13
Huida, asesinato y reunión
¿Sabe el chiste de la tortuga a la que atracan dos caracoles? Cuando la policía le pregunta cómo eran los caracoles, la tortuga dice: No… sé… Todo… pasó… tan… rápido…
Así fue cómo ocurrió. Probablemente duró unos quince o veinte minutos. Pero Jarden, Antonio y yo estuvimos de aquí para allá como locos, gritando a la gente e intentando que se hicieran las cosas, y pareció que todo había terminado antes de que empezara.
Cuando salimos a cubierta, había un galeón español dirigiéndose a nosotros a toda vela e inclinándose con la brisa en los estayes de proa. La tripulación de Jarden estaba desplegando las velas tan rápido como podía, lo cual no era muy rápido, e intentaba poner en marcha el Rosa. Azuka estaba gritando por gritar, y lo primero que hice fue hacerla callar.
Lo segundo que hice no fue muy diferente. El vigía que no había visto el barco español hasta que estuvo encima de nosotros estaba todavía gritando desde lo alto del mástil. Me subí en lo alto y le dije que se callara, que bajara a ayudarnos. Después ayudé con la vela mayor.
El Magdelena había desplegado más velas que nosotros (Rombeau tenía muchos más hombres) y estaba disparando el guardatimón. Los cañones de mira del barco español empezaron a disparar mientras miraba, y los hombres que los manejaban eran más rápidos que los nuestros. Habría intentado poner los guardatimones del Rosa en funcionamiento si hubiera tenido alguno. Pero no tenía.
Desearía poder decir ahora que volamos con el viento. El Magdelena sí, y en poco tiempo ya estaba fuera de alcance. Si Dios nos hubiera dado una tripulación hábil y mucha más suerte, podríamos haber escapado también. Pero resulta que no tenía nada de eso. Al final me quedaba la esperanza de que el barco español persiguiera al Magdelena y nos dejara en paz.
No ocurrió. Estaba en el alcázar intentado rendirme cuando el barco español lanzó una andanada contra nosotros. Mató a dos o tres hombres y derribó el palo mayor. Después de eso, el capitán español aceptó mi rendición, podría haberlo besado. Puede reírse todo lo que quiera, pero un segundo antes de que lo hiciera, estaba seguro de que íbamos a morir en los cinco minutos siguientes.
Habría estado bien si hubiera sido llevado a su presencia y hubiéramos tenido una conversación ingeniosa. Eso fue lo que pasó en una película de piratas que vi en televisión. Pero no lo que nos pasó a nosotros, y ni siquiera supe cuál era su nombre. Fuimos abordados por lo que parecían cientos de españoles, quienes nos dieron una buena paliza. Entonces, el oficial español, un tipo joven que probablemente era una especie de oficial subalterno, hizo que nos ataran las manos a la espalda.
Fue en ese momento cuando Antonio gritó que no era pirata, que había sido capturado en el San Mateo, etcétera. Me acerqué lo suficiente como para decirle al oficial español que era verdad. Le dije que era el capitán pirata, que esos eran mis hombres y que Antonio era nuestro prisionero. Esperaba, por supuesto, que Antonio nos ayudara si lo liberaban. Me abofeteó lo suficientemente fuerte como para tirarme al suelo por molestarlo, y a Antonio lo arrojaron a la bodega junto con el resto de nosotros.
He pasado momentos peores en mi vida, pero ese fue uno de los malos. Cerraron la escotilla cuando estuvimos todos dentro y la aseguraron con tablas. Una vez cerrada, esa bodega estaba más oscura que la boca del lobo. Alguien empezó a maldecir en francés. Lo hacía bastante bien, y siguió así un rato antes de empezar a repetirse. Al final le dije que se callara. Todavía me dolía la mandíbula y no estaba de humor.
—¡Ya no es el capitán! Usted es carne de horca. ¡Todos somos carne de horca!
—Así es —dije yo—. Eso es lo que espero solucionar. Si quieres que te cuelguen, sigue maldiciendo y me encargaré de ello tan pronto como me sea posible.
Había empezado a insultarme, cuando una voz de mujer susurró:
—¿Quieres que le clave tu cuchillo, Chris? Lo llevo conmigo.
—¿Azuka?
—¿Quién si no?
Me besó.
—¿Sigo siendo tan negra? ¿Aquí abajo?
