17

Dios me ha castigado

Fray Phil y yo nos fuimos a dar un paseo esta mañana. Era la primera vez que lo hacíamos y probablemente la última. Se supone que tiene que haber al menos un cura en la rectoría todo el tiempo, día y noche, en caso de que alguien esté a punto de morir o necesite confesarse urgentemente. Fray Houdek normalmente está en otro sitio, así que fray Phil y yo raras veces tenemos la oportunidad de salir juntos.

Hoy fue diferente, porque fray Ed Cole ha venido a llevarse la colecta para las misiones. Dijo que tenía planeado pasar leyendo el resto de la mañana, así que nos marchamos: dos jóvenes curas dando un paseo en una mañana soleada de domingo.

Mientras caminábamos, hablábamos de muchas cosas. Fray Phil tiene ganas de tener su propia parroquia, pero piensa que no pasará en años. Sé que quizá yo consiga una en las próximas semanas y no tengo ganas (cosa que no dije a fray Phil).

Una de las cosas de las que hablamos (quizá la única cosa importante de la que hablamos) fue de qué significaba ser cura. Él se centra en el cura como líder de una pequeña comunidad de creyentes. Eso es lo que quiere de su sacerdocio, aunque no lo dijo así. Yo estoy más centrado en la naturaleza sagrada de la llamada.

—Después de todo —dije yo—, un cura que vive solo y lejos en una isla desierta sigue siendo un cura. ¿Dios le tiene menos estima porque ha abandonado el mundo de los hombres por Dios?

—Deberías decir el mundo de las personas —me dijo fray Phil.

He usado la palabra importancia, pero nada de esto era importante en absoluto. El tema era desde luego importante, pero no teníamos nada importante que decir al respecto. Los dos teníamos razón y los dos estábamos bastante dispuestos a reconocer que los dos teníamos razón. Si fray Houdek hubiera estado con nosotros, se habría centrado en otra cosa, estoy seguro, aunque no sabría en qué. La recaudación de dinero para una escuela nueva o la administración de los sacramentos o cualquier otra cosa.

Una cosa de la que estoy seguro, ahora que he tenido la oportunidad de pensar en nuestra conversación, es que en lo que debemos centrarnos depende de dónde estamos. Mi cura en una isla desierta no está en una parroquia. El cura de fray Phil no está solo en una isla desierta. Fray Luis estaba en un tercer lugar y así.

Empecé a escribir sobre esto por lo que pasó al final. Fray Phil dijo algo que debería haber dicho yo y sintió algo que debía haber sentido yo. No estábamos en sintonía con nuestro personaje (como diría un actor), ninguno de los dos. Pero la vida no es una serie de televisión y esto fue un recordatorio saludable de ello.

Volvíamos a la rectoría cuando fray Phil se paró y señaló a la aguja de la iglesia que se elevaba con su brillante y dorada cruz hacia el claro cielo azul.

—¡Mira eso, Chris! ¿No es inspirador? Cada vez que la veo, me entran ganas de aplaudir.

Yo no me sentía así. Sabía que debería, pero no fue así. Sin embargo, tuve un recuerdo fugaz y supe que hubo un tiempo en el que me sentí así por algo. Me llevó horas recordar qué era. Al final me di cuenta de que me había dado tan fuerte porque estoy en ese punto de esta crónica privada y puede que sin ningún valor, de esta historia verdadera sobre mí que me cuento a mí mismo cada tarde a la hora en la que todos o casi todos los niños del centro juvenil se han ido a casa y estamos a punto de cerrar. Significaba mucho para mí entonces y todavía ahora. Sin embargo, no fueron palabras y sé que ninguna palabra que yo pueda decir puede hacer que nadie (no, ni siquiera este hombre de negro que lo escribe) sienta lo que yo sentí entonces.

Cuando Novia y yo subimos al Castillo Blanco, no fuimos directamente a buscar a la mujer ni el oro escondidos. Mis primeras preocupaciones iban dirigidas al barco: cómo de bien había manejado Bouton el barco y cómo de bien maniobraba este.

Sólo tenía palabras buenas para el barco, aunque no tan buenas para la tripulación que Rombeau le había dejado a Bouton.

—No tienes pistola —le dije.

—Están en mi camarote, capitán. No creí que necesitara una.

