24

Nuestra flota pirata

La secretaria de Estado estuvo en la televisión esta noche. Dijo rotundamente que el pcc estaba perdiendo el control. No puedo expresar la alegría que siento.

Veré a mi Novia otra vez o moriré intentándolo. Me vengaré, aunque no, eso está mal. La venganza es un pecado. Lo perdonaré, si puedo. Que Dios perdone toda su crueldad y traición.

La pasada noche me impresionó lo que había oído. Hoy estaba contento, silbando y cantando en voz baja. Cantábamos alrededor del cabrestante viejas canciones de marineros y canciones que los hombres solían pedirme que cantara después de que encontráramos la guitarra en el Castillo Blanco: Far Aloft, Ritorna-Me, Sott’er Cielo de Roma, Mon Petit Bateau, etcétera.

Carmela, La golondrina, El céfiro y Flor de limón. Viejas canciones españolas que el cura de Coruña me había enseñado o que me había enseñado Novia. Canciones sencillas que habíamos tocado en la clase de música del monasterio. Era todo lo que podía hacer para no tararear cuando decía misa. Para una congregación de señoras mayores, yo predicaba la bondad de Dios. Y en realidad estaba predicando para mí mismo y para el caso, para oídos sordos.

Lo que sigue será, o deberá ser, el resumen. No tendré tiempo para nada más.

Teníamos un carpintero español a bordo. Creo que lo he explicado. Lo puse a trabajar en la construcción de más cañoneras y antes de llegar a Port Royal teníamos todos los cañones del Castillo Blanco en su sitio y listos para disparar. Eso nos dio quince cañones por banda, además del mismo guardatimón y cañón de mira que teníamos en el Castillo Blanco. Con cinco cañones de doce libras y cinco de nueve por banda, podríamos hacer frente a cualquier cosa excepto un galeón.

En Port Royal, donde un gran árgano dentro de una barcaza nos facilitó las cosas, reorganizamos los cañones también: pusimos los de doce en la cubierta inferior y los viejos nuestros de nueve en la cubierta superior donde habían estado los de doce. Sabía que eso haría que el barco navegara mejor y así fue.

También lo volvimos a pintar. Y cuando casi habíamos terminado de pintarlo, le dimos un nuevo nombre y pasó a llamarse Santa Sabina de Roma.

También doramos mucha carpintería en la popa. La idea era hacer que el Sabina pareciese uno de los galeones españoles más pequeños. Novia quería bordar una cruz en la vela mayor. Eso nos habría llevado una eternidad, pero ella y yo diseñamos una con carbón y la pintamos por la tarde.

Port Royal era una ciudad muy interesante si estabas sobrio y mantenías los ojos abiertos. Había barcazas que transportaban agua por todas partes, porque la ciudad no tenía pozos. Había que ir a buscar el agua al río Copper. Allí podías comprar una mujer blanca (una sirvienta ligada por contrato) casi como comprarías un esclavo. Novia y yo lo vimos una vez y la más guapa de todas (una rubia que parecía alemana o quizás holandesa) fue vendida por cuarenta doblones.

La realidad era que no había muchas cosas que no pudieras comprar. Los precios eran los más altos, pero fuera lo que fuera, alguien lo tenía o lo compraría.

Una de las cosas que tenía que hacer allí era hablar con el comerciante, cuyo nombre era Bowen, que nos había conseguido dinero por el rescate de don José y Pilar. Le tenía que decir que don José estaba muerto.

—¿Y la mujer, su esposa, capitán? ¿Todavía la tiene?

Le dije que sí.

—Muy bien.

Se frotó las manos.

—¿Me la va a entregar? Me aseguraré de que llegue a sus amigos sana y salva.

—Claro —dije—. Me estará haciendo un gran favor.

—Y a mí mismo, capitán. El dinero del rescate era para los dos. Devolveremos la mitad, menos, déjeme ver… Menos un veinte por ciento. Me lamentaré de que debido a la lentitud con la que pagaron el modesto rescate que usted pidió, don José falleció en cautividad. ¿Le apetece un cigarro?

Le dije que no y se encendió uno con una pequeña lámpara de alcohol.

—Como los rescates eran para los dos, tenemos todo el derecho de devolver a la esposa a sus amigos y familia y quedarnos con la mitad. Cogeré mi comisión del diez por ciento sobre eso. Nosotros no quedamos con el veinte por ciento de la mitad restante por las molestias y para costear los gastos de retener a los dos durante tanto tiempo, de escribir y enviar cartas, etcétera. De eso, me llevaré la mitad y usted la mitad restante. ¿Está de acuerdo?

