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Cómo me convertí en bucanero

Había muchos bichos. Es lo primero que tengo que decir de La Española, porque si no lo digo ya, La Española va a parecer un paraíso. Los bichos eran horribles. Había jejenes tan pequeños que apenas se veían. Había moscas rojas que iban directamente a tu cara. En los sitios en los que había muchas, tenías que arrancar una rama y agitarla delante de tu cara durante horas y horas. Los peores eran los mosquitos. Había muchas cosas buenas de La Española, pero no pasaba ni un día en el que no pensara en lo contento que estaría de vuelta en el monasterio o en el Santa Charita.

No sabía lo de los bichos cuando el capitán Burt me dejó en la playa. Soplaba un viento fresco, y cuando hay viento no hay bichos en la playa. Lo que sabía de La Española era que no era una isla desierta. Allí vivía gente todo el año, como en Cuba y en Jamaica. Pensé que lo mejor que podía hacer era encontrar a alguien que me pudiera ayudar. Había mapas españoles en el New Ark y había pasado mucho tiempo mirándolos. La cuidad grande en La Española era Santo Domingo, y estaba en la costa sur de la isla, hacia la punta este. No sabía si en ese momento yo estaba hacia la punta este o hacia la oeste (que era donde realmente estaba), pero podía decir por el sol que estaba en la costa norte.

Si hubiera sido más listo, habría caminado hacia el este siguiendo la costa. En vez de eso, lo que intenté hacer fue atajar hacia la costa sur y caminar hacia el sudeste para acercarme a Santo Domingo cuando llegara allí. Si hubiera sabido más sobre La Española, habría sabido lo estúpido que era hacer eso.

Cuando empecé a caminar, esperaba ver algo del ganado salvaje del que me había hablado el capitán Burt. Pensaba que podía matar un animal y cocinar parte de la carne. Cuando llevaba alrededor de una hora caminando, sólo quería escapar de los bichos. Por fin encontré un lugar en el que no había, en lo alto de una de las montañas. Era rocosa y era un espacio abierto excepto hacia el este, pero no había bichos y fue allí donde pasé la noche. A la mañana siguiente encontré un manantial, bebí tanta agua como pude y empecé a caminar de nuevo. No tenía una idea muy clara del tamaño de la isla o de cuánto podía caminar en un día y pensé que probablemente la cruzaría en tres días o quizá en dos. Que conste que La Española mide ciento veinte kilómetros de un extremo a otro y unos ciento sesenta kilómetros por el camino que estaba haciendo. Si caminaba como lo estaba haciendo, guiándome por el sol y abriéndome paso por las zonas agrestes del país, un buen día para mí habría sido hacer unos dieciséis kilómetros.

Y que conste también que no sólo miraba los mapas después de eso. Los estudiaba. Había mapas en el Magdelena, y cuando terminé de estudiarlos ya habría podido dibujarlos yo mismo.

Ahora me parece que fue una eternidad, pero creo que fue al segundo o tercer día cuando conocí a Valentín. Yo salía de la selva a un pequeño claro en una pradera cuando vi a un hombre desnudo al otro lado. Grité «Bonjour!» y el hombre desapareció en un segundo. Me dirigí hacia donde lo había visto y empecé a hablar francés sin parar. Le dije que estaba perdido, que no quería hacerle daño a nadie, que pagaría a quien me ayudara, etcétera.

Enseguida alguien dijo:

—Usted no es francés.

Lo dijo en francés, por supuesto y parecía asustado.

Non! —grité—. Sólo hablo un poco. Soy americano.

—¿Español?

—¡Americano!

—¿No es español?

—¡Italiano! ¡Siciliano!

—¿Me va a disparar?

Le quería decir que claro que no, pero tenía miedo de fastidiarlo todo. Así que simplemente dije:

Non, non, non!

Y puse mi mosquete en el suelo. Entonces levanté las manos, imaginándome que me vería aunque yo a él no lo viera.

