10
Era una mujer
Después de eso, el chico y yo nos fuimos al camarote del capitán para ver cómo estaba Melind. Mi idea era la de hablar en privado con él allí y luego decirle que quería que cuidara de él. Hasta entonces había sido yo el que lo había cuidado la mayor parte del tiempo y había estado demasiado ocupado como para hacerlo bien. Así que empecé por ahí.
—Ahí fuera les dije a esos tipos que yo era el capitán —dije—, pero éste es el verdadero capitán. Lo golpearon en la cabeza y no se ha despertado desde entonces. He intentado que bebiera, pero no he podido. Quizá tú puedas, y quiero que lo intentes. Mantenlo caliente y limpio y quédate a su lado. Eso es casi todo lo que puedes hacer. ¿Cómo sabías mi nombre?
—Yo creo que se va a morir.
La voz del chico era tan suave que tendría que haberme dado cuenta enseguida. Pero no me di cuenta, no voy a mentir sobre eso. O sobre cualquier otra cosa. He dicho muchas mentiras en mi vida, la mayoría porque tenía que hacerlo. Nunca me ha gustado ni me he acostumbrado. He conocido a gente que lo hacía todo el tiempo, para ellos era tan natural como el respirar. Quizá sea bueno, al menos para ellos. Pero nunca he querido ser así.
«Tú eres el capitán» fue una de las cosas que me dijo el chico. Al menos, todavía pensaba que ella era un chico cuando lo dijo.
—Soy el capitán en funciones —le dije—. Éste es el capitán de verdad, como te he dicho, y tan pronto como podamos lo llevaremos a un médico.
—Sabía que serías capitán cuando te conocí.
Eso me dio que pensar, y después de un rato dije:
—Tú eres alguien que conocí en Port Royal, ¿verdad? ¿Cómo es que estamos hablando español?
Se rió y me quedé boquiabierto.
—Mi risa me traiciona, lo sé. Ésta es la primera vez que me río desde que llevo ropa de hombre. ¿Te gustaría quitarme la camisa?
No dije nada, sólo alargué la mano y le quité el gorro. Esperaba que su pelo cayera en una cascada, como ocurría en televisión. Así que esa fue una de las cosas tontas que hice. Su largo y brillante pelo estaba recogido en una trenza (una trenza negra y gruesa que no le llegaba a la cintura. Muchos marineros llevan así su pelo).
—No me desnudaré para ti hasta que me haya dado un baño. ¿Pero te acuerdas de Coruña?
Supongo que tragué saliva. Sé que tardé un minuto en coger aire.
—¡Estrellita! ¡Eres Estrellita!
No me contestó, sólo me besó. Después de eso, la llamaba Novia casi siempre. Y así la llamaré cuando me refiera a ella.
Cuando terminamos de besarnos, la dejé a ella en el camarote con Melind y yo subí a cubierta. La gente en tierra usa litros y litros de agua dulce para bañarse, quizá veinte o treinta litros. Lo que en verdad se necesita es lo suficiente como para llenar una palangana pequeña dos veces; había mucha agua en el camarote del capitán, jabón, una esponja, y más cosas. Le mostré dónde estaba todo y oí como cerraba la puerta detrás de mí.
No teníamos muchos marineros, como dije antes. Aparte de yo mismo, sólo había tres hombres que eran realmente buenos, tres hombres que habían estado en mi piragua. Los junté, les pregunté cuántos años tenían y nombré al mayor primer oficial y al más joven tercer oficial. Mi segundo oficial no sabía ni leer ni escribir, así que le dije a otro de los hombres que sabía que le ayudara con el diario de navegación cuando estuviera de guardia. Le dije a él y a los demás que era el oficial de derrota, y que el segundo oficial, que se llamaba Jarden, le enseñaría a llevar el timón mientras estuviera de guardia. Un oficial de derrota tiene que saber cómo llevar el timón.
Luego los mandé sentar a todos y dije:
—Este barco es más lento de lo que parece. ¿Por qué no vamos más rápido?
Tenía que ser debido a que el fondo estaba sucio. Todos estaban de acuerdo.
