14

Miles de millas

—Los españoles nos tiraron el palo mayor —le dije al capitán Burt cuando nos sentamos en su camarote— y cortaron los restos cuando capturaron el barco. Lo que queda es la base. Diría que vamos a una velocidad de dos nudos con el trinquete y la mesana. Si se levanta un poco de viento podríamos coger una velocidad de dos nudos y medio.

Estaba afilando su puñal y le dio un par de golpes contra la piedra antes de hablar.

—Apareja una bandola.

—Con los hombres de los que dispongo, estaremos en Port Royal antes de que esté listo.

—Yo tengo ciento nueve a bordo. ¿Y si te dejo una docena?

—Si son buenos marineros, claro. ¿Por qué no?

—¿Lo has hecho antes, Chris?

Negué con la cabeza.

—Una pena. Yo sí, y puede haber complicaciones. Aunque si insistes, lo lograrás. ¿Has dicho Port Royal?

—Sí, ahí era a dónde íbamos para vender el Rosa.

—¿Y el otro barco que tenías, el Magdelena? Va hacia Port Royal también, ¿verdad?

Tuve que pensarme la respuesta.

—Sí, capitán. Nuestra idea era vender el Rosa y pagar a los hombres. Si no tuviéramos el Rosa… no sé. No me imagino qué podría hacer Rombeau.

—Lo sabrás mejor que yo, Chris. Tú lo conoces y yo no. ¿Intentará recuperar el Rosa?

Lo consideré.

—Puede que sí, ya sabe. Puede que quiera hacerlo, o al menos intentarlo.

El capitán Burt limpió el filo y lo probó con el pulgar.

—¿Te es leal?

—Creo que sí. Por supuesto, si los hombres lo eligieran… Querrán recuperar el Rosa, sin embargo. Contaban con el dinero. Estoy seguro de que algunos de ellos tendrán amigos a bordo.

—Entonces lo intentarán. Podemos estar seguros de ello por lo que me dices. Si ese Rombeau no lo hace, lo echarán y pondrán a alguien que sí lo haga.

El capitán Burt se levantó para coger un mapa que había en un armario, a la altura de su cintura. El camarote del capitán del Weald era una habitación pequeña según los criterios de tierra firme, pero era grande para los marineros, una habitación baja de madera de roble barnizada y con amplias ventanas. En las películas, los piratas sujetan los mapas a la mesa clavando sus cuchillos. El capitán Burt y yo sujetamos uno de los extremos con un tintero de latón.

—Aquí estamos ahora, Chris. Ahí está Jamaica, allí las colonias continentales de España y aquí el canal de Yucatán. Da la casualidad de que me buscan allí.

—¿Los españoles?

—Los mismos que visten y calzan. He vuelto a las andadas. Golfo de Campeche. Ahí es donde está el dinero hoy en día, no lo dudes. Se saca el oro de Perú, se sube por la costa del Pacífico, luego por tierra a la casa de la moneda en Veracruz. Habrá galeones para recogerlo. Tres por lo menos. Se divide el oro entre ellos. La flota del tesoro. ¿Qué te preocupa?

—Mire este puerto, capitán. Panamá —señalé yo—. Podrían descargar aquí y cruzar donde la tierra es mucho más estrecha.

Se rió entre dientes.

—Podrían, pero dudo que hayan sido lo suficientemente tontos. Al otro lado, ¿eh? ¿Puedes leer eso? Te traeré una lupa.

No la necesitaba.

—Golfo de los Mosquitos.

—¿Ves algún puerto ahí?

Negué con la cabeza.

—No, capitán.

—Porque no haya ninguno. Ni uno. El único que hay cerca es Portobelo, y es un infierno. Si fueras a su lado oeste, volverías como un relámpago: no hay ancladeros seguros y es la costa más asolada por la fiebre de la Tierra. Sin mencionar los malditos mosquitos. Así que los barcos salen de Callao y navegan en dirección norte hacia Panamá, que está suficientemente bien. Se carga el oro en mulas en Panamá y se lleva por tierra a la capital de Nueva España, cuyo nombre es México, o directamente a Veracruz.

