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Maracaibo
El capitán Burt nos había dicho que iríamos a la Bahía de Campeche. Fuimos, pero antes nos tomamos una especie de vacaciones de trabajo en las islas de San Blas. Son pequeñas y muy exuberantes, una especie de jungla, y debe de haber cientos de ellas. Debido a que las brisas del mar se llevan a los bichos voladores, ni por asomo hay tantos bichos como en las tierras bajas de Darién o La Española. En todas partes hay hermosas playas, grandes árboles (principalmente cedros) y loros. En conjunto, es casi uno de los sitios más bonitos que he visto.
Los habitantes son kuna, como los que conocimos en Darién. Nuestros kuna eran bajos, más bajos que nosotros y más bajos que los misquito. Estos kuna isleños lo eran incluso más, pero hablaban la misma lengua y parecían tener casi las mismas costumbres. Fue entonces cuando deseé que Novia hubiera dejado que me trajera a Pinkie cuando dejamos Santa María. No creo que hubiera habido ningún problema por subirla a bordo y cuando llegamos a las islas podría haber hecho de intérprete para nosotros y yo habría sabido mucho más kuna del que sabía.
La realidad era que todos hicimos lo posible para hacer amigos. Los kuna no tenían nada que quisiéramos y era bastante obvio que serían buena gente para tenerla de nuestro lado. Les explicamos tan bien como pudimos que no éramos españoles y que no los asaltaríamos para convertirlos en esclavos como ellos hicieron. Nosotros éramos los enemigos de los españoles, que también eran sus enemigos. Se lo demostramos dándoles hachuelas, hachas, cuchillos y agujas, el mismo tipo de regalos que les habíamos dado a los otros kuna. A los kuna de la isla les gustaron tanto como a los otros, y a cambio ellos nos dieron carne, pescado y fruta.
Escoramos los dos barcos para limpiar el fondo e hicimos otras reparaciones. También descansamos bastante y comimos mucha fruta y enseñé a Novia a nadar. Por aquel entonces, no creo que hubiera ido a nadar desde que estuve en La Española y fue agradable volver al agua. Una vez, se unieron a nosotros dos chicas kuna que nadaban como focas, y a cualquiera que viera a las tres jugando le habría resultado fácil creer que había chicas con cola de pez entre las olas. Ha habido momentos en mi vida en los que lo he pasado bastante mal, pero también he pasado momentos maravillosos, momentos a los que me encantaría volver. Ese fue uno de ellos.
Otro fue esta mañana. Me abrigué muy bien con mi jersey, mi abrigo y todo lo demás y abrí la iglesia para entrar a decir mi misa (Tenemos que decir la misa todos los días, venga o no venga nadie). Habían apagado la caldera la noche anterior y hacía tanto frío en la iglesia que había una película de hielo en las pilas. Pero la cálida presencia de Dios me estaba esperando y él y yo estábamos allí solos. Después de la eucaristía, ya no era consciente de él.
Pero sabía que no se había ido.
Los cortadores de palo de Campeche vivían en los pantanos y cortaban un tipo de madera para hacer tinte rojo. Dicen que es más provechoso que cualquier otra cosa que un hombre pueda hacer, pero sus condiciones de vida son muy malas. Imagine la marcha a Santa María, la parte en las tierras bajas. Ahora imaginaros vivir así todo el tiempo. Imaginaros vivir en un pantano y comer en un pantano. En vez de marchar con la esperanza de salir, te marchas cada día para tocar árboles y transportar troncos. De vez en cuando, los españoles intentan echar a los cortadores, como hicieron cuando éramos bucaneros en La Española. Viene y va. Eso es lo que dicen los cortadores. Luchan si no hay muchos españoles y se esconden en los pantanos si los hay.
También luchan con cortadores españoles.
Enrolamos a unos cuantos (tres para mi barco), pero no los que habíamos esperado.
Los cimarrones eran otra cosa. He visto a tipos duros en mi vida, pero a ninguno más duro que ellos. La mayoría son negros, esclavos fugados y hombres cuyos padres eran esclavos fugados. Algunos son zambo misquito, algunos son blancos (Los blancos son en su mayoría también esclavos fugados). Fuimos a tierra y hablamos con ellos y les explicamos lo que queríamos. Dijeron que lo hablarían esa noche y que nos darían una respuesta por la mañana.
Vale.
Vigilamos de cerca, porque estábamos a corta distancia de las colonias españolas y no había puerto. Si el tiempo parecía que iba a empeorar, tendríamos que salir rápidamente al mar. Novia y yo nos despertamos en mitad de la noche y cuando estuvimos los dos sudorosos y sin aliento decidimos subir a cubierta, ver la luna y desacalorarnos.
Todo parecía estar bien. Boucher era el oficial de la guardia y estaba despierto y casi sobrio. Había un hombre al timón y otro en el tope del mástil, los dos despiertos, y la luna (una de esas delgadas lunas crecientes que siempre parecen más bonitas que nada) se estaba poniendo detrás de los árboles. Novia y yo la vimos cómo se ponía y se enredaba en las ramas y brillaba a través de las hojas.
Entonces Novia señaló algo y vi una piragua que se hacía a la mar, oscura y silenciosa. A su izquierda había otra, y otra a su derecha.
Le di una buena bofetada a Boucher, le grite «¡Estás ciego!», le quité de un tirón la pistola del cinto y disparé al aire.
Eso despertó a la guardia y sacamos los cañones y los disparamos antes de que las piraguas cubrieran la mitad de la distancia desde la costa. Eso despertó a los hombres del Magdelena, del Weald y el Snow Lady de Gosling. Las piraguas dieron la vuelta y cuando él salió el sol había veinte o treinta cuerpos flotando en el agua.
