23
Jaime
Estaba equivocado. He estado intentando saltarme esta parte, pero sería como mentir. El día antes de que avistáramos el Magdelena, encontramos muerto a uno de mis centinelas. Registrar el barco no nos llevó a ningún sitio, así que pusimos doble guardia.
Y cuando nos encontramos con el Magdelena en Île à Vache, hice una de las estupideces más grandes que he hecho en toda mi vida. Ser honesto significa que tengo que escribir acerca de eso, pero no es divertido y voy a ser lo más breve posible.
Le dije a Rombeau que trajera a don José. Tenía las manos y los pies atados y pude haberlo torturado allí mismo, pero no lo hice. Puede que tuviera las agallas de hacerlo o puede que no, pero de lo que estaba seguro era de que no quería hacerlo. Le dije que había encontrado un compartimento secreto en su barco y que sabía que había otro. Quería saber dónde estaba, y si no me lo decía le íbamos a quemar con hierro caliente la cara, la planta de los pies y cualquier otro sitio que pudiera hacer que hablara.
Él dijo:
—Me puede quemar, señor. Me puede arrancar los brazos, como me ha dicho que haría. No puedo impedirlo, pero no puedo hacer que aparezca un segundo escondite donde no lo hay.
Así que, ¿qué es lo que hice? Le golpeamos un poco, lo até a una viga de la bodega sin comida ni agua y le dije que iba a tener el resto del día y toda la noche para pensar en lo que haríamos por la mañana. Y lo dejé allí.
Por la mañana estaba muerto, estrangulado como Ben y los otros. Eso es todo lo que pienso escribir al respecto.
Trabajamos muchísimo en Isla de la Vaca, y voy a omitirlo casi todo. Primero reestructuramos las tripulaciones: yo me quedé con más y Rombeau con menos. Después de eso, nos pusimos realmente a trabajar y terminamos escorando los tres barcos. El Castillo Blanco fue el primero porque me preocupaba la rozadura. Después hicimos lo mismo con el Vincente. Era un barco demasiado bueno como para abandonarlo y yo sabía (aunque la mayoría de los hombres no) que rodearíamos el Cabo de Hornos con el capitán Burt. Para un viaje tan largo como ese, uno quiere empezar con todo en excelente forma.
Y después de esos dos, revisamos el Magdelena de arriba abajo, principalmente porque ya lo hacíamos bien. Era más pequeño que el Vincente, pero tenía más cañones y más grandes, y tengo que decir que fue el más difícil de todos.
Conseguimos unos cuantos hombres en Isla de la Vaca, pero no muchos. Creo que fueron cuatro. Lo que pasaba era que no había muchos hombres allí. Y los que había querían enrolarse después de que hubiéramos escorado los barcos, no antes. No quería hombres así, y se lo dije. Si no estaban dispuestos a trabajar, no me importaba un pito si luchaban o no. Ahora tenía más hombres (y a Azuka, que había vuelto con Willy cuando reestructuramos las tripulaciones), así que le dije a Rombeau que si los quería, se los podía quedar. No creo que cogiera a ninguno.
Hay otra cosa que debería decir. Vale, quizá un par de cosas. Una es que él no había cogido ningún botín. La otra es que puse en libertad al doctor y a los otros en cuanto soltamos ancla, como les había prometido. Cuando teníamos el Castillo Blanco en la playa, volvieron, los tres en grupo. Por un lado, se habían enterado de que los españoles no eran muy populares en la isla. Por otro, no habían sido capaces de encontrar una manera de llegar a la parte española de La Española. Querían que les llevara allí, lo que por supuesto no haría. Un día o así después de eso, decidieron navegar hacia Jamaica con nosotros. Eso significaba que teníamos al carpintero, lo que resultó ser un golpe de suerte.
No era un trayecto largo, pero nos encontramos con una calma que lo hizo más largo de lo que debería haber sido. Creo que habíamos estado yendo casi sin rumbo durante dos o tres días cuando uno de los heridos vino corriendo para informar de que su compañero había sido estrangulado. Había dejado su puesto para ir al baño, y cuando volvió encontró el cuerpo. Bajé a echarle un vistazo y era Pete el verdugo. Registré el barco otra vez y les dije a Novia, Bouton y otros que me ayudaran. No hubo suerte.
Red Jack vino temprano a la mañana siguiente con una petición colectiva y un comité. Dijeron que el barco estaba maldito. Yo les gustaba y todo eso. Sabía que era muy difícil ser un buen capitán y yo había sido uno bueno. Pero, o vendíamos el Castillo Blanco en Port Royal, o me echarían y pondrían a otro que lo hiciera.