—Tienes razón. Necesitas dos. Dos por los menos. Ve a tu camarote y tráelas. Tres, mejor.

Cuando se había ido, Novia dijo:

—Yo tengo las mías, Crisóforo.

Le dije que esperaba que no tuviera que usarlas.

—Primero les explicaremos las cosas —le dije a Bouton cuando regresó con sus pistolas—. Si lo hacemos bien, no tendremos que preocuparnos de que se pongan en nuestra contra. Si ve a alguien holgazaneando, golpéele con el alfanje. Si alguien le golpea o le saca un cuchillo (o si alguien lo intenta), mátelo. Le apoyaré y espero que usted me apoye. Lo matamos rápido, lo echamos por la borda y que todo el mundo vuelva al trabajo. ¿Capeesh? No les daremos tiempo a pensar en ello.

Le mandé que subiera a la guardia a la barandilla del alcázar. Esto es más o menos lo que dije, sólo que lo dije en mi francés de segunda.

—Amigos, vamos rumbo a Port Royal a vender el Rosa y su mercancía. Cuando lo hagamos, habrá dinero de sobra para todos.

Algunos de ellos vitorearon.

—Aunque no vamos a vender este barco. Es rápido y vamos a hacer que sea más rápido. Si lo manejamos bien, nos dará diez veces más de lo que nos daría en una subasta. Lo que pasa es que hay que manejarlo bien. No podemos enfrentarnos a un galeón español, ni siquiera con el Magdelena llevándose la mayor parte. Así que tenemos que ser capaces de correr y tenemos que ser capaces de capturar. ¿Algo que decir?

Nadie dijo nada.

—Bien. Vamos a hacer unas cuantas maniobras ahora. Bouton y yo vamos a estar saltando de aquí para allá gritándoos para intentar que lo hagáis todo mejor y más rápido. Si no os gusta, no os culpo. A mí también me han gritado mucho y no me gustaba nada. Pero aquellos oficiales que me gritaban intentaban evitar que me ahogara. Si el barco no se manejaba bien y rápidamente, nos íbamos a ahogar todos. Eso también pasaría aquí, en el Castillo Blanco. O lo llevamos bien o nos ahogamos. O nos ahorcan. Soy un pirata, así que ya tengo la soga alrededor del cuello. También vosotros, todos vosotros. ¿La sentís?

»¡A vuestros puestos! ¡Todos a vuestros puestos!

Después de eso, viramos por avante, viramos por redondo, etcétera. Arriábamos el velamen y lo soltábamos. Al principio teníamos que gritar a los hombres para que arriaran velas cuando el barco viraba por redondo, pero lo entendieron más rápido de lo que esperaba. No pararon hasta que terminó la guardia y entonces seguimos con la siguiente mientras los otros se quedaban a un lado y abucheaban. Una de las cosas buenas fue que no tuvimos que matar a nadie.

Otra fue que cogí el timón durante la última hora o así de aquella segunda guardia. Quería ver cómo respondía. Iba como un coche de carreras. ¡Qué barco! Había estado gritando las maniobras, «¡Preparados para virar!» y todo eso. Finalmente grité:

—¡Señor Bouton! ¡Ice la bandera negra!

Aunque era un hombre grande y fornido, subió al alcázar y abrió la caja de señales como si fuera un chaval y la bandera ya subía por su driza casi antes de que yo recuperara el aliento. Había una buena brisa en ese momento y me quedé allí de pie al timón mirando cómo aquella bandera ondeaba en el tope del mástil mientras toda la tripulación vitoreaba. Era tan feliz en ese momento como no lo había sido en mi vida.

Comimos cuando se terminó la guardia, Bouton, Novia y yo apelotonados en la pequeña mesa de la que había hablado don José. La comida era mejor que la que habíamos estado tomando Novia y yo, y la disfrutamos. No hay nada como la cálida luz del sol, el aire del mar y una fuerte brisa para abrirte el apetito.

Al mirar toda esa comida, de repente pensé en la mujer gorda de España que me había dicho que me marchara. Le pregunté a Novia si había sido una buena cocinera y si había sido fácil trabajar con ella. Novia contestó que no a las dos preguntas, pero no quería hablar de ella. No lo habría mencionado aquí si no hubiera sido por lo que pasó esa noche.

