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El Santa Charita
No le voy a contar mucho sobre los días posteriores. No son importantes, y de todas formas se mezclan en mi memoria. Pregunté a varias personas si había otra Habana, y todas me dijeron que no. Pregunté por mi padre y su casino, pero nadie había oído hablar de él. Caminé por todas las calles del pueblo y hablé con los curas de dos iglesias. Los dos me dijeron que volviera a Nuestra Señora de Belén. Yo no quería volver y no creía que pudiera aunque lo intentara. Ahora espero que las cosas sean diferentes, pero entonces estaba seguro de que no podría. Intenté buscar trabajo, y en ocasiones pude trabajar unas horas por un poco de dinero. La mayoría de las veces en el puerto.
Entonces, un señor oyó que estaba pidiendo trabajo y me dijo:
—Oye, muchacho, ¿tienes un lugar donde dormir?
Le dije que no.
—Bueno. Necesitas un sitio donde dormir y comida. Ven conmigo. Vas a trabajar, y duro, pero te daré de comer, una hamaca y un lugar donde colgarla, y cuando llegues a casa tendrás algo de dinero.
Así es como llegué al Santa Charita. Los marineros ingleses hablan de la firma de unos artículos y todo eso, pero yo en verdad no firmé nada. El oficial simplemente habló con el capitán y el capitán escribió mi nombre en su libro. Entonces el oficial me dijo que pusiera mi firma al lado, así que lo hice y eso fue todo. Creo que el nombre del oficial era Gómez, aunque como he conocido a mucha gente con ese nombre, puede que me equivoque. Lo llamábamos Señor. Era bajito y de hombros anchos, y la viruela había hecho que lo pasara muy mal de pequeño. Tardé dos o tres días en acostumbrarme a su aspecto.
Como había prometido, me pusieron una hamaca en el camarote de proa. La comida no era buena excepto cuando lo era, si sabe lo que quiero decir. Nunca había bebido vino antes, sólo a veces un sorbo del vino sagrado en misa, así que no sabía si era malo o flojo. Habíamos estado cargando mercancía para Veracruz, en su mayoría cajas de cerdos y pollos vivos, y la cubierta era un completo caos. Limpiábamos un lado, luego el otro, y después otra vez desde el principio. Normalmente sacábamos agua del puerto con una bomba y la echábamos por una manguera. Y cuando no estábamos haciendo esto, bombeábamos el barco porque hacía aguas. Quizás haya en algún lugar barcos de madera que no hagan aguas, pero nunca he estado en ninguno.
Podías salir a tierra cuando no estabas de guardia. Yo lo hacía, como lo hacían los demás, pero no podría haberme emborrachado y haber ido de putas aunque hubiera querido (Que no quise). Los marineros españoles no estaban tan obsesionados con emborracharse como algunos que he conocido desde entonces, pero sí lo estaban con las mujeres. La noche en la que partíamos metieron en el barco a escondidas a una chica a la que alguien había dado una paliza y la escondieron. Cuando levamos el ancla y el piloto se disponía a sacarnos del puerto, el capitán y Señor la sacaron de la bodega y la arrojaron por la borda. Yo ya la había visto y no me había gustado que estuviera allí, pero nunca habría hecho eso. Fue lo primero que realmente me hizo comprender a qué clase de lugar había llegado.
El segundo incidente llegó tres o cuatro noches más tarde. Cuando terminó nuestra guardia y bajamos, dos de los hombres me agarraron y uno me quitó los vaqueros. Forcejeé (o al menos eso fue lo que creí hacer) y grité hasta quedarme afónico y alguien me golpeó en la cabeza. Ya sabe lo que pasó después. Yo también lo supe cuando me desperté. Lo único bueno fue que mis vaqueros estaban tan destrozados que necesitaba otros pantalones, y me enteré de que el contramaestre te los podía dar. Se ocupaba del arcón de la mercancía. Lo que costaban, que era bastante, me lo descontó de mi paga. Mis nuevos pantalones de lona eran demasiado grandes, pero estaba tan contento de deshacerme de aquellos pantalones tan ceñidos que no me importó.
Fue en ese momento más o menos cuando empecé a subirme a lo más alto para desplegar y recoger las velas. Vasco y Simón me dijeron que me iba a dar muchísimo miedo y que me ensuciaría los pantalones nuevos, pero yo les dije que sería mejor que tuvieran miedo ellos, ya que si me caía me agarraría a ellos y me los llevaría conmigo. Y lo decía en serio.