—Nunca he visto nada malo en el negro. Desátame, por favor.
Me hizo cosquillas en la barbilla.
—Déjame que le clave el cuchillo por ti primero. Así aprenderá.
Jarden debió de oírnos y gritó:
—¡Silencio, Michet!
—¿A quién le importa lo que digas, carne de horca?
Le dije a Azuka:
—Quiero que lo beses por mí en la mejilla y después le hagas ahí dos cortes. Dos arañazos profundos, porque vamos a necesitarlo. Una cruz, ¿vale? No tiene por qué ser perfecta. ¿Podrás hacerlo? Sus pies no están atados, así que intentará darte una patada.
Elevó la voz.
—Si me da una patada le clavaré el cuchillo, digas lo que digas.
Después de eso la bodega estuvo más en silencio que nunca. Seguramente había un poco de oleaje. Quizá la madera crujía, y probablemente, si te ponías a escuchar, se podía oír a veces como chocaban las olas contra el casco del barco. Pero todo el mundo parecía contener la respiración, y el silencio era tal que podías sentir cómo te presionaba.
—He hecho lo que me has dicho.
Azuka había vuelto. Parecía que había pasado una hora.
—La mejilla derecha.
—¿No te dio una patada?
—Lo habría matado si lo hubiera hecho. Él lo sabía.
—¿Ni hizo ruido cuando le cortaste? Estuve escuchando para ver si hacía ruido y no lo ha hecho. Tiene cojones, ese Michet. Un verdadero soldado. Ahora desátame.
Tenía las manos entumecidas, pero sentía cómo se movían mis brazos cuando Azuka empezó a cortar las cuerdas. Dijo:
—Podría cortárselos si así te sientes mejor.
—No. Los vamos a necesitar.
Dejó de cortar.
—Azuka te ha salvado, Chris. ¿Te vas a casar conmigo?
—Corta cuerda. Yo caso (Ése era Willy).
—Tengo una buena oferta. Decídete ya. ¿Te casarás conmigo, Chris?
—¿Y qué pasa con Estrellita?
Las cuerdas parecían más flojas. Intentaba soltarme las manos.
—Cásate con ella también. Los hombres como tú tienen muchas. No me opondré.
Jarden dijo:
—Libérame, Azuka, y también me casaré contigo y mataré de un disparo a ese gorrón de Michet.
—Seremos muy felices juntos, querido Chris —dijo Azuka mientras gemía y restregaba su cadera contra mí y se lo pasaba muy bien.
Para entonces ya sabía que mis manos se iban a soltar. Podía sentir cómo volvía la vida a ellas. Me dolía, pero no me importaba.
—Os deseo lo mejor a los dos, y os haré un buen regalo tan pronto como tenga lugar ceremonia. Aunque necesitamos a Michet. Necesitamos a todos los hombres.
Fue entonces cuando Michet ordenó a Azuka que lo liberara. No le hizo caso, y yo tampoco. Estaba demasiado ocupado frotándome las manos.
Cuando empecé a sentir mis dedos de nuevo, ella y Jarden estaban hablando en susurros, lo que hizo más fácil localizarlos. Lo hice, bajé mi mano por su brazo con rapidez para ver dónde estaba la daga y la cogí.
—Tú… tú ¡rital!
Supongo que aprendió eso de Lesage. Eso y el resto de su francés.
—Se dice «espagueti» —le dije—. Es mi daga y me la llevo, eso es todo. Te puedes enfadar conmigo, pero yo no me enfadaré contigo. Te debo mucho. Todos te lo deben.
Eso hizo que todos suplicaran que también los desatase.
Se quedó quieta por un instante, lo que me dio tiempo para empezar a preguntarme qué más podría tener.
—Deme el cuchillo. Liberaré a mis hombres —dijo Jarden.
—Yo lo haré —le dije.
Encontré a alguien y empecé con él. No era Michet, pero no estaba seguro de quien era. Quizá Louie, el Toro.
—¿Vas a luchar contra los españoles? —dijo Azuka.
—Claro —dije yo—. ¿Cómo llegaste aquí y cómo conseguiste mi daga?
—Te vas a enfadar, Chris.
—Inténtalo. Todavía estaría atado si no fuera por ti. ¿Te la dio uno de los españoles?