Podía haberle dicho que él tenía derecho a un diez por ciento, no a un cincuenta. Pero si lo hubiera dicho, él me habría recordado que era culpa mía que don José estuviera muerto. Y así era.

¿Pude haber conseguido el noventa por ciento? Claro. Pude haber montado mi pistola y enfadarme y conseguir hasta el último doblón; pero después de eso, nunca más habría hecho negocios conmigo. En vez de eso, le dije que la mitad del veinte por ciento estaba bien y me fui con todo lo que me merecía, en oro. Si hace el cálculo, verá que conseguí más de un cincuenta y cinco por ciento de lo que había esperado la primera vez que hablé con él. Había ido allí esperando no conseguir nada. John Bowen podría haberme quitado a Pilar de las manos y quedarse con todo. No lo hizo, y después de eso entendí por qué la gente me había aconsejado hacer negocios con él.

La señora Taylor me preguntó si programaría las confesiones en algún momento. Eso me hizo sentir muy culpable, lo que no es ni por asomo lo suficientemente culpable en muchos casos. Fray Houdek nunca había creído realmente en la confesión, ni tampoco fray Phil. No lo decían, pero lo podías ver por su forma de actuar. Hablar con la señora Taylor me hizo pensar en los curas de Nuestra Señora de Belén y como iban a La Habana al menos una vez por semana para oír las confesiones. Teníamos confesión en la capilla todas las tardes. No tenías que ir, pero podías.

Le dije a la señora Taylor que oiría las confesiones todos los sábados por la tarde de dos a cuatro, durante el tiempo que estuviera en Sagrada Familia. Si no venía nadie, de todas formas esperaría dos horas, lo cual me daría la posibilidad de rezar.

También significará que ya no estaré tentado a ir a Nueva Jersey el sábado, una tentación que se ha hecho más fuerte en las últimas semanas. Me digo a mí mismo que si no hablo con ninguno de ellos no pasará nada. Puede que sea verdad, ¿pero podré controlar la necesidad de hablar con ellos cuando los vea?

¿Y si quieren hablar conmigo?

Sería tan fácil. Fray Wahl estaría encantado de dar mi misa. Compraría un billete de monorraíl, cambiaría de tren en la ciudad y llegaría en cuatro horas o así. Cuando llegara la noche, pediría que me dejaran pasar la noche en alguna rectoría. Regresaría por la mañana.

Muy fácil, y podría arruinarlo todo. ¿Y si mi padre decidiera no ir a Cuba para dirigir el casino? ¿Y si no me inscribiera en la escuela monacal por algo que yo, («Ese cura alto con la cara maltrecha», diría él) le dijera? Perdería a Novia. Lo perdería todo. Nada de eso habría ocurrido.

Recé para que Dios mantuviera esta tentación alejada de mí.

¿He puesto por escrito todas las cosas importantes? Creo que sí. Y algunas cosas sin importancia también. Con mejores barcos y más tripulación para manejarlos, navegamos alrededor de la isla hacia Long Bay. Con mis dos barcos, Rombeau en el Magdelena, y Novia y yo en el Sabina.

Había una balandra allí ondeando la bandera negra. El capitán, tan pequeño y activo como su barco, me pidió subir a bordo y le di permiso. Después de hablar un rato le dije a Rombeau que se acercara también y convocamos una reunión.

—Dice que el capitán Burt ha ido a Portobelo en vez de a Maracaibo —le dije a todo el mundo—. Tengo algunas preguntas y apuesto a que vosotros también. Oigámoslas.

Rombeau sonrió abiertamente. Le hacía parecer un tiburón hambriento, algo que probablemente yo le había dicho.

—¿Cómo sabemos que habla en nombre del capitán Burt? Pruébelo y le creeremos.

Harker metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado.

—¿Sabe inglés?

Rombeau negó con la cabeza.

—Entonces no se lo puedo probar. ¿Y usted, capitán?

Le dije que sí y cogí el papel. No recuerdo las palabras exactas, pero esto se acerca:

El portador de esta carta es el capitán Hal Harker de mi balandra Princess. Os dirá adonde me he ido y por qué; será el azar, si la fortuna nos favorece, el que nos convierta en hombres ricos. Reuníos conmigo tan pronto como el viento y el tiempo lo permitan y traedme sólo hombres sanos.

Vuestro camarada y comandante,

Abraham Burt, capitán.

Firmado a bordo de mi barco el Weald

este día, 12 de septiembre.

