Para impedir que se escapara, su dueño lo había encadenado a un tronco que tenía que arrastrar a todas partes. Tras años así, el tobillo se había puesto tan mal que su dueño le quitó la cadena para curarlo. Cuando lo hizo, el misquito lo derribó de un golpe y corrió, con el tobillo malo y todo. Si pudiera escribir acerca de lo mal que me sentí por Novia cuando vi su tobillo, lo haría. Me sentí como si fuera la cosa más baja de la tierra, aunque la había encadenado porque no quería que la mataran.
Volvamos al misquito. Él había visto que algunos de nuestros hombres tenían hachas y dijo que si le dejábamos una cortaría un garrote y nos ayudaría a matar a los españoles. Le dije que viniera conmigo, que le daría algo mucho mejor que un garrote.
Hablamos mucho más antes de ponernos de nuevo en marcha, pero no intentaré contarlo todo. Lo importante fue que nadie estaba seguro de a qué distancia estaba la prisión. Estaba a menos de un día de marcha, pero aun así era bastante camino. Hablamos mucho acerca de eso e hicimos preguntas de los nativos americanos, pero al final eso era todo lo que realmente sabíamos. Probablemente no llegásemos allí ese mismo día, pero quizá sí. Si no llegábamos, podríamos estar bastante cerca para cuando llegara el momento de acampar. Me preocupaba.
Antes de contar más acerca de eso, volví con el misquito y le di el alfanje de Paddy. Le encantó, y nos fuimos tan amigos como lo puedan ser un blanco y un nativo americano.
Acampamos y comimos un poco y nos echamos con la esperanza de que los bichos molestaran a otro. Estaba matándolos y maldiciendo en voz baja cuando me di cuenta de que no iba a dormir mucho de todas formas y que sería mejor ir a echar un vistazo y ver dónde estaba la prisión.
Me incorporé e intenté hacer el menor ruido posible. Le dije a Boucher que Rombeau se quedaba al cargo mientras estuviera fuera y me fui. Los kunas me pararon, como sabía que harían. Cuando les dije lo que estaba haciendo, el hijo del jefe dijo que mandaría a un hombre conmigo. Le dije que no, que les dejara dormir. No iba a ir lejos y pronto estaría de vuelta. Después de eso, me quedé solo. Había ciertos animales que eran peligrosos y siempre podía pisar una serpiente que se había quedado dormida, pero lo peor era perderse y lo sabía. Caminé despacio y con cuidado, intentando fijarme en los recodos del trayecto y los árboles que me pudieran ayudar en el camino de vuelta. Esperaba en todo momento llegar a un claro que me permitiera mirar hacia arriba y guiarme por la estrella polar, pero no tuve suerte.
Cuando sentí una mano en el hombro, casi me muero del susto y me giré dispuesto a matar a alguien. Era la chica blanca kuna a quien le había dado la cruz de Paddy. Se las arregló para pegarse a mí de la forma en la que lo hacen a veces las chicas.
—¿Feliz verme?
Debí haber dicho que estaba demasiado oscuro para ver nada, pero dije que sí.
—Yo enseñar. A salvo. Ven con mí.
Juro que cruzamos el mismo riachuelo tres veces antes de llegar al camino español. Después de eso, no tuvimos que preocuparnos de perdernos porque era todo demasiado llano para eso. La preocupación era que nos vieran a nosotros antes de verlos nosotros a ellos.
Eso tampoco ocurrió. Llegamos a la prisión y anduvimos a gatas todo el trayecto alrededor de ella. Vi dos veces a centinelas detrás de los leños puntiagudos. Podría haberle disparado a uno fácilmente, y estuve tentado a hacerlo. Pero habría sido lo peor que podía hacer. No queríamos que supieran que estábamos cerca hasta que los asaltáramos.
Conté mis pasos cuando volvimos. Eran siete mil doscientos y algo. La chica rubia kuna y yo nos besamos dos veces porque ella lo quiso. No me dijo su nombre porque quería que le diera un nombre inglés. Le dije que sí, y que su nombre era Pinkie.
Lo juro, eso fue todo lo que hicimos.