Enseguida algunos cimarrones nos hicieron señas como si nada hubiera pasado y dijeron que querían unirse a nosotros y que si podríamos ir a tierra y recogerlos.
Les dijimos que no, que simplemente vinieran nadando y que nosotros les echaríamos cuerdas para que pudieran subir a bordo, no más de diez por barco.
Al final salieron en sus piraguas con mosquetes, hachuelas, machetes, etcétera. Subieron veintiséis al Sabina. No recuerdo cuántos fueron a los otros barcos. Los examiné y envié de vuelta a los que estaban heridos. Quedaron veinte. Después de eso, dejé que los oficiales escogieran uno cada uno. Le dije a cada oficial que era responsable de ese hombre y que lo podía matar si lo encontraba conspirando con el resto. Por aquel entonces, teníamos un oficial de derrota (Red Jack), un primer oficial (Bouton), un segundo oficial (Boucher), un tercer oficial (O’Leary), un contramaestre (Corson), un ayudante de contramaestre (Dell), un artillero (Hansen) y un ayudante de artillero (Maas). Así que eso hacía ocho.
Después de eso, Novia y yo escogimos uno juntos y Mahu, Big Ned y Azuka hicieron lo mismo, lo que hizo diez.
Le dijimos al resto que tenían que volver. Quisieron luchar, pero éramos demasiados para ellos y estábamos de pie a su alrededor. Al final se marcharon sin derramamiento de sangre.
No nos había salido como habíamos esperado en ninguno de los sitios, pero el capitán Burt quería probar en Maracaibo de todas formas y Harker, Gosling y yo fuimos con él. Todos estábamos de acuerdo en que si no pintaba muy bien no lo haríamos. Novia estaba en contra, pero yo pensaba como Harker, nuestra suerte iba cambiar tarde o temprano.
Y así ocurrió al cabo de una semana. Capturamos un barco de buen tamaño que transportaba semillas de cacao y doce mil piezas de ocho. Por si eso no fue suficiente, cuatro hombres de su tripulación se unieron a nosotros. Gosling puso unos cuantos de su hombres a bordo y lo llevó a Jamaica con la promesa de enrolar a más hombres y de reunirse con nosotros en Curaçao, una isla holandesa que era casi lo más cercano al Golfo de Venezuela que queríamos estar antes del asalto.
Es decir, todos excepto Harker y yo. Harker entró en el Golfo conmigo a bordo una noche y me dejó lo suficientemente cerca como para ver las luces de la ciudad. No creo que nunca vaya a olvidar estar allí de pie con el barro que me llegaba hasta los tobillos mientras veía como se iba el Princess, oscuro y silencioso como una sombra. Llevaba algo de dinero encima en mi faltriquera, mi espada española larga con empuñadura de plata, una daga española que Novia había encontrado por ahí y una carta que ella y yo habíamos falsificados juntos.
También llevaba conmigo las palabras del capitán Burt, que me resonaban en los oídos: «Eres el mejor hombre para hacer esto, Chris. Cuento contigo más de lo que he contado con nadie en toda mi vida. Tenemos que conocer ese fuerte de cabo a rabo. Después, la torre de vigilancia. Después, toda la ciudad (dónde buscar dinero y cuántos soldados hay). Señala dónde has desembarcado, porque Harker volverá a por ti en una quincena. En una quincena, toma nota. Eso son quince días, ni más ni menos. Si no has terminado para entonces, regresa de todas formas e informa. Si te hemos enviado una vez, podemos enviarte otra».
Yo había asentido: «Lo he entendido».
«Bien». El capitán Burt intentaba sonreír, pero estaba demasiado preocupado como para hacerlo bien. «Cuento con que no te cojan. Si es así, mantente firme, no digas nada y no pierdas la esperanza. Haremos todo lo posible para sacarte. Buena suerte».
Sabía que la iba a necesitar.
Si tuviera que contar todo lo que pasó en Maracaibo, necesitaría un año para hacerlo. Dudo que tenga siquiera un mes. Caminé a escondidas hasta que estuve prácticamente en la ciudad. Ya era media mañana cuando llegué a los muelles, donde estaba la acción. Fui de posada en posada en busca de un lugar para comer y lo que es más importante, un lugar para dormir. No hay mejor lugar para que un hombre escuche chismorreos, y quizás haga algunas preguntas, que la taberna de una posada. Al final encontré una que parecía limpia y decente sin ser muy cara. El posadero tenía un esclavo nativo americano y al tercer día lo compré.
Eran la clase de cosas que me decía una y otra vez que no debería hacer, pero que hacía de todas formas. Esa mañana oí ruidos, como si alguien estuviera machacando estopa, y algunas palabras malsonantes en un español bastante bueno en el patio y salí a ver qué pasaba. El posadero y sus hijos tenían al esclavo en el suelo y lo estaban golpeando con unos palos de un tamaño considerable. Estaba hecho un ovillo e intentaba cubrirse la cabeza con los brazos. Pensé que en cualquier momento pediría clemencia a gritos, pero nunca lo hizo. No dijo nada hasta que pararon, y mientras miraba empecé a preguntarme si sabría hablar y si lo irían a matar.
Al final lo dejaron, mientras jadeaban y se secaban el sudor de la cara. Fue entonces cuando oí que decía: «Oh, Jesús…».
Fue todo lo que dijo, pero fue en inglés. El nombre de Nuestro Señor suena diferente en inglés porque la «j» se pronuncia como «y» y la «e» como «i»: «yisus». Eso fue en inglés, sin duda. Y sentí como si él estuviera justo delante de mí con su mano perforada en mi hombro: «Ahora, Chris. Llegó el momento. ¿Qué vas a hacer?».