Les dije que había estado pensando más o menos lo mismo, pero no iba a vender nuestro problema a otro y hacer que muriera más gente. Si iba a seguir siendo el capitán, llevaríamos las cosas al Vincente y abandonaríamos el Castillo Blanco y su maldición (Dije «maldición» porque lo habían dicho ellos. Para entonces ya sabía que era un polizón y tenía idea de quién era. Pero si se lo hubiera dicho entonces, habría habido toda clase de problemas).
Lo que pasó fue que sólo quisieron saber si quería decir justo en ese momento. Les dije que claro que sí, que instantáneamente.
—¿Hoy?
Querían estar seguros.
—Vamos a cargar la lancha. Estamos perdiendo el tiempo aquí, hablando.
Tenían miedo, y en aquel momento yo también, un poco. Si llevábamos el Castillo Blanco a Port Royal, iban a estar a bordo de él durante otros tres o cuatro días e incluso una semana. Les estaba ofreciendo sacarlos de allí enseguida, así que gané.
—¿Y si estamos llevando la maldición en las cosas que cogemos, Crisóforo?
Novia parecía que pensaba que realmente podría ser así.
—Hay otro compartimento secreto en este barco —le dije—. No puedo encontrarlo, pero sé que hay uno y ahí es donde está él ahora mismo. Puede que se imagine, o no, lo que estamos haciendo, pero tendrá que permanecer allí igualmente. No puede esconderse en uno de los botes a plena luz y no es lo suficientemente pequeño como para esconderse en un cañón o en un barril de agua. Nos vamos, y lo vamos a dejar aquí.
Y eso fue lo que hicimos. Los cañones fueron lo más difícil, como siempre. Pero usamos los remos largos para ponernos a su lado y pudimos izarlos al Vincente con cuerdas que iban del palo mayor del Castillo Blanco a la verga mayor del Vincente. El mar Caribe estaba en calma y eso ayudó mucho.
Fui el último en dejar el barco, por la tarde después de que se levantara un poco de viento. Antes de irme recorrí todo el barco con una pistola amartillada en una mano y mi daga en la otra. Lo que le grité al polizón, lo grité tres o cuatro veces en varios sitios. No tiene sentido decirlo aquí más de una vez, porque era todo lo mismo. Esto es más o menos lo que dije:
—¡Jaime! ¡Tú ganas! Nos vamos y me llevo a tu mujer. Si prefieres que nos quedemos o quieres venir con nosotros, sal y hablamos. Este es un barco pequeño, pero no creo que puedas manejarlo solo.
Entonces esperé dos o tres minutos.
—Si quieres intentarlo no habrá resentimientos. Pon rumbo al noroeste si puedes. Te llevará a Cuba o a Nueva España. El este debería ser fácil. La primera tierra que veas debería ser el extremo francés de La Española. Te dejamos un barril de agua y medio barril de cerdo salado. ¡Buena suerte!
Esperaba que saliera y me diera la mano. Sabía que Novia (vale, seré formal aquí, sabía que la señora Sabina Guzmán) ya no lo quería. Se quedaría conmigo, lo pondríamos en tierra en algún lugar y nos desharíamos de él.
Al mismo tiempo, tenía miedo de que me atacara. En cuyo caso, le iba a disparar. O lo que fuera.
No pasó nada de eso. Novia y yo fuimos los últimos en irnos. Ella lloraba y me sentí bastante mal por ello. El Castillo Blanco era un hermoso barco y había navegado muy bien. Ahora la llamarían goleta, pero nosotros lo llamábamos balandra de dos palos. Cuando pienso en él siempre lo hago de una o dos formas. La primera es dejando atrás el Lucía, dando saltos entre las rocas del Canal du Sud y la mitad de las veces entre el oleaje. La otra os la voy a contar ahora.
Novia y yo estábamos en el alcázar del Vincente mirando al Castillo Blanco. Había sido una especie de hotel de vacaciones para nosotros. Casi digo un hotel de luna de miel, y quizá debería haberlo dicho. Ninguno de los dos lo íbamos a olvidar y los dos lo sabíamos. Nos cogíamos de la mano y deseábamos que las cosas hubieran sido de otra manera, cuando vimos las primeras llamas. Fue entonces cuando el fuego salió por la escotilla.
Novia me miró y dijo:
—¿Crisóforo…?
—No —dije—. En absoluto. ¿Lo has hecho tú?