Lo leí en alto en inglés, después en francés y finalmente en español como cortesía hacia Novia, aunque sabía que había entendido los dos primeros. Rombeau se lamió sus delgados labios.

—¿Lo cree, señor?

Me encogí de hombros y le pregunté a Harker:

—¿Estaba usted allí cuando la escribió?

—Sí, capitán, y vi cómo la escribía, la secaba y la doblaba. Después me la dio. Ya me había dado mis órdenes.

—Metió la pluma en el tintero siete veces —dije yo—. Lo puedo ver por la escritura. Usted vio cómo lo hacía, capitán Harker. ¿Cómo era su escribanía?

Por un momento Harker se quedó sin expresión. Novia echó una risita.

—Le daré tiempo para que se lo piense, pero debió de haberla visto.

—Sí, señor. La vi, capitán. Era de latón, no de las grandes. Toda de latón, creo, y nada de madera. Y tenía conchas. No de verdad, sino en el latón, quiero decir. Veneras, capitán.

Hablé con Rombeau.

—Le creo. ¿Y tú?

—¿Era correcto? ¿Lo que dijo?

Asentí.

Novia dijo:

—Nos ha dicho que va a Maracaibo. Nos reuniremos con él allí. ¿Sabe usted por qué cambió de planes, capitán Harker?

—Sí, señora. El capitán Gosling capturó un barco español, el Nuestra Señora de las Nieves. Creo que en inglés sería «Snow Lady», aunque cualquier corrección sería bienvenida. El barco iba con destino a Maracaibo y llevaba cartas a bordo. Gosling las abrió y las leyó.

—¿Sabía leer en español, capitán Harker?

Harker asintió.

—Fue prisionero de los españoles durante tres años, señora. Al gobernador de la prisión le caía bien y le dejaba sus libros. No sabía ni diez palabras cuando lo capturaron, dice él, pero cuando hicieron el intercambio ya sabía leerlo como si fuera inglés.

Rombeau frunció el ceño y Harker dijo:

—No quiero ofender a nadie, caballeros. No sé leer en español, ni en francés siquiera.

Hubo un poco de discusión que omitiré. Pararon cuando pregunté qué decían las cartas.

—Según parece, que teníamos planeado atacar Maracaibo, capitán. Alguien había hablado y había llegado a oídos de un español en Veracruz. Gosling se lo dijo al capitán Burt cuando se vieron y el capitán Burt los reunió a todos (a tantos como había, es lo que quiero decir). Nos lo contó y quiso saber quién estaba dispuesto a llevarlo a término. Le dije que yo.

Harker se encogió de hombros.

—El resto no. Los españoles han estado enviando plata desde Portobelo (lingotes de plata, nos contaron, porque en la fábrica de moneda de México no dan abasto). Querían ir a por ellos y el capitán Cox había hecho amistad con una tribu en la costa. Ellos les guiarían por detrás de la ciudad, dice, ya que hay un fuerte que custodia el puerto.

Novia preguntó:

—¿Y ahí es donde decidió ir el capitán Burt?

Harker parecía dubitativo.

—Se decidió por él, si entiende lo que quiero decir, señora. Dobkin y yo le apoyamos, aquellos que se sientan a nuestro lado ahora no estaban allí, ni el capitán Lesage. El resto estaba en contra suya, cada uno de los hombres. Si él hubiera persistido en lo de Maracaibo, ellos se habrían ido a Portobelo solos y él no habría tenido la fuerza suficiente como para hacerlo.

Novia asintió.

—Ya veo.

—Así que me envió aquí —continuó Harker—. Tengo que hablar con usted y el capitán Rombeau, y con el capitán Lesage, y enviarlos a Portobelo, a las Perlas, que es realmente dónde nos vamos a encontrar.

—¿Al otro lado del Golfo de los Mosquitos? —dije yo.

—Exactamente, capitán. Tiene que ir allí inmediatamente, si le parece bien. Yo tendré que esperar aquí al capitán Lesage. Nos reuniremos con ustedes en cuanto llegue. Supongo que no tendrá noticias de él.

No tenía noticias, pero le pregunté acerca de su barco. Era el Bretagne, que era lo que creía.

¡Los comunistas han caído! O si no lo han hecho, están a punto. Las noticias que nos llegan son bastante confusas y ninguno de los intrépidos reporteros americanos es lo suficientemente intrépido como para ir a Cuba y verlo por sí mismo. He pensado en ir, tal vez sea posible alquilar un bote en Miami que haga el recorrido, pero estoy seguro de que costaría más dinero del que tengo. También podría ser posible robar uno y a decir verdad la idea es extremadamente tentadora.

