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El combate naval

La mayoría de los números en este relato han sido estimados. La mayoría de las veces son buenas estimaciones, como cuando dije que había cuatro hombres solteros en el Santa Charita, por ejemplo. Pudo haber sólo tres, o quizá cinco. Pero estoy bastante seguro de que eran cuatro. Son números exactos: habíamos estado esperando tres días cerca de Callao cuando salieron los barcos del tesoro y eran tres.

Los diez días se me quedaron grabados debido al horrible suspense de la espera. Uno no se puede quedar en un sitio con un barco a menos que se esté amarrado a un muelle. Si no hubiera corrientes ni viento, se podría intentar. Pero incluso un barco de juguete en una bañera con el tiempo se va hacia un lado de la bañera o hacia el otro. Un barco anclado se sujeta por la cuerda, pero aun así se mueve de aquí para allí. Nosotros hicimos un ancla flotante, fuimos a la deriva en la dirección del viento durante tres o cuatro horas y con el ancla flotante a rastras, entonces la recogimos y viramos lentamente por avante a nuestra posición original. Lo hacíamos con tanta frecuencia que todos, creo yo, empezamos a esperar que se desatara una tormenta. No ocurrió.

Por la noche, y a veces por el día, Novia y yo hablábamos sobre qué haríamos con nuestra parte del oro. Compraríamos una hacienda en Nueva España. O una granja grande en la colina de Nueva Jersey de la que una vez me había hablado el capitán Burt. O una bonita casa en Madrid. O en La Habana. Una plantación de azúcar en Jamaica.

Pediríamos al astillero que construyó el Castillo Blanco que hiciera uno así para nosotros, contrataríamos a una tripulación y navegaríamos alrededor del mundo.

A medida que pasaba el tiempo hablamos de lo que Novia haría si me mataban y de lo que yo haría si la mataban a ella. No voy a hablar de ello aquí. Algunas cosas son demasiado personales y esa es una de ellas.

Al décimo día todo el cielo estaba despejado y claro, igual que los demás. Fue a mitad de la guardia de la mañana cuando el Weald envió la señal «Enemigos a la vista». Entonces seguimos al Weald, según las órdenes. No vi bien los tres barcos del tesoro hasta bien entrado el día. Había un galeón grande (más tarde me enteré de que era el San Felipo) y dos barcos más que eran un poco más pequeños (el Socorro y el Zumaya). Hasta el momento, no preocupamos a los barcos lo suficiente como para que retrocedieran, que era lo que queríamos.

Lo que no queríamos era que siguieran después de la puesta del sol. La mayoría de los barcos españoles se ponen al pairo después de la puesta y eso era lo que esperábamos que hicieran. Estos siguieron. Debió de haber sido procedimiento operativo estándar de los barcos del tesoro o quizá simplemente quería decir que el capitán del San Felipo estaba empezando a preocuparse.

Si hubiera sido por mí, habría ido a por ellos esa noche. El capitán Burt decidió esperar a la mañana. Dicho lo cual, debería deciros también que el capitán tenía buenos motivos para hacerlo. El primer motivo era que podríamos agotar a sus hombres un poco si tuvieran que permanecer a pie de cañón todo el tiempo que estuviéramos a la vista. El segundo y el más irritante era que podrían haber apagado las luces y dispersarse. Si hubieran hecho eso, tendríamos posibilidades de capturar uno, pero no de capturar los tres.

Queríamos los tres.

Dormí en cubierta esa noche, cosa que no me produjo una gran incomodidad. Cuando empecé a bostezar y a estirarme, el Weald envió una señal: «Cruzad la proa del que va delante. Buena suerte Chris».

Desplegamos tanto velamen como pudo aguantar el Sabina con ese viento, que era casi todas las velas. Cuando nos acercamos más, vi que los barcos españoles iban en línea. El galeón grande iba detrás para proteger a los barcos más pequeños. Uno de los pequeños iba casi a un cuarto de milla por delante de él y el otro delante de aquel a casi la mitad.

Permanecimos hacia el oeste fuera del alcance de los cañones del galeón. De todas formas disparó y levantó fuentes de agua a casi cien metros de estribor. Es una experiencia muy placentera, el hecho de que alguien te dispare y falle. Hace bombear un corazón viejo y que los ojos brillen de una manera maravillosa.