Hablamos mucho más antes de que él saliera. Tenía más o menos mi edad, no se había afeitado o cortado el pelo en mucho tiempo y no llevaba nada excepto una tira de piel en la parte de delante. Llevaba otra tira, bastante fina, alrededor de la cintura, que sujetaba la primera y de donde también colgaba un cuchillo en una funda que había hecho él mismo. Le di mi mano y dije «Chris». Después de un rato, me la estrechó como si nunca hubiera estrechado una mano y me dijo su nombre. Enseguida salió su perra. Su nombre era Francine. Era una perra muy buena, pero de un solo amo. Nunca confió mucho en mí.

En el tiempo transcurrido desde que había comido por última vez en el Weald hasta que conocí a Valentín, no había comido nada excepto un par de naranjas salvajes, y estaba tan hambriento que me hubiera comido a Francine. Le pregunté a Valentín si tenía algo y él me dijo que yo tenía un arma y que me enseñaría dónde podría encontrar buena caza.

Caminamos otros cinco kilómetros o así antes de que Francine hiciera salir a un cerdo salvaje. Le disparé y fallé, pero Francine salió a su encuentro y lo mandó de vuelta hacia nosotros. Pasó delante de nosotros más rápido de lo que hubiera imaginado que un cerdo podía correr, pero aun así Valentín le hizo un corte con el cuchillo. Francine fue detrás de él y gañía de vez en cuando para que supiéramos dónde estaba. Nos guiamos por el sonido de sus ladridos e intentamos seguir el rastro de sangre que había dejado el cerdo.

Enseguida Valentín se detuvo y dijo.

—Está ahí.

La caña era espesa allí, pero escuché durante un rato y tenía razón. Podía oír los gruñidos de Francine y un clic que en aquel momento no supe lo que era. Después de cargar el arma, una vez cebada la cazoleta y todo eso, entré con el seguro quitado. Intenté mantener la boca del mosquete bajada en todo momento y recordar que si disparaba a su perra, Valentín probablemente iría a por mí con su cuchillo.

Francine mantenía al cerdo ocupado, esquivando sus pequeños envistes y apartándose de su lado. Cuando disparé, estaba tan cerca que casi podía tocar al cerdo con la punta del cañón.

No creo que nunca haya sido tan consciente del retardo entre el momento en el que apreté el gatillo y el disparo como lo fui en ese momento. Sólo es un pequeño instante, pero fue entonces cuando empecé a entender que ese pequeño instante es la clave para un buen disparo.

Un hombre que piense que su arma dispara cuando aprieta el gatillo fallará. Enseguida aprendí a esperar a que cayera el martillo percutor, a que se encendiera la pólvora de la cazoleta y a que el arma disparara. Por supuesto que es rápido. Pero es más o menos en ese cuarto de segundo cuando el hombre que aprieta el gatillo tiene que tener sus ojos clavados en el punto al que quiere que vaya la bala. Cuando aprendí a hacerlo, me convertí en un buen tirador.

En aquel momento no era tan bueno, pero tuve suerte con el cerdo. Intenté dispararle en la paletilla. Mi idea era que si conseguía romperle algo, el cerdo no podría correr. No le di en la paletilla, pero casi le di al corazón y el cerdo se cayó al suelo. No murió, pero se quedó allí tumbado temblando hasta que Valentín le clavó el cuchillo en el cuello.

Lo sacamos del cañaveral y lo despedazamos. Tenía mi daga, pero no sabía cómo hacerlo. Valentín sí, y lo hizo cinco veces más rápido. Le quitamos las vísceras y le dimos a Francine el corazón y el hígado y cualquier parte que tiráramos y que ella quisiera. Le cortamos la cabeza también, las cuatro patas y desollamos lo demás. Luego usamos tiras de piel para atar el resto a un árbol joven para llevarlo al hombro. Recuperé mi bala y mientras secábamos la carne, la puse sobre una roca, la sujeté y le di unos golpecitos con el pequeño martillo para los pedernales que tenía en mi bolsa hasta que fue redonda otra vez.

Antes de hacerlo, encendimos un fuego. Valentín me dijo que encender un fuego era lo más duro de vivir en una selva tropical como él vivía. Para hacer chispas tenía que raspar la parte de atrás de su cuchillo con el tipo adecuado de roca. Intentaba hacer que durara el fuego cuando lo encendía, pero normalmente no funcionaba: cuando lo necesitaba, ya sólo era cenizas y carbón. Como había llegado yo, hicimos el nuestro poniendo un poco de polvorín sobre un poco de yesca y chasqueando el percutor de mi mosquete.