El tiempo estaba en calma y sólo soplaba un poco de brisa. Tenías que ponerte en el marchapié y agarrarte con una mano, y no me daba nada de miedo. Además, las vistas eran espectaculares allí arriba. Hacía mi trabajo, pero siempre que podía echaba disimuladamente un vistazo. Estaba el hermoso mar azul y arriba el espectacular cielo del mismo color con un par de pequeñas nubes blancas, y pensé que la tierra era una hermosa mujer y que el cielo eran sus ojos, y también pensé en cómo el mar y el cielo seguirían allí cuando todos los que estábamos en el barco muriéramos y fuéramos olvidados. Me gustaba pensar eso, y todavía me gusta.
Cuando volvimos a la cubierta principal, esperaba que el capitán quisiera tomar rizos en la gavia, pero no quiso. Fue entonces cuando supe que por la noche se recogía todo el velamen y se ponía el barco al pairo (Y pensé que era así en todos los barcos). De modo que seguramente tendría mi oportunidad antes de que acabara nuestra guardia.
Aquí tendría que decir que nosotros éramos la guardia de estribor, que era la que dirigía Señor y la que hacía casi todo el trabajo. También había una guardia de babor que era mucho más pequeña. Los de esta guardia podían dormir en cubierta si no tenían nada que hacer, y a veces jugaban a los dados. Nuestro barco era un bergantín, que tenía dos mástiles del mismo tamaño y el aparejo de cruz. No es que sea importante, pero por aquel entonces yo era el hombre del trinquete.
Mientras os pongo al corriente, dejadme deciros que en esa época sabía mucho más vocabulario marino en español que en inglés, aunque todos los otros marineros sabían mucho más que yo. Tampoco me decían lo que querían decir. Sólo me decían que era un peine para alisar el mar, o un consolador para una ballena, o cualquier cosa. Tenía que averiguarlo por mí mismo y se reían de mí aunque me equivocara por poco.
Otra cosa que no sabía en aquel entonces era que nuestro manejable bergantín era uno de los tipos de barco que más les gustan a los piratas. Los otros son las balandras de Bermuda y las balandras de Jamaica. Ambas son más grandes que la mayoría de las balandras, y mucho más rápidas. Los cascos se parecen bastante y la diferencia está en el aparejo. Cada uno tiene su propio gusto, pero a mí siempre me gustó el aparejo de tipo Bermuda.
Cuando el sol se fundió con en el horizonte, subimos otra vez y recogimos las velas, primero la mayor y después la gavia. Empezaban a verse estrellas en el cielo y el viento se levantó un poco, y recuerdo haber pensado que los marineros eran las personas con más suerte del mundo.
Pronto bajamos a cubierta, nos dejaron marcharnos y nos fuimos abajo. Y me atacaron de nuevo. Esta vez no me pillaron totalmente desprevenido y peleé. Bueno, en cualquier caso lo habría llamado pelear si me hubieran preguntado. Me golpearon y patearon hasta que me desmayé y consiguieron lo que querían. Entonces no sabía que sería la última vez.
No llamaría luchar a lo que hice aquella noche, ni tampoco dormir a lo que hice después. Unas veces estaba consciente, y otras veces no. Recé para que Dios me llevara de vuelta a Nuestra Señora de Belén. Vomité un par de veces, una de ellas en cubierta. Los que hacían la guardia de babor me hicieron limpiarlo, aunque me encontraba tan mal que me caí dos o tres veces mientras lo intentaba.
Al día siguiente el capitán vio lo mal que estaba (tenía los ojos hinchados, casi cerrados, y tenía que sujetarme todo el tiempo a algo si no quería caerme) y me puso en la guardia de babor. No quiso averiguar quién me había pegado, ni siquiera me pidió que se lo dijera (Creo que se lo habría dicho). Sólo me dijo que estaría en babor hasta nuevo aviso y me mandó abajo. Eso significaba que los de mi antigua guardia tendrían que hacer el mismo trabajo con un hombre menos, así que ese fue su castigo. Cuando el sol se estaba poniendo y empezó nuestra guardia, decidí que tan pronto como me encontrara mejor, recibirían también mi propio castigo.
(Lo que me pasó ayer por la tarde hace que todo esto me venga a la memoria. Les dije a cuatro de nuestros chicos del centro juvenil que se callaran y me esperaron hasta que salí a las diez. Todos ellos eran bastante altos y fuertes. También se creían duros. Se estorbaban entre ellos, y como estaba solo, cada patada y puñetazo realizaba su cometido. Finalmente me tiraron al suelo y me dejaron sin respiración. Me patearon un par de veces más y se largaron, prácticamente cargando con Miguel. Los alcancé a unas tres o cuatro manzanas).
La guardia de babor era fácil, y menos mal, porque todavía tosía un poco de sangre de vez en cuando. Descansaba y dormía cuando podía, y cuando acabábamos la guardia me quedaba despierto y en silencio en mi hamaca la mayor parte del tiempo. Era agradable, un suave balanceo como el de una cuna, y empecé a pensar que mataría a todos los que estaban a bordo para así tener todo el barco para mí sin nadie que me pudiera hacer lo que ya me habían hecho. Sabía que realmente no lo haría y que de todas formas no podría manejar el barco yo solo. Pero era agradable pensar en ello, y así lo hice. Más tarde, aquello me ayudó a entender a Jaime.