—Te la cogí cuando no me dejaste entrar. Vi cómo me miraban algunos hombres. No estabas conmigo. Paul tampoco. Dejé la funda y cogí el cuchillo. Cuando llegaron los españoles, me diste una bofetada para que no gritara y me escondí aquí.
—Siento haberte pegado —dije.
—Te pegaré algún día. O a tu hijo, el hijo al que daré a luz. ¿Cómo saldremos de aquí?
—No lo sé. Jarden, ¿estás desatando a alguien?
—Sí, capitán. ¿Es Azuka mía o suya?
—Tuya, si la quieres. ¿Sabes cuál es el cargamento?
—Cadenas, por lo que he podido ver. Sólo fue por un instante, ¿entiende?
—Están en cajas, capitán —dijo alguien.
—¿Cadenas marcadas?
—Abrí una —dijo Jarden—. Hay cadenas.
—Podemos luchar con ellas —gruñó alguien.
—Deberíamos abrir más —dijo otro—. Puede que haya más cosas.
—Yo digo que sí —le dije.
Anduve a tientas hacia su voz y le toqué la cara. Se giró y puse el filo de mi daga sobre la cuerda. Aquella daga era bastante afilada, pero las cuerdas eran fuertes y estaban embreadas. Algunos han dicho que desde entonces estoy obsesionado con afilar los cuchillos y los alfanjes. Puede que tengan razón. Si es así, me obsesioné cuando corté la cuerda del ancla del Magdelena y casi pierdo el control del todo en la bodega del Rosa.
Era fácil decir que teníamos que abrir todas las cajas. Pero sin herramientas, no era tan sencillo. Aunque después de unas cuantas cajas encontramos algunas herramientas. Había sierras y martillos e incluso un par de hachas. Y unos soportes y esos chismes de hierro con pinchos para poner velas. Artículos de ferretería, en otras palabras. Algunos útiles y otros no.
Los españoles habían asegurado bien la escotilla de popa, pero no la de proa. Tres hombres, tras empujarla, la levantaron lo suficiente para que pudiésemos alcanzar las cuerdas con sierras. El problema era que el bote estaba encima y teníamos miedo de que hiciera ruido cuando la abriéramos. Lo hicimos lentamente y con cuidado, y nadie nos oyó (o si lo hicieron, no creyeron que nada fuese mal). Estaba oscuro cuando subimos gateando hacia la escotilla y por debajo del bote hacia fuera y estoy bastante seguro de que la mayoría de la tripulación española que se quedó a cargo de nuestro barco estaba dormida.
Nunca he sabido cuántos había, pero eran más que nosotros y tenían más armas, las nuestras eran martillos y hachas, excepto en mi caso. Yo usaba mi daga, pero hacia el final cogí un espeque, que es una barra larga de madera con la punta de hierro que se usa para hacer palanca. En muchos barcos, se usan los espeques también como barras para los cabrestantes.
Cuando cesó la lucha, los hombres se acercaron uno a uno a Jarden y a mí. Les di la mano y les dije lo bien que habían luchado y cómo apreciaba todo lo que habían hecho. Le dije a Antonio que les limpiara y vendara las heridas.
Antonio era el penúltimo, porque había estado ocupado con un par de hombres heridos. Simoneau e Yves sujetaban los candiles para que pudiera ver lo que hacía. Le di la mano como había hecho con los otros y le dije que ya era miembro de la tripulación, parte de nosotros.
—Si quieres o necesitas algo, si tienes algún problema, ven a mí, ¿capeesh? Se te escuchará y tratará justamente.
Me estaba apoyando en el espeque cuando decía eso y, para ser honesto, estaba tan cansado que me hubiera caído sin él.
Michet fue el último. Tenía una cruz de sangre seca en la mejilla, y eso es algo que nunca olvidaré. Pensé que me podría dar problemas, pero tenía el martillo metido en su cinto, donde no podía cogerlo con la mano derecha. Le di la mano como al resto, pero cuando se la cogí la sujeté con fuerza.
—Soy el capitán —le dije—, y para ser capitán me tienen que respetar.
Levanté el espeque con mi mano derecha cuando dije eso y, para ser sincero, no creo que supiera siquiera lo que iba a pasar. El primer golpe lo tumbó. Creo que el segundo lo mató. Usé las dos manos para hacerlo.