El capitán Burt hizo una pausa y levantó la vista del mapa; dijo lenta y deliberadamente:

—Trescientas libras, Chris. Es una carga decente para una mula española. Trescientas libras de oro. Guineas.

No me podía imaginar tanto oro. Supongo que se me notaba.

El capitán Burt buscó en uno de los bolsillos de su abrigo azul y tiró una brillante moneda de oro en la mesa.

—Aquí tienes una guinea. ¿Habías visto alguna antes?

Negué con la cabeza.

—Pues vale bastante. Paga con ella en una posada y te tratarán como a un rey. Su valor es de veintiún chelines y hay muchos buenos hombres en Londres que no ganan ni un chelín al día. ¿Cuánto crees que pesa tu guinea?

—No es mía —dije yo—. Es suya, capitán.

—Te la doy. Cógela y sopésala. ¿Cuánto?

Le di las gracias y la sopesé.

—No pesa tanto como una bala de mosquete. La mitad o menos.

—¿Cuánto? —preguntó el capitán Burt de nuevo.

—Bueno, sacamos quince balas de una libra de plomo. Así que cada una pesa alrededor de una onza. Entonces esta moneda pesa un poco menos de media onza.

—No está mal.

Con una sonrisa en los labios, el capitán Burt cogió de nuevo su afiladera.

—He pesado una cuantas guineas y pesan un cuarto de onza o un poquito más. Para nosotros una libra son dieciséis onzas. No voy a usar la libra troy. Así que sacamos sesenta y cuatro guineas de una libra de oro. Digamos sesenta.

No soy muy bueno en cálculos mentales, pero soy mejor que algunas personas.

—Seis mil guineas por cada cien libras de oro, ocho mil guineas por cada carga de mula. ¿Cuántas mulas?

Se encogió de hombros.

—Depende. A veces, treinta. Otras veces, cien. ¿Te apetece un trago de jerez?

Asentí y trajo un decantador y sirvió.

—Hay que pagar a la tripulación. La costumbre de la costa. Diez partes para ti por ser el capitán. ¿Crees que tus diez partes ascenderían a seis mil guineas?

Pensé en ello.

—Digamos que son cien partes, diez para mí y partes adicionales para los oficiales, y así.

—Diez también para mí, Chris.

—Vale. Pero digamos que son cien partes en total. Si hubiera treinta mulas, eso son nueve mil libras de oro. Una parte sería noventa libras de oro.

—Sigue.

No había tocado mi jerez, pero tragué.

—Asciende a cinco mil cuatrocientas guineas, capitán. Una parte asciende a eso.

—Con esa cantidad puedes comprarte una casa solariega en Inglaterra, Chris.

El capitán Burt dio un sorbo.

—También podrías comprar un pedazo de tierra con eso, y pasarte al otro lado. Recauda tus rentas e invierte el dinero en fondos. Debería darte un cinco por ciento o más. Tendrías la vida resuelta.

Asentí.

—Eso con una parte. Tú tendrías diez partes, Chris. Y yo también. ¿Eres de Jersey? Me lo dijiste una vez, si mi memoria no me falla.

Asentí otra vez.

—Eso pensaba. También lo es George Carteret. Consiguió un trozo de tierra en los cuarenta. Nueva Jersey, lo llama él. Se podría comprar toda la colonia por mil guineas. No me sorprendería.

Sentí como mi corazón daba un vuelco. Me pareció que pasaba mucho tiempo antes de poder hablar.

—¿Ha estado allí?

—Sí. Cuando todavía estaba en la Armada. No hay mucho allí, pequeñas granjas y demás. Ahora escúchame, Chris.

El capitán Burt se inclinó con los dedos entrelazados.

—Quiero ese oro. Tú también, y hay tres formas de conseguirlo antes de que esté a buen recaudo en España.