Cuando estuvimos delante y cogimos la rueda del timón, todo el tormento que sufrimos en el Estrecho de Magallanes valió la pena. Hacía buen tiempo y un buen viento de popa. Pusimos el timón de dirección, hicimos girar las vergas y otra vez todo iba más rápido de lo que cualquier marinero de motor habría pensado.

El capitán español estaba preparado y empezó a girar tan pronto como vio que nos acercábamos. Disparamos en cuanto giraron nuestros cañones y lanzamos la primera andanada. El Zumaya contestó antes de que cediera el eco de los cañonazos. Contar sus cañones era fácil: llevaba ocho por banda, cinco en la batería principal y tres en la cubierta superior. Supuse que eran de doce libras. Si tenía razón, tendríamos que lanzar un poco más de metal.

Aunque lo que cuenta en realidad es cuánto destruye ese metal. La regla general de los cañones como los que teníamos nosotros es apuntar a la base del palo mayor y rezar para darle a algo. Apuntábamos un poco más alto y disparábamos balas enramadas, porque lo último que queríamos hacer era hundirlo. Novia subía y bajaba de la cubierta superior comprobando la puntería y Boucher hacía lo mismo abajo. Pero las balas enramadas se cargan más lentamente y son menos precisas que las balas normales y nos estaban dando una buena paliza.

Todo pintaba mal hasta que el capitán español intentó rizar el rizo. Su idea era rezagarse un poco, girar de nuevo hacia el norte y barrernos. Era la clase de cosa que he visto muchas veces en los combates (una buena idea para alguien que fuera más rápido). Hicimos girar el Sabina otra vez hacia el norte con nuestro costado frente a su proa, lo mismo que quería hacer el capitán Burt desde el principio.

No sé cuánto daño causó eso al aparejo del Zumaya, pero el trinquete cayó y parecía que había muchos más daños.

—¿Nos ponemos de costado, capitán?

Ése era Bouton y le dije que todavía no estaba preparado para morir.

—Pero, capitán…

—¿Cuánto tiempo tardarán los otros en alcanzarnos?

No había pensado en ello. Pude verlo en su cara.

El combate siguió. Uno de nuestros barcos, por lo general el Weald, atacaba de costado al costado del gran galeón. Mientras este estaba ocupado con quien quiera que estuviera, otro (el Snow Lady, el Rescue, el Fancy o nosotros) se ponía pegado a su popa.

O lo intentaba.

Un minuto puede parecer una eternidad en este tipo de combate. Una tarde (y esto duró una tarde) parece un año. Tardábamos una hora o más en buscar una posición. Luego cañonazos durante cinco minutos o así y después otra hora o dos para virar por avante, girar y dar poco a poco la vuelta. Tenía hombres con mosquetes en el aparejo y Nazaire me juró que le había dado al capitán. Si lo hizo, no lo vi.

Hicimos lo que pudimos para seguirlos durante la noche, pero aun así los perdimos. El capitán Burt pensaba que se habían vuelto a Callao. No hablé con él, pero por las órdenes que dio lo supe. El Sabina se dirigiría hacia el norte junto con el Magdelena y el Princess. Yo estaba al mando. Si los encontrábamos, Rombeau y yo lucharíamos y enviaríamos Harker al sur. El Weald, el Snow Lady, el Rescue y el Fancy irían dirección sur y nos avisarían si los encontraban.

Así que lo que pensó estaba bastante claro. El Sabina y el Weald habían salido peor parados que los otros (el Weald el que más, diría yo, pero era el más grande y el que más posibilidades tenía de recibir).

Además yo tenía los tres barcos más rápidos. Los vientos predominantes por esas costas eran del norte y él debió de haber pensado que si los españoles se dirigieron al norte ya habían ganado tiempo. No tendría sentido enviar ningún barco que no fuera el más rápido tras ellos. Por otro lado, correr a casa con mamá supondría muchos cambios de rumbo. Nuestros barcos probablemente podrían hacerlo más rápido que los españoles aunque estos estuvieran en buena forma. Además, el Zumaya no tenía trinquete y le sería difícil virar aunque tuviera un buen capitán y una tripulación hábil.