—Vale. Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones. Podemos ir a Port Royal o algún sitio así, ponerlo en dique seco y pagar a alguien para que lo raspe y le eche alquitrán otra vez. Esa propuesta tiene dos inconvenientes: uno es que no tenemos dinero y el otro es que es posible que perdamos a la mitad de la tripulación mientras nos arreglan el barco. ¿Alguien quiere decir algo?
Nadie dijo nada, o al menos no mucho.
—Podríamos arreglarlo si derribamos primero unos cuantos barcos españoles. Eso sería fantástico. Si pagas a la tripulación mucho dinero, se divertirán en vez de irse con otros. Podríamos pagar por el trabajo en el barco también. O quizá podríamos coger un barco que tuviera el fondo limpio, aunque esta opción no es muy factible. El problema es que para hacernos con un barco tenemos que encontrar uno y cogerlo, y necesitaríamos un barco más rápido para hacer eso.
Rombeau dijo:
—Deberíamos hacerlo nosotros mismos, capitán. Tenemos hombres suficientes.
Era mi lugarteniente, y cuando dijo eso supe que había elegido al hombre correcto.
Asentí.
—A eso iba yo. ¿Ha hecho alguien alguna vez esto? Yo no.
Nadie lo había hecho. Así que hablamos de cómo podríamos hacerlo, y después de una hora o así ideamos un plan bastante bueno.
Novia y yo no estuvimos realmente solos esa noche; Melind estaba allí también, aunque no nos podía ver ni oír. Novia había abierto todas las ventanas y por ellas entraba un viento suave que olía a las flores de alguna isla lejana. Apagué la lámpara: la luz de la luna y de las estrellas era seguro que había tenido muchas mujeres y yo le dije la verdad, que nunca lo había hecho con nadie. Me llamó mentiroso, pero sólo me estaba tomando el pelo.
Ella había estado con un hombre antes, me dijo, pero sólo uno.
—Una vez lo amé. Ahora lo odio. Lo habría matado, Crisóforo, pero tenía miedo. Fui una gran cobarde cuando lo dejé.
Y añadió:
—No quiero llevar ropa cuando estoy a solas contigo.
No era precisamente lo que había imaginado que diría una chica en el confesionario, pero estaba lo suficientemente cerca.
No recuerdo cuánto tiempo pasó después de eso. Pudo haber sido al día siguiente o dos o tres días después. Todo lo que recuerdo es que estaba apoyado en la barandilla de popa escuchando cómo Jarden enseñaba al oficial de derrota cómo se cogía el timón, cuando uno de los hombres subió y dijo que el chico del camarote me estaba buscando. Bajé al camarote y Melind estaba muerto.
Lo enterramos cuando se puso el sol. Lo colocamos en una hamaca de repuesto con una bala de cañón y luego la cosimos. Quizá no debería decir esto, pero nunca hicimos caminar a nadie por la tabla. No conocí a ningún pirata que lo hiciera, y yo soy uno. Pero cuando Melind estuvo colocado en su hamaca lo pusimos sobre la tabla, y cuando terminamos el oficio religioso (la tripulación cantó un par de himnos franceses y yo recité el Padre Nuestro y el Ave María en latín) seis hombres cogieron la tabla, pusieron un extremo sobre la barandilla y levantaron el otro para que Melind se deslizara al Caribe.
No puedo olvidar ese momento: me apoyé en la barandilla y vi cómo el agua se lo tragaba. Al principio el agua era transparente, y después de un azul claro para luego oscurecerse más y más hasta que ya no lo pude ver. Algún día también yo también moriré, y me sentía como si me estuviera viendo a mí mismo. Hay tumbas peores que la de Melind, muchas tumbas.
Pero no hay tumbas mejores. Ninguna en absoluto. Que espere su resurrección en paz. Que Dios le dé descanso es la oración de su amigo.
Era normando, grande y fuerte y casi rubio. No mayor de lo que era yo entonces. Tenía una sonrisa que querías ganarte y podía hacer trucos con su voz, podía ser reservado y amable un momento y de repente retumbar como esos altavoces en los helicópteros de la policía. Era buen tirador y un buen rastreador, y solía hablar de su madre y de su hermana cuando habíamos comido cuanto queríamos y bebido un poquito de vino y estábamos sentados alrededor del fuego. Eso es todo lo que sé de él. Ni siquiera sabía su nombre de pila.