Levantó su dedo índice.

—La primera. Capturar los galeones. Por la fuerza podemos lograrlo.

—Yo no —dije—. Ni aunque recuperara el Magdelena.

—Ni yo —admitió el capitán Burt—. Tengo cinco además del Weald, y aun así no podría hacerlo. Ni siquiera si lo hiciésemos los dos juntos.

Levantó el dedo corazón.

—La segunda. Tomar Veracruz. Acuñan algo de oro allí antes de mandarlo a casa. Mucho mejor. Las mulas entran, por supuesto bajo una fuerte vigilancia, y ponen el oro en la casa del tesoro. Una vez acuñado, vuelve allí. El sitio más seguro. Una vez acuñado, devuelven los doblones a la casa. Así que tomamos Veracruz, asaltamos la casa del tesoro y nos escapamos con el oro antes de que los galeones salgan de España.

—Supongo que podría funcionar —dije yo.

El capitán Burt asintió.

—He estado pensando en ello durante un año, Chris. Lo podrían hacer quinientos hombres, si los tomamos por sorpresa. El problema es que nosotros no podemos. Están encima de mí. Han equipado los fuertes con más hombres y más cañones. Hay barcos de guerra de esos españoles vigilando el Golfo de Campeche. Así que no. Esta opción no nos vale, al menos por unos años.

Levantó su dedo anular. Llevaba un anillo, una banda ancha de oro brillante.

—La tercera. Capturar los barcos después de que hayan salido de Callao. Drake navegó alrededor del mundo, Chris. Hace casi cien años, en el Golden Hind.

El tiempo se acaba. He estado pensando en todo esto y en por qué lo estoy narrando. No escribí nada ayer por mi entrevista con su excelencia. Ya lo había visto antes, pero esta fue la primera vez que me senté con él y hablamos de hombre a hombre. Parecía mayor de lo que recordaba. Su abarrotado estudio tenía algo de sobrio y triste, aunque me llevó diez minutos o más antes de estar seguro de qué era: no tenía ninguna comodidad. Las lámparas eran para leer y escribir. Los libros eran los que un obispo podría requerir; no había novelas ni libros de viaje, ni biografías (que yo pudiera ver), excepto un par de ellas sobre papas. Las sillas eran de madera oscura, con los escudos de la diócesis tallados, y sin cojines. Había un crucifijo en la pared, pero no había cuadros.

Por supuesto, ya nos habíamos dado la mano antes de empezar estas especulaciones. Me dio la bienvenida, se sentó y me invitó a que también me sentara.

—He recibido sólo buenos informes de usted, padre.

—Gracias, obispo Scully —dije yo—. Seguro que son diferentes de los que me doy a mí mismo.

—Estoy seguro de que sí. ¿Cuántos años tenía usted cuando fue ordenado?

—Había dos curas en mi clase que eran mayores que yo, obispo Scully. Mucho mayores. Yo tenía veintiséis años. Ahora tengo veintiocho.

Tempus fugit, padre. Esos hombres mayores que usted eran viudos, los dos. Hombres en la cincuentena que han perdido a sus buenas compañeras y han elegido noblemente dedicar el resto de sus vidas a Dios. No es exactamente lo mismo para un hombre de veintiséis años, ¿verdad? O de veintiocho.

—No tengo ninguna experiencia directa en eso, obispo Scully, pero me parece que tiene que estar usted en lo cierto.

—¿Estuvo casado usted también, padre? ¿Está muerta su mujer?

Asentí, y no le dije que seguramente ya llevaba muerta cientos de años.

—Todos los hombres jóvenes sienten las tentaciones de la carne, padre. Yo también lo hice a su edad.

—Son de las que menos padezco, obispo Scully.

Nos miramos el uno al otro entonces, y al fin dejé que mi mirada recorriera la habitación.

—Hay siete pecados capitales, padre —dijo el obispo casi en un susurro—. La lujuria es uno de los peores, pero no el peor. El orgullo es el peor, el peor de todos. Sin duda se siente atribulado por él.