Asamos la carne y comimos, y Valentín me enseñó a poner grasa de cerdo sobre las zonas preferidas por los mosquitos para mantenerlos alejados. Era sucio y empezó a oler mal, pero tenías que hacerlo o te comían vivo. Aun con una buena cantidad de grasa encima me seguían picando, pero no tanto como antes.

Después de eso, me enseñó a hacer una rejilla con palos verdes para poder ahumar el resto de la carne. Boucaner, lo llamaban los franceses. Después, teníamos que conservar el fuego pero sin que se hiciera muy grande. Algo que era bastante difícil porque la grasa del cerdo goteaba y se quemaba, lo que significaba que cuanto más caliente estaba el fuego, más caliente se volvía. Teníamos que separarlo con palos y volverlo a juntar.

Así y todo tuvimos tiempo para hablar. Lo hicimos en francés, y no recuerdo las palabras exactas de Valentín, pero le pregunté cómo había llegado allí.

—Fui sirviente en una granja grande en Languedoc. Firmé un papel para que la compañía me llevara al otro lado del océano. Serviría durante tres años y luego sería libre. Tenía la intención de reclamar un trozo de tierra para cultivarla yo mismo.

»Cuando llegué aquí, la compañía me vendió a Lesage, un cazador y un hombre cruel. Me dijo que me había comprado por cinco años. Yo le dije que no, que eran tres, y me pegó. Después de eso, me pegaba a menudo. No me daba de comer, ni ropa, aunque el papel que firmé decía que recibiría buenos alimentos y ropa de mi patrón. Mi ropa estaba hecha un harapo, y vivía de lo que encontraba cuando él estaba fuera cazando, o de lo que robaba. A veces los otros cazadores me daban algo. Otras veces no. Algunos de los otros cazadores también tenían criados. Algunos eran tratados muy mal, pero todos eran tratados mejor que yo. Cuando teníamos carne que ahumar para nuestros patrones, yo comía algo si podía. Si me veían, me pegaban.

»La rejilla se quemó y cayó al fuego algo de carne. Sabía que me darían una paliza de muerte por eso. Cogí la carne quemada y este cuchillo que me dieron para cortarla y me fui corriendo a la selva.

»He vivido aquí desde entonces. No se está tan bien como en casa, pero es mejor que morirte de hambre y que te peguen. Aquí hay muchos frutos silvestres que se pueden comer. Los conozco todos. Lanzo mi palo a los pájaros (algunos están muy buenos). A veces los cazadores matan caballos salvajes por deporte y dejan que se pudran. Espero a que se vayan y como. La carne de caballo está buena. Hay más comida cerca de la costa, pero yo no voy allí a menudo. Tengo miedo de que me vea Lesage o que los otros me vean y me lleven de vuelta con él.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuvimos Valentín y yo juntos. Puede que dos semanas, pero pudieron haber sido tres o incluso cuatro. Cuando oíamos disparos, nos íbamos de esa zona. Creo que ocurrió dos veces. Nos alejábamos, o lo intentábamos, de los lugares donde las moscas rojas y los mosquitos eran peores. Valentín me dijo que había muchas granjas en la punta sudeste de la isla, donde había más tierra llana. No fuimos allí.

También había unas cuantas granjas en la parte en la que estábamos. En su mayoría plantaban tabaco y tenían un poco de ganado. Valentín me dijo que las granjas de nuestro lado eran francesas y las de la otra punta eran españolas. A veces, los granjeros españoles intentaban echar a los franceses. Tenían más hombres, pero los franceses eran mejores luchadores.

A veces, cazábamos pájaros. No tenía perdigones para mi mosquete, sólo balas redondas casi tan grandes como mi pulgar. Así que tuve que disparar con ellas sentado e intentar no estropear mucha carne. Había patos y gansos salvajes y un pájaro grande que Valentín llamaba pavo, aunque no lo era. Esos pájaros grandes eran lo mejor. Los patos y los gansos tenían tanta grasa que temía que se derritieran y desaparecieran. Cuando los veía, disparaba y caían al agua, Francine se metía en el agua y nos los traía. Era bastante seguro, ya que las aves acuáticas no se posan en aguas donde pueda haber cocodrilos. Cuando Valentín me dijo que no se podía disparar a los cocodrilos porque las balas no atraviesan su piel, lo intenté con un par de ellos y tenía razón. En La Española era mejor permanecer cerca de las aguas claras todo el tiempo para así poder ver a los cocodrilos, si había.