Pero no. Nuestra Señora de Belén no habrá abierto tan pronto. Una vez en Cuba, tendría que esperar. Puedo esperar aquí igual y quizás hacer el bien.

Me quedaré hasta que se reanude el servicio aéreo. Ese será, tendrá que ser, mi criterio.

Debieron de pasar muchas cosas mientras navegábamos de Long Bay hasta las Perlas, pero lo único que recuerdo claramente es que Novia y Azuka tuvieron una pelea e intentaron matarse la una a la otra. Las separamos y les dijimos que cuando llegáramos a las islas las pondríamos en tierra con las armas que quisieran.

Creo que probablemente dije que lo haríamos enseguida, pero el capitán Burt quería verme en cuanto llegáramos. Así que fui con Novia. Era algo que nunca había hecho antes.

Había dos razones para ello y las dos eran buenas. La primera era que en realidad ella era la segunda de a bordo y para entonces ya lo sabía todo el mundo. Tomar Portobelo significaba desembarcar y marchar a través de la jungla y tenía pensado dejarla en el Sabina para que cuidara de todo por mí. El barco necesitaba que lo abasteciesen tan bien como se pudiera.

La segunda era bastante obvia. Tenía miedo de que ella y Azuka se pelearan de nuevo y de que la tripulación tomara partido. Una pelea entre nosotros, con cuatro o cinco muertos y quince o veinte heridos, era exactamente lo que no necesitábamos.

Le expliqué mi primera razón (pero no la segunda) al capitán Burt, quien sonrió y elogió a Novia y sirvió vino para los tres. Entonces, una vez sentados en su camarote y cómodos, dijo bruscamente:

—¿Puedo confiar en usted, señora?

Por un instante temí que Novia perdiera los estribos, pero estaba bastante tranquila.

—Si usted es amigo de Crisóforo, capitán Burt, puede confiar en mí totalmente. Si usted lo traiciona, lo veré ahorcado o lo mataré yo misma.

—El capitán Burt no me traicionará —le dije.

Se rió y dejó la pistola que había estado engrasando.

—Tiene derecho a decir lo que ha dicho, Chris. Después de todo, he sido yo el que ha empezado.

Se volvió a dirigir a Novia, esta vez muy serio.

—¿Es usted española, señora?

No lo negó.

—Sí, lo soy. Mi marido, que era una bestia, también. También mi padre, que me entregó a él e hizo la vista gorda a mis moratones y mi degradación. Si hubiera sido entonces como soy ahora, lo habría matado con mis propias manos. En aquellos tiempos no era tan dura, sólo una muchacha tonta que creía que era una mujer. Ahora es diferente.

—¿Lo matará si lo ve, señora?

—Ya no existe, capitán Burt. Ni lo maté yo, ni Crisóforo, pero lo vimos morir.

—Le indiqué a Novia que podría ser que usted nos casara, capitán. Lo hemos hablado y decidimos que nos gustaría un cura y una boda en una iglesia. Le dije que usted lo entendería, como estoy seguro de que lo entiende.

—Por supuesto que sí. También entiendo que una mujer española, una hermosa y culta mujer española, puede ser de gran ayuda para nosotros. ¿Nos ayudará, señora? ¿Si la ocasión lo requiere?

Novia asintió.

—Si Crisóforo así lo desea. ¡No! Aunque él no lo quiera. Él no quiere que me arriesgue. Pregúntele quién fue el primero en abordar el San Vincente de Zaragozza.

—Fue la persona que encontramos tumbada en la cubierta inconsciente con un par de pistolas vacías —le dije.

—¿Había sangre en mi puñal? Debes decirlo también.

Asentí.

—Mucha.

—Capitán Burt… ¿entiende?

—Oh, claro que sí, señora.

Le sonrió amablemente.

—No todas las cosas bonitas son tesoros, pero todos los tesoros son bonitos. Usted es un tesoro.

—Entonces, yo, este tesoro, le hace una pregunta. Nosotros hemos venido aquí, no a Maracaibo, porque alguien les avisó allí. Yo no fui. ¿Lo pensó?

Su cabeza se balanceó, pero tan brevemente que podría no haberme fijado.

—Tuve que considerarlo, señora. Habría sido un tonto si no lo hubiera hecho. ¿Lo creería ahora? No, señora. No lo haría.

Estaba empezando a relajarme. Podría haber sido por el vino, pero creo que lo que el capitán Burt nos acababa de contar tuvo más que ver con ello.