Después de cenar, Bouton y yo bajamos a echar un vistazo en el pañol de velas. Había arrastraderas por cada vela del barco, provisiones del velero y un montón de velamen de repuesto. Todo estaba nuevo. Como dije, ya me había enamorado de ese barco y ver todo lo que tenía me hacía sentir bien. Cuando volví a cubierta, hice que un par de hombres empezaran con un foque para uno de los puntales de proa.

Quizás aquí debería explicar que los dos mástiles estaban inclinados. Eso quería decir que el palo de trinquete estaba inclinado hacia delante y el palo mayor hacia atrás, de tal forma que sus topes estaban más separados que sus bases. Que los mástiles estuvieran inclinados de esa manera significaba que cada uno podía llevar más vela y que el palo mayor era menos propenso a bloquearle el viento al trinquete con viento en popa. También quería decir que había más aparejo y más complicado y era más probable que las cosas fueran mal. El palo de trinquete tenía un estay que iba hasta el tope del palo principal y otro que iba hasta el tope del mastelero. Atamos ese primer foque al estay del mastelero de proa.

Después de eso, cogí las llaves de los camarotes y dejé que Bouton instruyera a los cañoneros mientras buscábamos. El primer lugar en donde miramos fueron los camarotes que habían pertenecido a De Santiago y a su mujer y a Guzmán y a su esposa. Me parecía que allí era donde con más probabilidad habrían escondido su dinero, ya que podían vigilarlo.

Sé que ya he mencionado lo pequeños que eran los camarotes de los barcos. Estos eran incluso más pequeños. Hay gente que tiene vestidores que son más grandes que esos pequeños camarotes de debajo del alcázar. Tuve que caminar inclinado dentro de ellos. Novia podía estar de pie derecha, pero siempre me parecía que su peineta iba a tocar las vigas de la cubierta.

Había dos puertas, ambas cerradas con llave y muy pequeñas y estrechas, a unos cuantos peldaños de la cubierta principal. Una daba directamente al diminuto camarote de los Guzmán. La otra a un vestíbulo que medía unos cuantos pasos y que era tan estrecho que mis hombros rozaban las dos paredes. Llevaba al camarote trasero, el que había sido de los De Santiago. Ese camarote era un poco más grande y tenía dos ventanas (El de los Guzmán sólo tenía una). Cuando lo vio, Novia dijo con mucha firmeza:

—Aquí es donde vamos a dormir, Crisóforo.

Yo dije que claro que sí y me senté, lo cual fue un gran alivio después de haber estado inclinado todo el tiempo. Había una pequeña mesa en aquel camarote, con dos sillas, arcones, un armario y dos diminutas literas. El camarote de los Guzmán no tenía más que literas, un armario a juego, cuatro arcones y ya estaba abarrotado sólo con ellos.

—Cuando lleguemos a Port Royal —le dije a Novia— voy a hacer que tiren esa pared y que hagan un camarote para nosotros ahí atrás.

—Y una puerta también, Crisóforo.

—Vale. Una puerta, el doble de grande que esas dos pequeñas. Deben volverse locos para sacar esa mesa.

—Se pliega.

Me enseñó cómo se hacía y mientras lo hacía yo solo volvió para mirar entre las vigas de la cubierta. Finalmente, le pregunté qué buscaba.

—Una caja. Una caja de madera para el dinero encajada entre las vigas. Está oscuro ahí arriba en los huecos, ¿no? Una caja del mismo color, no tan ancha como las vigas. La abres y el dinero está en una bolsa para que no se caiga. Eso es lo que haría yo.

—Vale —dije yo—, pero la señora Guzmán no se podría esconder ahí arriba.

—Decimos que hay una mujer. Yo también lo digo. ¿Y si estamos equivocados? Imagina que no la hay.

—Imagina que no hay una caja, Novia.

—No me estás ayudando. Si no hay una caja, el dinero está en otro sitio. Tenemos que quemarle los pies a don José.

Se subió para mirar en una esquina.

—Dices que la mujer se esconde donde está el dinero. ¿Por qué un lugar tan grande?

—Así se pueden esconder muchas cosas ahí, supongo. Lingotes de plata, quizá. O plata y buena vajilla. Cosas así.