De todas formas, allá nos fuimos con seis hombres achicando agua y una docena más intentando tapar los agujeros de los cañonazos. Eso suena como si fuéramos renqueando, pero en realidad no era así. Lanzamos la barquilla tres veces y una de las lecturas decía que íbamos a dieciséis nudos. Eso era volar para un barco como la Sabina y yo sabía muy bien que los españoles no iban a llegar a esa velocidad.

La cosa era que había pensado casi en lo mismo que el capitán Burt y había acabado en el otro extremo. Los españoles podían hacer tres cosas: volver a Callao, ir dirección oeste al Pacífico o dirección norte a Panamá.

Intenté pensar como lo haría el capitán del galeón y pensé: Callao está cerca, pero esté a barlovento. Nos llevará tanto tiempo llegar allí como llegar a Panamá. Así que primer strike. Mis órdenes no dicen que vuelva y allí todo el mundo pensará que me rindo fácilmente. Segundo strike. Lo peor de todo es que eso será lo que esperan. Así que tercer strike y fuera.

Poner dirección al Pacífico es algo que ellos nunca se esperarían, así que ese es un punto a favor. Pero acarrearía muchos problemas. Cuanto más lejos vayamos, más tiempo nos llevará volver. Primer strike. No llevamos comida ni agua suficiente, especialmente agua, para navegar durante una semana o así y volver ladeados hacia el norte dirección Panamá. Segundo strike. Cuando volvamos, probablemente nos encontraremos con los piratas cerca de Panamá esperándonos y tendría que enfrentarme a ellos de todas formas. Tercer strike. Pero esto no es lo peor. Va en contra de las órdenes. Si lo hago, la gente podría pensar que me estoy escapando con el oro. Eso también lo pensarían los capitanes que están a mis órdenes e incluso mi tripulación. Así que, totalmente descartado. ¡Ni hablar!

Queda Panamá. Claro que está más lejos, primer strike, pero tiene muchas ventajas. Eso es lo que me han ordenado hacer: primera base. Así nadie hablará de cobardía ni de robo: segunda base. No se lo esperarán: me dirijo a la tercera base. Está a sotavento: ¡home run! Bueno, almirante Valdés, señor, Dios y todos sus santos estaban conmigo y el capitán Burt lanzó una bola curva.

Le dije a todo el mundo que se preparara. Habíamos tenido suerte y eran nuestros.

Y casi fue así. Los alcanzamos alrededor del mediodía. El Princess se marchó enseguida para avisar al capitán Burt según las órdenes y Rombeau y yo nos pusimos delante y de costado. La idea era tenerlos esquivándonos y virando hasta que aparecieran el Weald y los otros barcos. Funcionó dos veces y entonces lo entendieron.

Esperaba que se dispersaran, pero se abalanzaron sobre nosotros en fila con el San Felipo en cabeza. Eso significaba que iba directo a nuestro costado y como venía de proa lo machacamos bien.

Ellos también a nosotros, un poco. Tenían seis cañones de mira y parecían que eran cuatro de doce libras y dos de veinte. Nosotros teníamos ventaja y les causamos bastante daño, pero no fue fácil.

Mientras se acercaba, nosotros viramos por redondo ofreciéndole nuestro costado. Todavía tenía la esperanza de que se apartara, pero hubiese sido alcanzado o no, o quizá reemplazado, su capitán tenía agallas.

Y unos grandes cañones en la cubierta inferior, probablemente de treinta y dos libras. Recibió en ambos lados cuando pasó entre nosotros, pero también recibimos tanto como él y mejor. El Socorro y el Zumaya lo siguieron. Todo lo que se puede decir de ellos es que nos machacaron un poco más. Quizá nosotros también. Sé que lo intentamos y con todas nuestras fuerzas.

Esto está siendo doloroso. Fray Wahl guarda una botella de güisqui en su habitación, o eso dice, y me ha invitado a unirme a él cuando quiera. Esta noche voy a llamar a su puerta y se lo recordaré. Si las cosas van como espero, me tomaré una o dos copas, no más, y pasaré una hora de agradable charla.

Después me iré a la cama. Y mañana más.