—Déjeme que aclare una cosa antes de que surja —dije yo—. Teníamos una prisionera para la que exigíamos un rescate, una señora española llamada Pilar. Pagaron el rescate y le daré su parte y bastante más antes de irnos. Entonces la entregué a John Bowen, quien había cobrado nuestro rescate por nosotros y supongo que la entregó a sus familiares.

—Ya veo.

El capitán Burt me miraba con el rostro inexpresivo.

—Así que quedan unas cuantas preguntas por hacer. ¿Pudo haber oído ella algo acerca de Maracaibo mientras la teníamos retenida? Sí…

—¿Esa tonta?

Novia parecía como si quisiera escupir.

—Podría oírlo cientos de veces y no entender nada.

—No es probable —continué—, pero es posible. Yo sé que no me fui de la lengua. Pero mis oficiales, Rombeau y Bouton, lo sabían. Les hice jurar que no se lo dirían a nadie, pero, ¿quién sabe?

El capitán Burt asintió.

—Yo también, Crisóforo.

—Vale. Novia también. Pudo haber ocurrido. Ahora, la siguiente pregunta. ¿Pudo Pilar haber llegado a Veracruz a tiempo para decírselo a alguien allí y ese alguien que escribiera una carta que puso en un barco a Maracaibo, un barco que fue capturado por el capitán Gosling, quien le contó lo de la carta? Y, ah, sí, tuvo que haber tiempo para que usted tuviera una reunión con sus capitanes y se lo contara y mandara a Harker a contárnoslo.

—Tienes razón, Chris. ¿Estuvo allí?

—Claro que no. Dos días después de que se la entregara a Bowen, nosotros zarpamos hacia Long Bay. Llegamos allí al día siguiente. Harker estaba fondeado allí cuando entramos en la bahía. Digamos cuatro días como máximo. Le apuesto un doblón contra un chelín a que Pilar estaba todavía en Port Royal cuando hablamos con Harker. Le apuesto de nuevo, lo mismo, a que Bowen la envió a España, no a Veracruz. Como caballero y amigo, le aviso antes de que acepte mi apuesta de que España es adonde me dijo él que la enviaría. Es donde está su familia.

—¿Necesito decirte que te creo, Chris? Te creo. Una pregunta más y lo dejaremos. ¿A quién más se lo contaste?

—A la gente que ya he mencionado. A Bouton, Rombeau y Novia. A nadie más.

—¿Y usted, señora? ¿A quién se lo contó?

—Nadie. A nadie.

—Deberíamos hacerle la misma pregunta, capitán Burt —dije yo—. ¿A quién se lo dijo?

Bebió su vino a sorbos.

—A demasiados, ahora está claro. A todos mis capitanes. Además de usted, Gosling, Cox, Lesage, Dobkin, Isham, Ogg y Harker. A todos mis capitanes. Añada a Tom Jackson, mi oficial. No tiene que decirme que cualquiera de ellos pudo haber sido indiscreto. Ya lo sé.

—Tiene que darme el gusto —dijo Novia— porque soy una mujer y hacemos muchas preguntas. ¿Se lo ha contado a alguien en Portobelo? Si no, deberíamos actuar rápidamente, ¿no? Si ha sido así, no deberíamos ir allí para nada, creo.

—Estoy de acuerdo, señora. Su capitán Chris nos ha traído dos bonitos barcos. Tres barcos más completarían nuestra flota pirata: el de Isham, el de Lesage y el de Harker.

El capitán Burt tamborileaba la mesa con los dedos y su cara se endureció.

—En cuanto llegue uno más, zarparemos. Si no llega uno en una semana, zarparemos de todas formas con lo que tenemos.

Esa noche, mientras Novia y yo yacíamos desnudos y sudados en la litera más grande y más larga que había hecho para nosotros en Port Royal, dijo ella:

—Hay alguien que no mencionaste hoy, Crisóforo. Alguien más que podría saberlo. No le dije su nombre al capitán Burt, y ahora quiero que sepas que no lo hice.

—Le dije la verdad —dije yo—, él quería saber a quién se lo había dicho, no quién pudo haberme oído.

—¿Crees que estaba escuchando? ¿En la pared que una vez estaba en el White Castle?

—Di Castillo Blanco —le dije besándole la oreja para demostrarle que estaba medio bromeando—. No se traducen los nombres de los barcos.

—¿Estaba?

No recuerdo lo que dije entonces. Probablemente Estrellita pudo haber escuchado. Si había escuchado y lo había contado, ¿quién la podía culpar?