Sólo negó con la cabeza. Luego me dijo que creía que uno de la tripulación debió de haberlo hecho antes de subir a la lancha.
El fuego se hizo más grande y de repente había alguien de pie en el alcázar. Novia gritó y señaló.
—¿Es él? —dije yo.
Y ella se quedó mirando fijamente durante un segundo o dos, entonces me pidió mi catalejo.
Debió de haber mirado durante un minuto o más. Finalmente lo bajó, deslizó las secciones de latón de nuevo y me lo devolvió. No dije nada más, pero la pregunta todavía estaba ahí, si entiende lo que quiero decir.
Finalmente dijo:
—Sí.
Había lágrimas en sus ojos.
Rombeau se acercó y preguntó quién era, pero ninguno de los dos dijimos nada en ese momento. Estábamos mirando a Jaime. Me imaginaba que se tiraría por la borda en cualquier momento y empezaría a nadar, pero no lo hizo. No cogió el timón ni subió por el aparejo para escapar del fuego ni hizo nada. Se quedó allí de pie. Hubo una gran llamarada y un gran estruendo que pudimos oír bastante bien desde donde estábamos.
Cuando las llamas disminuyeron un poco, ya no estaba. Lo que pasó, de eso estoy bastante seguro, fue que el fuego había atravesado el alcázar. Eso fue el estruendo que oímos y la llamarada. Fue entonces cuando cayó y debió de ser como caerse dentro de un horno.
—Ahora soy una mujer soltera —dijo Novia, y se fue abajo.
Sabía que quería quedarse sola y me dije a mí mismo que tenía que alejarme del camarote hasta mucho más tarde.
Lo primero que hice después de irme fue explicarle todo a Bouton.
—Sólo hay dos o tres cosas de las que estoy seguro —dije—. El resto son suposiciones. Si las tuyas son mejores, me gustaría oírlas.
Él asintió.
—Las oirá, capitán, si confío en ellas.
—Había un compartimento secreto en ese barco. Te lo enseñé la noche que hicimos que Estrellita saliera de él. Había otro, uno que nunca encontramos. Uno que no pude encontrar ni siquiera cuando supe que estaba buscando un compartimento secreto.
—¿Con qué fin?
Me encogí de hombros.
—Contrabando, quizá. ¿Tienes una idea mejor?
—En absoluto, capitán. ¿Contrabando de qué?
—Oro, plata, cualquier cosa que dé beneficios. El oro y la plata que producen las minas pertenecen a la Corona, porque el rey es dueño de las minas. No se puede gastar hasta que haya sido acuñado. Suponte que un español listo pueda hacerse con algo antes de que salga de Nueva España. ¿Qué podría hacer?
Bouton se apoyó en la barandilla y se tocó la nariz.
—Lo que nosotros haríamos, supongo.
Yo negué con la cabeza.
Nosotros lo llevaríamos a Port Royal o a alguna colonia francesa, o a una holandesa o danesa, y lo venderíamos por lo que nos dieran. Si un español fuera a uno de esos sitios, ¿no crees que el gobierno se enteraría?
—Sí, si lo supieran.
—Lo sabrían, porque su tripulación hablaría de ello cuando volvieran a Nueva España.
Bouton se olía algo raro y bramó.
Cuando finalmente se calmó, le pregunté qué había ocurrido.
—No irían allí, capitán. No a Port Royal, desde luego. ¿Qué posibilidad tendría un barco español allí?
Tenía razón y dije:
—Es verdad, pero eso es sólo otra parte del razonamiento que estoy haciendo. De todas formas, mira. Un hombre rico, un importante terrateniente, tiene un hermoso barco que usa para hacer viajes de placer y demás. Con el tiempo pierde a su mujer. Hay muchas enfermedades, y quién sabe. Se casa otra vez y usa su barco para llevar a su nueva esposa a España, para luego hacer un bonito crucero por Italia y Francia. Quizá por todo el Mediterráneo. ¿Qué hay de malo en ello?
Bouton se frotó el mentón.
—Nada, supongo, si puede esquivar a los corsarios.
—Para en Nápoles, o donde sea, y le da a su tripulación tiempo libre, excepto a uno o dos hombres en los que puede confiar (el capitán y el oficial, quizá). Cuando salen de la bahía de Nápoles, el barco es un poco más ligero. Pero, ¿quién se va a dar cuenta?
—Bajo —me dijo Bouton—. Este lugar secreto para el oro estará muy cerca de la quilla.
Asentí.