Habitualmente, cazábamos ganado y cerdos salvajes. Los cerdos eran peligrosos, porque intentaban matarte. Si había muchos, probablemente se dispersasen, pero podía ser que intentasen atacar en grupo. Si sólo había unos pocos, siempre se dispersaban, pero intentarían atacarte de todas formas. Tenían colmillos y los chasqueaban cuando estaban enfadados (ese era el sonido que había oído la primera vez que matamos un cerdo).

Así que era más seguro cazar ganado, pero no resultaba tan fácil dispararle. Había que seguir a las reses durante mucho tiempo, y tres de cada cuatro veces volvía con las manos vacías. Cacé dos mientras estuve con Valentín, y otro cerdo. Siempre teníamos mucha comida y también carne que ahumar.

Almacenarla era el problema. Si se mojaba, se pudría como cualquier otra carne y había perros salvajes que se la llevarían si no estábamos allí para protegerla. Lo que hacíamos al principio era ponerla en un hueco seco que había en una roca y luego poníamos otra roca plana encima para mantenerla alejada de los perros. Más tarde Valentín me dijo que había una cueva seca que podríamos usar.

Fue a echarle un vistazo y había huesos dentro, los huesos de al menos cien personas. Quise saber quiénes eran y me dijo que eran salvajes. Nativos americanos, en otras palabras. Se habían escondido en aquella cueva, pero alguien los encontró y los mató a todos. Echamos los huesos al fondo de la cueva y dejamos allí nuestra carne seca. Antes de irnos pusimos una pila de rocas en la entrada para cerrarla. No era muy grande, pero la cueva era más grande por dentro. Le dije a Valentín que me sorprendía que no hubiera murciélagos dentro, pero me dijo que era demasiado baja para ellos, que a ellos les gustaba dormir en sitios mucho más altos. Le dije que también era demasiado bajo para mí, porque no me había podido poner recto dentro, aunque Valentín sí.

Creo que fue al día siguiente cuando disparé al toro salvaje. Nos persiguió por las rocas y eso me dio la oportunidad de volver a cargar el arma y dispararle. En total le disparé cinco veces. Lo sé porque conté mis tiros. Cuando lo matamos, le había dado tres veces. Así que lo hice bastante mal.

Después de eso me empecé a preocupar por lo que pasaría si me quedara sin pólvora. Podía recuperar las balas, a veces, y usarlas de nuevo. Pero mi suerte terminaría cuando se me acabara toda la pólvora. Y tarde o temprano también acabaría perdiendo mi última bala. Pensé en hacer arcos y flechas. Estaba bastante seguro de que podríamos hacerlo, pero no sabía cómo disparar con arco. Y si eran tan buenos como las armas, ¿por qué la gente dejó de usarlos cuando tuvieron armas?

Así que mientras cocinábamos la cena, le pregunté a Valentín sobre los cazadores. Le dije que estaba bien vivir así en la selva, pero que los cazadores probablemente vivían mejor que nosotros. Para empezar, podían conseguir pólvora y balas de los barcos a los que vendían la carne.

—Ron también, Christophe. Agujas e hilo grueso para coser las velas. Con eso cosían su ropa. En cuanto tienen dinero, se van a Tortuga a emborracharse y a estar con mujeres.

—¿Entonces por qué no nos unimos a ellos? Sabemos cazar.

—Me llevarían a Lesage y este me golpearía hasta matarme.

—No si no te reconocen. ¿No hay diferentes grupos? El capitán que me dejó aquí me dijo que había muchos bucaneros en esta isla.

—Oh, sí.

—Entonces podemos irnos con un grupo diferente, y si Lesage te ve te apartaré de él. ¿Cuándo te vio por última vez?

Valentín se encogió de hombros.

—Quizás haga un año. O dos.

—Me parece que tu tiempo ya se terminó. ¿Tenías tanto pelo y tanta barba entonces?