Una de las labores que desempeñaba en la guardia de babor era la de la vigía. Era lo mismo que en la guardia de estribor, pero allí nunca había tenido oportunidad de hacerlo. Después de haber estado en la guardia de babor durante un par de días y de que mis ojos ya no estuvieran tan hinchados, me asignaron ese puesto. Tenía que subir por el trinquete y permanecer sobre la verga, agarrándome al tope. Era un trabajo que nadie quería, porque tenías que estar de pie o en cuclillas durante horas y el balanceo era peor en lo alto del mástil.
Me encantaba. Una de las mejores cosas de mi vida ha sido que de vez en cuando he disfrutado de algo que todo el mundo odiaba, y aquella fue una de esas cosas. En primer lugar, allí estaba totalmente solo, sin nadie que me fastidiara. Otra ventaja era que podía mirar hacia cielo y hacia el horizonte tanto como quisiera. Eso era lo que se suponía que tenía que hacer. El mar no estaba picado, sólo había un ligero oleaje y un millón de estrellas que me miraban desde arriba. Vi al Ángel de la Muerte una vez (Quizá se lo cuente más tarde). Su túnica es negra, como dicen. Pero está tachonada con estrellas de verdad, y cuando lo vi, supe que morirse no es realmente tan malo con todos creen. Todavía no me quiero morir, pero en aquel momento supe que si me moría, no sería lo peor que me había pasado, y que después de aquello no tendría que preocuparme nunca más.
Uno de los cerdos había muerto ese día, así que tuvimos cerdo asado de cena. Siempre que moría uno de los animales, nos lo comíamos. Hacía calor en donde estábamos, como en Cuba, así que nos lo comimos tan pronto como pudimos. Probablemente nos lo habríamos comido rápido de todas formas. El capitán y el oficial se llevaron la mejor parte, y los demás el resto. No creo que comiéramos las tripas, pero sé que nos comimos el estómago y la cabeza. Y el corazón, y el hígado, y todo eso. Y gritábamos que queríamos más, y maldecíamos al cocinero por no dárnoslo.
Así que tenía un poco de sueño allí arriba, pero por supuesto no podía dormir, y si lo hubiera hecho, me habría caído. Cerraba los ojos un minuto, sentía como me empezaba a ir, me agarraba y despertaba. A la tercera o cuarta vez vi algo hacia estribor cuando desperté. No había luna esa noche, pero creí haber visto algo blanco sobre la mole negra y una línea oscura vertical que podría haber sido un mástil. Grité a los de abajo y les dije que había un barco sin luces, y el resto de los de la guardia despertaron al oficial.
Esperaba verlo enfadado, y puede que lo estuviese. Preguntó dónde estaba, y cuando se lo dije me hizo ocho o diez preguntas que no supe contestar. Al final bajaron un bote y fueron a inspeccionar. Había pasado bastante tiempo cuando regresaron y no me contaron nada, ni siquiera cuando se acabó la guardia. Todavía me encontraba mal y estaba bastante cansado, así que colgué la hamaca y me acosté.
Muy pronto, me despertó el estruendo de nuestros cañones. Me levanté y subí a cubierta para ver qué estaba pasando. Soplaba un poco de brisa, y puede que fuéramos a dos nudos. El capitán tenía a todos los de la guardia de estribor haciendo como que cargaban los cañones para luego soltarlos de verdad. Aquello era lo que había causado el ruido. Una vez fuera, fingían dispararlos, los metían dentro (más ruido) y repetían los mismos pasos una y otra vez: el lampazo mojado, la carga de pólvora imaginaria, la bala de cañón imaginaria, soltar cañones y aplicar la cuerda mecha al oído del cañón.
Montamos cinco cañones por banda. Eran pequeños (luego me enteré de que eran cañones de cuatro libras), pero nunca les había prestado mucha atención, y tampoco había visto aplicar la cuerda mecha, así que me pareció muy interesante.
Al cabo de un rato, sacaron el bote con una caja grande vacía. Flotaba muy bien cuando la tiraron al mar, con una esquina hacia arriba y puede que dos tercios bajo el agua. Entonces cargaron de verdad todos los cañones, uno por uno, la cuerda mecha se encendió con fuego de la cocina y cada artillero del lado de estribor disparó a la caja.
Lo observé todo a sabiendas de que, de todas formas, no iba a poder dormir, y cuando salió de nuevo el bote con un barril vacío para que los cañones de babor le dispararan, yo era uno de los que remaban.