—Yo también lo creo. Pero no podría encontrarlo sin destrozar el barco. La cosa es que Jaime sí lo encontró. Quizá don José se lo enseñó, no lo sé. Cuando se enteró de que Estrellita le había sido infiel con don José, bajó allí. Supongo que sólo quería estar solo mientras reflexionaba. Lo hizo, y eso lo volvió un poco loco. Sabina era su mujer. Sé que lo sabes.
—Entiendo.
—La pegaba porque pensaba que se había enamorado de mí. Ya la había golpeado antes, pero esta vez le dio una buena paliza, y días después lo hizo de nuevo. Un día llegó a casa y ella no estaba, y nunca volvió. Eso debió de dolerle muchísimo.
—A cualquier hombre le dolería, capitán.
Bouton no era nada guapo. Al mirarlo a la pálida luz de un farol que alguien había izado en la mesana, me pregunté si alguna mujer lo habría amado alguna vez y si alguna mujer lo amaría en el futuro.
—Así que Jaime se juntó con su sirvienta, Estrellita. Sería fácil culparla de eso, pero no lo voy a hacer. Si ella hubiera sido honesta, probablemente habría acabado con el segundo hijo de un tendero. Jaime era grande y fuerte y rico. Muchas mujeres habrían hecho cosas peores.
Bouton asintió.
—Sólo que don José era más rico y mucho más afable. Probablemente pensó que Jaime podría dejarla cuando llegaran a Nueva España y sería inteligente tener a alguien a quien recurrir. Sólo que Jaime se enteró y cuando lo hizo se volvió un poco loco.
—Aunque no saltó por la borda como contó don José —agregó Bouton.
—Así es. Supongo que don José realmente creía que lo había hecho, al menos al principio. El compartimento secreto de la bodega no puede ser muy grande. Aproximadamente del tamaño de un ataúd, si tuviera que conjeturar. Don José probablemente pensó que Jaime no entraría ahí y podría haber pensado que Jaime no cabría. Más tarde debió de haberse enterado de que estaba equivocado.
—Su tripulación sufrió, capitán. No sólo la nuestra.
—Exactamente. ¿Qué habrías hecho tú?
Bouton se pasó el dedo por el cuello.
—Claro. Habría sido fácil matarlo. Digamos que pudo disparar a través de la madera al compartimento secreto. Después arrastra el cuerpo a cubierta. Hay un oficial de guardia que está despierto y un hombre al timón, aunque el resto de la guardia esté dormida.
—Los disparos despertarían a muchos —dijo Bouton.
—Yo también lo creo. Llegan a puerto en Nueva España, alguien habla y don José es arrestado.
—Estoy de acuerdo —dijo Bouton—. No harán eso. Cogerán a su capitán y quizás a otro hombre. Abrirán el compartimento. Si Jaime lucha, lo matarán.
—Fenomenal. Sólo que ahora Ojeda y el otro hombre saben dónde está el compartimento y cómo funciona. Además, ¿y si no lo matan? Imagínate que simplemente se rinde. O Imagínate que don José le dispara, pero no muere. Era el socio de don José. Supongo que en un principio se suponía que era su conexión española. Él hablará.
Negué con la cabeza.
—Don José fue listo. Dejó a Jaime en paz. Cabía la posibilidad de que alguien de la tripulación al que intentara atacar lo matara. También cabía la posibilidad de que intentara atacar a don José. Si lo hiciera, don José estaría listo. Tendría armas, probablemente un cuchillo y un par de pistolas de bolsillo, y todos lo habría llamado héroe. Tendría que hacerlo antes de llegar a puerto, claro. Pero hasta que llegaran, lo inteligente era observar y esperar y tener la esperanza de que algo bueno ocurriera. Que es lo que hizo.
Estuvimos callados durante un rato. Finalmente dijo Bouton:
—Lo mató, capitán. Este Jaime que era el marido de la señora Sabina. Estranguló a don José. Fue poco después de soltar ancla en Île à Vache, ¿no?
—Así es. Don José tentó demasiado a la suerte. Esperaba que Jaime fuera a verle cuando lo dejamos solo en la bodega. Siempre había sido capaz de convencer a Jaime de casi cualquier cosa, y esta vez lo convencería para que lo liberara. Los dos saldrían sigilosamente a cubierta, bajarían por la borda y nadarían hasta la costa. Con suerte, podrían perderse en la isla hasta que nos fuéramos. Pero no funcionó…
Fue entonces cuando Novia entró y me preguntó cuándo pensaba irme a la cama.