Novia me besó.

—Te quiero, mi corazón, pero estás equivocado. Él pondría ese tipo de cosas en un arcón.

—Entonces echemos un vistazo a esos —dije yo.

Lo hicimos y encontramos un montón de ropa y un poco de joyería. Después miramos en las literas. Había un armario en la pared lisa entre los dos camarotes que era alto y ancho, pero muy poco profundo. Era un lugar donde podías guardar un poco de ropa y quizás un par de zapatos de repuesto.

—La señora Guzmán las dejó a la vista de todo el mundo.

Novia levantó un pañuelo.

—Eso es lo que nos contaron. ¿Lo viste?

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco. Quizá las cogió uno de tus bucaneros.

Le prometí que le preguntaría a Bouton.

Si tuviera que detallar todo los sitios en los que buscamos, estoy seguro de que me dejaría alguno. Dejadme que os diga que buscamos en todo los sitios en los que pudimos pensar y en muchos de ellos miramos dos veces. No encontramos ni a la mujer ni el dinero.

Tampoco encontramos ningún fantasma, maldición o monstruo.

Hacia la tarde se paró el viento e hicimos una pequeña reunión en el camarote del capitán del Magdelena, Bouton, Rombeau, Novia y yo. Les expliqué que me iba a quedar con el Castillo Blanco como segundo barco y que lo iba a armar con más cañones y más grandes en Port Royal y que iba a hacer otros cambios. Rombeau era entonces capitán del Magdelena y Bouton primer oficial del Castillo Blanco. Yo iba a ser el capitán del Castillo Blanco, al menos hasta que encontráramos a la mujer y el dinero y quizá también después.

Cuando estuvo todo arreglado, comimos, bebimos vino y no sentamos a contar historias. Novia le enseñó un poco de español a Rombeau y los dos les enseñamos una canción española.

Así que ya era bastante de noche cuando cogimos nuestros baúles, nos metimos en el esquife y regresamos al Castillo Blanco. El mar estaba cristalino para entonces y sentías que podrías tocar las estrellas con el palo. Bouton cogió la caña del timón y Novia y yo nos sentamos delante de él, abrazados.

De vuelta a bordo, saludamos a Boucher, que era oficial en ese momento, y bajamos a nuestro camarote para una buena sesión de besos. Nos estábamos desnudando cuando de repente se me ocurrió y me quedé inmóvil.

—¿Qué pasa, Crisóforo? Has pensado en algo.

Quizá debí haberle contado todo a Novia en ese momento, pero no estaba lo suficientemente seguro como para hacerlo. Lo que dije fue:

—Sí. Iba a preguntarle a Bouton por las joyas que había dejado la señora Guzmán fuera, pero se me olvidó.

—Quizás ahora esté durmiendo.

—Sí. Pero Boucher puede saberlo.

Me puse de nuevo los pantalones, le dije que se volviera a poner el vestido y saqué la cabeza por la ventana.

—¡Boucher! Baja cuando puedas. Trae un farol.

Para cuando me hube arreglado el pelo y quitado parte del maquillaje de Novia de la cara, llamaron a la puerta. La abrí esperando que fuera Boucher, pero era Bouton.

—Alguien tenía que quedarse en el alcázar —dijo—. Le oí y vine.

Le dije que tenía razón, que la tenía, que era mejor así y le pregunté por las joyas.

—Yo no las cogí.

—Vale, te creo. ¿Sabes quién lo hizo?

Negó con la cabeza.

—Nadie podía tocarlas, aunque algunos de nosotros lo hicimos cuando las encontramos. Es lo que ordenó Rombeau. Estaba seguro de que había algo en estos camarotes que no habíamos encontrado todavía y los cerró con llave hasta que los pudieran registrar minuciosamente.

—Entiendo.

—Los registró, pero no encontró nada y los volvió a cerrar. Le di las llaves a usted, capitán. ¿Estaban cerrados cuando vino?

Oui, pero no había joyas —dijo Novia, que estaba encendiendo las velas con la vela del farol.

—Así que nos encontramos con otro misterio —dije yo cambiando al español—. Pero la razón principal por la que llamé a Bouton era que quiero probar esas pequeñas pistolas de latón que llevas. Las cargaste hace tiempo y puede que las cargas estén ya dañadas. Por la sal y eso.