Me encogí de hombros.

—Sin duda lo estoy, obispo Scully. No soy consciente de ello, pero supongo que eso significará que su control es más fuerte.

—Es usted un joven alto y fuerte, padre. Los jóvenes de Santa Teresa sienten un gran respeto por usted. Así me informó el padre Houdek, y me resulta fácil creerlo. ¿No se siente orgulloso?

—La fuerza sólo es buena cuando se usa para hacer el bien, obispo Scully. Los hombres fuertes, y he conocido a hombres mucho más fuertes que yo, pronto se dan cuenta de la poca fuerza que en realidad tienen. En cuanto a mi altura, he pasado muchas noches durmiendo en el suelo o en camas que eran demasiado pequeñas para mí. Si pudiera, me gustaría ser más bajo.

Asintió, acariciándose el labio inferior con el pulgar y el índice.

—Santa Teresa es una parroquia grande, padre.

Asentí y le dije que lo sabía.

—Una parroquia grande y muy difícil. Me gustaría ofrecerles a los mejores curas las mejores parroquias. La dotación de personal es una preocupación persistente, y no me puedo dar ese lujo.

—Entiendo —dije yo.

—Una parroquia grande y difícil, pero esa no es la única razón por la que el padre Houdek tiene dos ayudantes. ¿Dos?

El obispo negó con la cabeza.

—¿Dos, cuando hay tan pocos curas? ¿Cuando muchas parroquias no tienen ninguno? Confío en que esté aprendiendo de su ejemplo, padre.

Le dije que intentaba aprovechar toda oportunidad educativa que encontraba en mi camino, o algo así.

—Estoy seguro de que ha pensado en cómo se comportará cuando tenga su propia parroquia.

—No tanto como debería, quizá, obispo Scully. Ese día parece muy lejano.

Sonrió con los labios apretados.

—Reflexione más sobre ello, padre. Puede que ocurra antes de lo que espera.

Hay tanto que escribir, y quizá tan poco tiempo para escribirlo. Estoy perdiendo la paciencia con este bolígrafo. Ojalá pudiera darle patadas y hostigarlo como a un burro. ¿Dónde están los foques para un bolígrafo que anuncia una funeraria? ¿Dónde están sus arrastraderas?

Muy bien. Dejé al capitán Burt y regresé al Rosa con los hombres que me había dado. Se estaba levantando viento y enseguida perdimos de vista al Weald, que se iba a quedar con nosotros hasta el amanecer. Los barcos eran una amenaza el uno para el otro cuando hacía mucho viento y además estaba anocheciendo, lo que aumentaría el peligro.

Así que fue así como empezó. El capitán Burt y yo habíamos acordado que Rombeau no vendría siempre que el Weald estuviera a la vista; parecía español porque lo había sido. Me prestó una docena de buenos marineros, todos ingleses menos O’Leary, nos dimos la mano y acordamos encontrarnos a finales de septiembre.

Esa noche, mientras el Rosa se balanceaba, cabeceaba y la madera crujía, les expliqué a Jarden y a Antonio tanto como creía prudente; y a Azuka también, porque Jarden se la trajo con él y no quería echarla fuera.

—Hay un par de cosas que me preocupan —les dije—. Una es Rombeau. El capitán Burt cree que volverá una vez que se haya ido el Weald. Yo también lo creo, o creo que al menos lo intentará. Pero Rombeau no sabe navegar. Necesitamos vigilar cada movimiento día y noche y acercarnos lo suficiente como para echar un buen vistazo a todas las velas que veamos.

Antonio manoseaba su barba.

—¿Y si resulta que la vela es la de una barco de guerra español, capitán?

—Llevaremos la bandera española —expliqué—. Eso no preocupará a Rombeau, se lo esperará.

—No podemos ir más rápido que ellos, ni siquiera con una bandola.