Después de eso, Jarden lo cogió de los pies y yo de la cabeza y lo tiramos por la borda. No era lo que la gente llamaría fornido, y con el peso del martillo que tenía en su cinto se hundió con bastante rapidez en el agua y pronto desapareció. Me habría gustado tirar también el espeque. Había matado a Michet y al oficial español, y me parecía que ya había hecho suficiente. Pero no puedes tirar cosas que puede que necesites más tarde cuando estás en un barco, así que no lo hice.
¿Me siento mal por haber matado a Michet? Sí, pero no tan mal como por otras cosas. Para empezar, era un pirata. Los españoles lo habrían juzgado en aproximadamente media hora y lo habrían ahorcado cinco minutos después, y desde su punto de vista habrían tenido derecho a hacerlo. En el mar, el capitán es la única ley que tienes. Claro que Jarden era el capitán del Rosa, pero recibía las órdenes de mí.
Había esperado que los españoles se encargaran de Michet por mí. Perdimos dos o tres hombres por culpa de ellos (ahora no sé exactamente cuántos), pero Michet no fue uno de ellos. Así fue cómo salieron las cosas, y a fin de cuentas murió en la misma lucha. Entonces, ¿qué hay de malo en ello?
Pero lo principal es que tuve que hacerlo. No tenía elección. Si hubiéramos sido un barco mercante normal habría hecho que lo azotaran, y eso habría sido suficiente. En un barco pirata no puedes azotar a la gente (ni hacer muchas otras cosas) e irte de rositas. Me he confesado por lo que le hice a Michet y le dije a Dios que desearía que no hubiera sido necesario, pero él me había arrancado de mi tiempo y me había arrojado allí. Y si volviera otra vez al Rosa y Michet viniera a darme la mano, haría lo mismo. Tendría que hacerlo.
Jarden y yo echamos un real al aire para ver quién se iba a dormir y quién se quedaba a hacer la guardia, y gané. Le dije que me despertara si pasaba algo, me fui al camarote del capitán y me dormí en la litera del oficial español. Todavía estaba caliente. Quizás eso me tendría que haber incomodado, y quizá también Michet. Quizá lo hicieron, pero ya estaba profundamente dormido casi antes de tumbarme.
Jarden me despertó para que subiera.
—No quería molestarle, capitán —me dijo—, pero hay un barco a estribor.
—¿Español?
Se encogió de hombros.
—¿Quién sabe?
Subí al alcázar y eché un vistazo. No era tan grande como el galeón, y estaba iluminado.
Eso era suficiente para asustarme a mí o a cualquiera, y me empezó a preocupar no tener nada con lo que luchar, sólo mi daga. Entonces el timonel dijo:
—Se han estado acercando desde que subí aquí, capitán.
Eso fue suficiente. Cogí a Cicatrice y le dije que encontrara todo lo que nos habían quitado los españoles.
—Quiero mi alfanje —le dije— y cualquier pistola de sobra que veas. Las demás son para los hombres que las perdieron.
Después de eso, mandé a los hombres arriba para soltar velamen. El otro barco hizo lo mismo, y tan rápido que supe que la guardia de ese barco no se había quedado dormida en la cubierta.
También estaba silencioso. Si alguien hubiera estado gritando a esos marineros, lo habría oído. A lejos, por supuesto, pero lo habría oído. Y no lo oí.
Había algo más que me preocupaba. Me rasqué la cabeza y me froté los ojos, pero después todavía estaba preocupado. Cuando ordené a la guardia que cargara los cañones, me dijeron que ya estaban cargados. Parecía ser que la tripulación española lo había hecho antes de irse a dormir (los había cargado, pero no los había sacado).
Puse hombres con una cuerda mecha en cada cañón de la banda de estribor y le dije a la guardia que tenía que estar lista para sacarlos en cualquier momento. Eran cinco pequeños cañones de cuatro libras, y uno de los hombres encontró una colisa y la colocó en la barandilla del alcázar. Para entonces el otro barco estaba la mitad de lejos de lo que lo había estado cuando estuve en cubierta.
El mar estaba en calma, y hacía viento suficiente como para llenar nuestras velas. Entonces salté encima de la barandilla del alcázar, cerca del cañón, saludé y grité en inglés:
—¡Ah del Weald! ¿Es el capitán Burt?