Negó con la cabeza.

—Bien. No te la afeites, sólo recórtala. Les das otro nombre, y si alguien dice que tú eres el que se escapó de Lesage, les dices que está mintiendo para meterte en líos y que lo viste matar a otro hombre mientras vivías aquí. Valentín, esto son cosas del jardín de infancia, mi padre me lo enseñó cuando era niño.

—No me aceptarán a menos que lleve un mosquete. Uno tiene que llevar un mosquete para cazar.

Fue entonces cuando entendí por qué el capitán Burt me había dado un mosquete. Pensé en ello y le dije:

—Vale, esto es lo que haremos. Iré solo. ¿Venden mosquetes en Tortuga?

—Supongo. Nunca he estado allí.

—Seguro que sí. Las pistolas de los bucaneros se gastan y rompen como cualquier otra cosa. No me gusta emborracharme, y probablemente no haya ninguna cerda con la que quiera pasar el rato. Así que compraré un mosquete para ti cuando haya conseguido pólvora, y balas para mí.

Tuve otra idea.

—Compraré unas tijeras y también un peine y un espejo pequeño. Quizás algo de ropa. Lo dejaré todo en la cueva con la carne que ahumamos. La próxima vez que vayas, lo encontrarás. Entonces tú y yo seremos otra vez compañeros como ahora.

—Podría irme a casa…

—¡Claro! Ahorra algo de dinero en vez de gastártelo todo en Tortuga. Entonces podrás comprarte un billete de vuelta, o quizás encontremos un barco que vaya a Francia y que necesite una mano.

Me llevó un tiempo convencerle, pero al final le gustó la idea.

Si ha llegado hasta aquí, ya le estará dando vueltas a lo de Lesage. Créame, yo le estuve dando vueltas diez veces más. Intenté que Valentín me describiera a ese Lesage y me dijo que era fuerte, más bajo que yo pero más alto que él, nariz grande y cara de pocos amigos. Podría haber sido cualquiera. El Lesage que yo conocía había sido pirata, el suyo había sido cazador y tenía la impresión de que Lesage era un nombre bastante común en Francia. Así que no lo sabía, y lo único que podía hacer era seguir preguntándome si era el mismo hombre.

Después de eso encontramos un campamento de bucaneros y entré solo. Creía que me iban a hacer muchas preguntas y ya tenía las respuestas preparadas, la mayoría mentiras. Aunque no hacían buenas preguntas. Cuando les dije que un barco me había dejado en la playa, pensé que me preguntarían por qué el capitán ya no me quería con ellos. No lo hicieron. Me preguntaron si había cazado antes. Les dije que había cazado un cerdo, una vaca y un toro mientras buscaba a alguien y había ahumado parte de su carne (les enseñé un poco). Eso fue todo. No era francés y tenían que saberlo, pero había estado hablando con Valentín dos o tres semanas, y algunos de ellos también hablaban bastante mal el francés. Había cinco cazadores, una jauría de perros y un par de criados. Los criados cuidaban de las fogatas para mantener a los mosquitos alejados mientras el resto dormíamos.

Al día siguiente nos fuimos de caza. Tuve la posibilidad de dispararle a un toro, pero fallé. Al final cazamos un ternero, dos vacas y un toro, ninguno de ellos mío. Los limpiamos y los llevamos al campamento, donde los criados los desollaron tan rápido como lo estoy relatando ahora, y empezaron a cortarlos en piezas para ahumar.

Pregunté si no íbamos a dejar algo para la cena, y el hombre al que se lo pregunté me escupió a los pies. Se llamaba Gagne. Falló y creo que es lo que quería, pero aun así no me gustó. Después de eso, uno que se llamaba Melind me explicó que según la costumbre de la costa nadie podía comer a menos que el grupo de cazadores hubiera cazado tantos animales como hombres había en el grupo. Esa noche casi me comí parte de la carne ahumada que había llevado conmigo mientras los demás dormían, pero no lo hice.

Cazamos seis al día siguiente, ninguno mío. Cuando estuvimos de vuelta en el campamento y los criados cocinaban, Gagne me pidió que le enseñara mi daga. La saqué y se la entregué. La miró con admiración y me pidió que le diera la funda. También se la di, metió la daga dentro y se la colgó del cinto.