—Que todavía no tenemos —añadió Jarden.

Me encogí de hombros.

—No vamos a intentar ir más rápido que ellos. Tú hablas bastante español, Antonio, y yo lo hablo bien. Somos el Santa Rosa, hemos partido de La Habana. Tenemos problemas y necesitamos ayuda.

—¿Y qué pasa si nos la dan, capitán?

—La aceptaremos, por supuesto. Y se lo agradeceremos con lágrimas en los ojos. Pero no lo harán. Cuanto peor parezca nuestro montaje y más ayuda necesitemos, más ganas tendrán de escaparse.

Jarden se frotó las manos.

—Pida agua, capitán. Todos los barcos la necesitan y nadie quiere darla.

Antonio asintió.

—Y medicinas. Un médico, si son tan amables de prestarnos uno.

—Vale —dije yo—. Un médico y medicinas y juraremos que no tenemos nada contagioso a bordo. Cuanto más juremos, menos nos creerán. La mayor parte de la tripulación se quedará abajo, cuantos menos hombres vean, mejor.

—¿Qué necesitan? Pregúntalo —dijo Azuka.

—A mí. Lo haré, en caso de que nos lo den.

Antonio dijo:

—Dijo que le preocupaban dos cosas. ¿Y la otra?

—Tendremos que navegar mil millas a lo largo de la costa y rodear el cabo de Hornos. ¿Y si los hombres no quieren hacerlo?

Todos se callaron, pero yo estaba tan ocupado pensando que no me preocupó.

Finalmente, Jarden dijo:

—Yo tampoco sé navegar, y he estado considerando qué haría yo si estuviera en la situación de Rombeau. ¿Quiere oírlo, capitán?

—Claro, adelante —dije yo.

—Muy bien. Yo soy Rombeau. No sé navegar, pero sí leer. Tengo el diario de a bordo. En él está la última posición. Es su costumbre, capitán, calcular la posición todas las mañanas y las tardes. Por lo tanto yo, Rombeau, sé el punto en el que mi barco se separó de este.

Azuka parecía desconcertada. Antonio dijo:

—Podría adivinar la dirección del viento, este o noreste. Al saber eso y la dirección en la que escapó del barco español, podría conseguir algo. O podría creer que podría.

—Podría —dijo Jarden—, pero no sabría dónde parar.

—Cierto.

—Me haré con un barco español —nos dijo Jarden—. Un barco rico sería una suerte, aunque serviría cualquier barco que fuera más grande que una piragua. Habrá alguien que sepa navegar. Tiene que ser así, a menos que muera en la lucha. Quizá ponga a los otros en los botes. Quizá los mate. Pero a aquél me lo quedaré. Le diré que me guíe hasta este sitio. Desde ahí, tendrá que poner rumbo a España. Si encontramos el Rosa, te dejaré libre. Si no, tu vida estará en peligro.

Azuka preguntó:

—¿La anotación de tu libro es la misma que la del otro, chéri?

—Recuerdo cuál fue mi última anotación —dije yo—. Eso será mejor. Regresaremos allí.

Antonio dijo:

—Este Rombeau navegará despacio, si es sagaz.

Estuve de acuerdo con eso.

—O eso, o dar la vuelta y retroceder la última mitad de su ruta.

Azuka preguntó:

—¿Y a esos hombres hay que contárselo?

Jarden dijo:

—¿Contarles qué? ¿Que esperamos encontrar el Magdelena? Sí. Por supuesto.

—Lo del capitán Burt y la flota del tesoro de Perú —dije yo—, que era lo que me preocupaba contarles. Ya veo lo que quieres decir, Azuka.

—Tienes que azuzar su hambre, Chris. Cuenta lo del oro. Los galeones. Más tarde, lo de Veracruz. Mucho más tarde, lo de las mulas de Panamá. Iremos en dirección a tierra para ser ricos. No digas hasta dónde.

Estuve de acuerdo y eso fue lo que hicimos, o intentamos hacer.