Volví al francés.

—Ya sabe cómo es eso, monsieur Bouton.

Monsieur Bouton parecía desconcertado, pero asintió.

—A mí me ocurre igual. No creo que las mías se hayan cargado hace tanto tiempo como las de ella, pero puede que no funcionen tampoco. Vamos a usar esta pared entre los camarotes para practicar, parece lo suficientemente sólida. Después beberemos un poco más de ese vino. Ve a decirle a Boucher que no se preocupe cuando oiga los disparos. Luego baja. Puedes beberte otra copa y ayudarnos a probarlas.

Cuando se fue, le dije a Novia en español lo que le había dicho a Bouton en francés, aunque sabía que probablemente lo había entendido casi todo. Lo hice en voz alta, pero cuando había terminado me acerqué más y susurré en francés:

—Cuando yo salga, cuenta hasta diez, no en alto, antes de disparar.

—Como tú digas, Crisóforo.

Parecía tan desconcertada como Bouton.

Cuando éste volvió, le dije a Novia que sacara una de las pequeñas pistolas que llevaba colgadas del cinto. Cuando empezó a amartillarla, hice que se girara y apunté su pistola hacia la ventana abierta. Después de eso, me fui. Ya estaba descalzo e intenté hacer el menor ruido posible. Antes de que la pistola disparara, ya tenía yo la llave en la cerradura de la otra puerta.

La única luz que había allí era la de las estrellas que entraba por la ventana. Aun así pude verla: una sombra negra mucho más pequeña que yo. La agarré tan rápido como pude, porque me imaginaba que podría tener una pistola o un cuchillo que usaría contra mí si le daba la oportunidad de hacerlo.

Tan pronto como la rodeé con mis brazos, supe que era una mujer, como había dicho la señora De Santiago, y joven. Mientras la sacaba precipitadamente del camarote de los Guzmán y la llevaba por el diminuto vestíbulo hacia el nuestro, me preparé para explicarles a Novia y a Bouton lo listo que había sido.

Entonces Novia gritó y la mujer a la que había estado llevando con prisas se echó a llorar. Le flaquearon las piernas, la solté y se hizo una bola en el suelo delante de Novia, gimoteando y sollozando.

Ya me había equivocado una vez y fue entonces cuando me equivoqué de nuevo. Novia había sacado la otra pistola, la amartilló y la disparó antes de que yo pudiera detenerla. Aunque le golpeé en el brazo y la bala atravesó la cubierta. El disparo hizo que la chica que había estado sollozando mirara hacia arriba y pude ver su cara a la luz de la vela.

Aun así, me llevó un buen rato darme cuenta realmente. Era Estrellita.

Cuando en cierto modo fui consciente de lo que había pasado, ya había abierto una botella y me estaba poniendo una copa de vino, que sin embargo le di a Estrellita. Le dije a Bouton, que estaba en medio de las dos, que le diera una silla. Lo hizo y obligué a Novia a sentarse en la otra, aunque fue mucho más difícil.

Entre sollozos, Estrellita dijo:

—Lo siento, señora. Lo siento mucho, mucho, mucho. Dios me ha castigado.

—¡Yo ni he empezado todavía!

Me había olvidado de la navaja grande de Novia, pero ella ya la tenía en la mano.

Hice que se callaran las dos.

—Creo que ya lo entiendo todo —les dije—. Quizá incluso mejor que vosotras. Veremos.

Cambié al francés y le dije a Bouton:

—No entiendes nada. No podrías.

Se encogió de hombros como sólo un francés lo puede hacer.

—¿Problemas amorosos? Me voy.

—Te quedas —le dije—. No estoy seguro de que pueda con las dos yo solo y ya has visto bastante. ¿Lo vas a contar?

Negó con la cabeza enérgicamente.

—No, capitán.

—Bien. Te lo explicaremos. Podría ser lo mejor.

El francés de Novia no era muy malo, podía entender la mayor parte de lo que la gente decía, aunque a veces tenía problemas para hablarlo. Pero Estrellita no hablaba nada de francés, lo que significaba que tenía que traducírselo hasta que le dije a Novia que lo hiciera por mí. Todo esto le aburriría rápidamente, así que no lo voy a escribir cuando vuelva con esto.