Cuando le pedí que me la devolviera simplemente me insultó, así que lo tumbé de un puñetazo, lo pateé un par de veces y se la quité.

En ese momento los otros me sujetaron y me dijeron que tendríamos que luchar, Gagne y yo. Melind me explicó que sería una lucha justa, y así era, con mosquetes.

Esto fue lo que hicimos. Melind contó veinte pasos fuera del campamento. Allí estábamos, de pie, a veinte pasos el uno del otro. Disparamos nuestros mosquetes al aire para que los dos los cargáramos de nuevo. Y así lo hicimos: les echamos pólvora por la boca, metimos una bala, cebamos la cazoleta y así sucesivamente. Gagne era mucho más rápido que yo, y mientras yo terminaba apoyó la culata de su mosquete en el suelo y sujetó el cañón con la mano. Melind me dijo que me pusiera también en esa posición.

—Ahora contaré hasta tres —nos dijo en francés—. Cuanto diga tres ya podéis disparar. Si falláis los dos, podéis volver a cargar y disparar de nuevo si lo decidís así. Si alguien sangra, se acaba el combate.

Eso significaba que tenía que ganar con mi primer disparo, porque había visto que Gagne podía recargar su mosquete mucho más rápido que yo. Me imaginé que también sería más rápido apuntando y disparando. Así que esto es lo que planeé. Dispararía primero, muy rápido, tiraría el mosquete y me iría corriendo. Era casi de noche, todos estaban cansados, y me imaginaba que tenía muchas posibilidades de escapar. Si podía, recuperaría mi mosquete cuando estuvieran dormidos. Si no, viviría en la selva como Valentín hasta que aconteciera otra cosa.

Melind se aclaró la garganta. No lo estaba mirando. Tampoco Gagne. Nos mirábamos el uno al otro.

Un.

Se hacía eterno.

Deux.

Yo estaba listo y él también. Podía ver el odio en su mirada incluso a veinte pasos de distancia. Sabía lo que iba a hacer.

Trois!

Levanté de un tirón el mosquete, apunté a Gagne y disparé. Mi mosquete saltó hacia arriba y hacia atrás, pero por alguna extraña razón, resistí.

Durante un segundo o dos, perdí a Gagne en el humo. Cuando lo vi de nuevo, estaba encorvado. Había dejado caer su mosquete y lo único que pude hacer fue mirarlo fijamente. Se suponía que iba a ser yo el que hiciera eso.

Melind se acercó a él y se agachó a su lado. Después de un rato se puso de pie, nos dijo que Gagne estaba muerto y que deberíamos comer ya y dormir algo. Gagne era el primer hombre que había matado en mi vida, y recé por él esa noche.

A la mañana siguiente, todavía seguía allí cuando salimos a cazar. Derribé un toro con un solo disparo ese día, aunque Joíre tuvo que dispararle otra vez en la cabeza y de cerca para rematarlo. Cuando llegamos al campamento, los criados ya habían hecho algo con el cuerpo de Gagne. Nunca supe qué fue.

Después de eso cacé con los bucaneros durante un par de meses. Realicé buenos disparos y fallé otros fáciles; si es cazador, sabrá a lo que me refiero. Cuando llegamos a Tortuga, ya me había hecho bastante amigo de los cuatro.

Era un pueblo de chozas hechas de cualquier cosa que pudieran cortar y con hojas de palma como tejado. Podías comprar casi de todo, y eso incluía criados blancos, como Valentín, y esclavos negros. La gente me decía que normalmente los esclavos recibían mejor tratamiento allí. Eso era porque el esclavo era tuyo para toda la vida. Si comprabas un criado blanco por tres años y moría a los dos años y once meses, ¿por qué tenía que importarte? ¡Todo lo que te ahorrabas en comida! Fui a unas cuantas subastas pensando que si había una gran diferencia entre los precios de Tortuga y Jamaica, alguien podría hacer dinero fácil. Los precios eran más o menos iguales, quizá un poco más baratos.

Compré un mosquete para Valentín, con su bolsa. Y un par de pantalones y una camisa. Casi siempre vestíamos cuero, pero me imaginaba que Valentín no querría que pareciese que llevaba en la isla mucho tiempo, así que así era mejor. Quería comprarle una botellita de cobre como la mía, pero sólo tenían cuernos. El extremo más ancho tenía un tapón que se abría para llenarlo y en su extremo más fino tenía un pequeño tapón que se abría para echar la pólvora. Eso era lo que tenían todos los bucaneros. Lo malo de esos cuernos era que tenías que adivinar la cantidad correcta o usar un medidor aparte para la pólvora.

Pregunté al tendero si tenían polvorín y tenía unos pequeños cuernos para eso. Pero dijo que se podía usar la pólvora gruesa y hacerla más fina en la cazoleta con la punta del dedo. Nada metálico, porque podía hacer chispa. Así que sólo compré el cuerno grande. Era demasiado grande para meterlo en la bolsa del mosquete. Simplemente se colgaba del hombro con un cordel.

Ya se habrá imaginado lo que casi me olvidé. Lo recordé justo la mañana que nos íbamos a ir. Corriendo fui a comprar un espejo, un peine y un par de tijeras para Valentín.

Pude comprarlo todo (y más, porque compré también cosas para mí) con el dinero que había ganado cazando. El dinero de la faltriquera lo tenía todavía debajo de la camisa. Nunca había dejado que nadie lo viera, y tampoco toqué el oro. Cuando casi estábamos listos para irnos, los otros se acercaron a mí de uno en uno para pedirme prestado un poco de dinero para comprar unas cosas que realmente necesitaban. En su mayoría eran pólvora y plomo para hacer las balas. Se habían gastado todo el dinero que habían hecho en los meses que estuvieron cazando en sólo unos días, en alcohol, juego o mujeres. Algunos incluso en las tres cosas. Le presté a cada uno algo para acabar bien con ellos, pero eran cantidades pequeñas. Me prometieron devolvérmelo antes de volver a Tortuga.

Pero a decir verdad, no estaba seguro de si volvería algún día. Iba a venir pronto a comprar nuestra carne ahumada un barco que me interesaba, y que necesita un par de manos. Así era como pensaba por aquel entonces. No dejaba de pensar en el Windward y en lo bien que había estado. Ya era un buen marinero y lo sabía.

Así que remamos de vuelta a La Española, yo pensando en conseguir un buen atracadero y, que yo sepa, ellos en cazar más. Cazamos unos días más, pero antes de seguir con eso debería decir que teníamos una piragua, que era un bote grande que se construía vaciando un árbol al estilo de los nativos americanos. Esas piraguas son botes muy prácticos, aunque no tienen quilla suficiente como para poner un mástil y una vela. O por lo menos, una vela no funcionaría muy bien a menos que la tripulación mantuviera los remos en el agua para evitar que la piragua se fuera demasiado hacia sotavento.

El mismo día que volvimos al campamento me fui tierra adentro y encontré la cueva, montaña arriba, donde Valentín y yo habíamos escondido la carne. Allí le dejé a Valentín el mosquete y la bolsa. También le dejé mi botella de pólvora, porque para entonces ya me gustaba más el cuerno y quería quedármelo. Si me hubierais preguntado entonces, habría dicho que Valentín se uniría a nosotros en unos días. Nunca lo hizo, y en ese momento me alegré de que no lo hiciera. Ahora desearía que lo hubiera hecho.

No pasó más de un día o dos desde nuestra vuelta cuando llegaron los barcos de guerra españoles. Había tres: uno con unos sesenta cañones, otro con cerca de cuarenta y un último de tres mástiles y con la cubierta al ras que tenía veinte cañones. Al principio creíamos que nos querían comprar carne.

El oficial que vino a hablar con nosotros nos habló en español con el ceceo de Castilla. Pude entenderle, pero nadie más pudo y me hice el tonto. Después usó el francés que era casi tan malo como el mío.

—Ésta es la isla de su católica majestad —nos dijo—. Están aquí sin su permiso, el cual no recibirán. Tienen que irse inmediatamente. Si no lo hacen, morirán.

—¿Y quién nos va a matar, monsieur? ¿Usted? —preguntó Melind.

El oficial negó con la cabeza.

—Su católica majestad.

—Debe de ser un excelente tirador, monsieur, para disparar con tanta puntería desde Madrid.

Nos reímos, pero los oficiales fruncieron el ceño y los hombres que los habían traído remando a tierra parecían preparados para matarnos. Conté un timonel y veintidós a los remos de la lancha, y parecía que todos llevaban una pistola y un alfanje.

—Su católica majestad tiene los brazos largos —dijo el oficial—. Quizá los vean por ustedes mismos. Sin embargo, es un rey muy bueno y humano. Por eso me envía para que les avise. Tienen que dejar la isla de La Española antes de que salga el sol, los siete. No pueden ir a la isla de Tortuga, dominio de su católica majestad, cuando salgan de aquí, ni a ningún territorio de su dominio. Aparte de eso, pueden ir a donde quieran. Váyanse y no serán molestados. Quédense y morirán, o serán hechos esclavos si se rinden.

Melind empezó a decir que no estábamos haciendo nada malo y que habíamos reabastecido barcos españoles, pero el oficial lo interrumpió:

—No voy a discutir con ustedes, porque no nos llevaría a ninguna parte. Su católica majestad ha tomado esta decisión, no yo. Morirán o serán esclavizados si se quedan aquí. Les hemos avisado.

—No nos iremos —le dijo Melind—, y mataremos a cualquiera que nos obligue a irnos.

Un francés de verdad se habría encogido de hombros. En vez de eso, el oficial levantó las manos. Hablaron más, pero he escrito lo más importante.

Tan pronto como volvió a la lancha, empecé a retroceder hacia la selva. Les dije a los otros que hicieran lo mismo, pero nadie me hizo caso.

La lancha volvió al gran galeón y vi cómo el oficial y la tripulación subían por la escalera de cuerda e izaban la lancha a bordo. El galeón se puso en posición de ataque y se abrieron las troneras.

Grité a los bucaneros para que dispararan y se agacharan, pero nadie hizo nada hasta sacaron los cañones. Entonces Melind gritó a todos que retrocedieran.

No habían dado más que unos pasos cuando lanzaron una andanada. Yo había estado en el Weald, el barco del capitán Burt, cuando había lanzado la andanada contra el Duquesa, pero habían sido cañones pequeños y muchos menos. Además, yo había estado detrás de ellos, y eso marcaba la diferencia. Este barco tenía treinta cañones grandes en dos cubiertas. Por un instante fue como estar dentro de un huracán. Caían árboles y ramas, el agua salía disparada de nuestra pequeña bahía y el ruido era horrible.

Tan pronto como empezó, se calmó.

Uno de los bucaneros estaba muerto, así como su criado. Ahora no recuerdo el nombre del bucanero, pero su criado se llamaba Harvé. Sólo le quedaban tres o cuatro meses de contrato y solía hablar de criar cerdos. Sabía más que yo sobre eso, y eso que yo sabía mucho. El brazo de Joíre le había sido arrancado también. Hicimos lo que pudimos por él, pero murió esa noche.

Lo peor para mí fueron los perros. Tenía cerca de una docena, y cuatro estaban muertos o tan malheridos que tuvimos que matarlos. Todos eran buenos perros de caza. Nos retiramos a la selva esa noche y enterramos a Joíre al día siguiente.

Después de eso volvimos a cazar, pero nos manteníamos alejados de la playa y le dijimos al otro criado que vigilara el mar. Se suponía que nos tenía que avisar cuando llegara un barco.

Lo que sí que llegaron fueron más bucaneros, cuarenta o cincuenta remando por la costa en piraguas. Dijeron que había un ejército español en la isla. Habían luchado y perdido, y se iban a Tortuga hasta que las cosas se tranquilizaran en La Española. No habían podido llevarse la carne que habían secado y no tenían nada que comer.

Les dimos de comer y todo el mundo habló mucho esa noche. Dije que deberíamos irnos tierra adentro y escondernos en las montañas. Melind me dijo que no funcionaría. Los nativos americanos lo habían intentado y ya se sabía lo que les había ocurrido. Estaríamos bien hasta que nos quedáramos sin pólvora, pero cuando eso ocurriera, nos matarían.

—Como disparar a los caballos para verlos morir —dije yo, pero nadie lo entendió.

Al final nos acostamos después de haber decidido irnos a Tortuga a la mañana siguiente.