Cuando terminó el oficio, le dije a la tripulación que teníamos que elegir al nuevo capitán. Les dije que se elegiría por la mañana para que todos tuvieran tiempo para reflexionar.
En cuanto dije eso, un tipo llamado Yancy empezó a hablar. Quería que eligiéramos en ese momento, y quería que todos votaran por él. Dije que no, que no era decente. Teníamos que pensar en Melind en ese momento y necesitábamos un poco de tiempo para pensar quién sería el mejor capitán.
Siguió insistiendo hasta que le dije que si no cerraba la boca, se la cerraría yo.
Me es difícil ser completamente honesto respeto a esto. Realmente no quería ser capitán, al menos no mucho. Demasiada responsabilidad. Si no hubiera sido por lo otro, le hubiera cedido mi puesto a Yancy casi inmediatamente o habría dejado que la tripulación votara ese día, como él quería.
Ésta es la verdad. Lo otro era que quería poder pasar la noche a solas con Novia, que estaba haciendo dibujos de mí mientras me esperaba en el camarote del capitán. Ya lo habíamos hecho varias veces, pero todavía era algo nuevo para mí y tenía muchísimas ganas de estar con ella de nuevo. Eso significaba que tendríamos que coger ese camarote o el de algún oficial y no quería arriesgarme esa noche. Así que le dije a Yancy que por la mañana sería lo suficientemente pronto. No creo que yo le gustara, de todas formas, y seguramente no le gustó eso. Aun así me salí con la mía.
Esa noche, mientras yacíamos juntos en la amplia cama que nos habíamos hecho en el suelo con dos mantas entre nosotros y las tablas, dije:
—¿Cómo hiciste para que nadie en este barco se enterase de que eras una chica, Estrellita?
Me sonrió abiertamente.
—No me podían azotar porque me tendría que quitar la camisa, así que tuve que ser buena. Esperaba que si me castigaban me ordenaran inclinarme sobre un cañón y me pegaran como a los otros chicos. No tenías que quitarte los pantalones para eso, pero nunca me castigaron. ¿Cómo te convertiste en capitán, Crisóforo? Eras sólo un marinero cuando cantabas junto a mi ventana en Coruña.
—Puede que lo vuelva a ser después de la votación —dije—. Te lo contaré más tarde. ¿Viniste aquí buscándome?
—Claro. No me dejaban verte y te fuiste. Pensé que podría ser marinero en tu barco. Sólo tú lo sabrías. No fue fácil dejar la casa. Cuando dejaron de vigilarme, me escapé. Compré ropa de marinero y me cambié en la habitación de una amiga. Tu barco ya no estaba, pero me enteré de dónde había ido a parar. Cuando encontré este, que también iba a las Antillas, me uní a su tripulación. Pensaban que era un chico y me mandaban hacer tareas tontas para las que no se necesitaba ninguna habilidad. Si luchábamos, tenía que llevar pólvora para los cañones.
Se rió.
—Sé algo de pólvora, pero no se lo dije. De verdad, Crisóforo, no fue difícil. Dormíamos con la ropa puesta.
—Por supuesto. Todo el mundo lo hace. Nunca se sabe cuando tienes que subir a cubierta, y las guardias son de cuatro horas.
—A veces dos. No me maquillaba, hablaba y caminaba como un chico y no hablaba mucho con nadie. Me mantenía en silencio, así que es un gran alivio poder hablar contigo así. Sólo había una lámpara en el castillo de proa, ¿entiendes?, y estaba vieja y echaba mucho humo.
—Claro. También he dormido en un castillo de proa.
—Así que ya sabes. Siempre tenía que esperar hasta medianoche para orinar, y era difícil. No hablemos de ello.
—Así que todo esto para encontrarme.
Me besó.
—Ahora, te diré algo. Soy una mujer terca. Algo malo. ¡Muy malo!
—Entiendo.
—Estoy harta de fingir ser un chico. Llevaré ropa de mujer para ti tan pronto como la encuentre. Tu tripulación, cada uno de ellos, sabrá que soy una mujer.
—Creo que algunos ya lo saben.
—¡Bien! No tengas miedo por mí, Crisóforo. Tengo un cuchillo.
Se levantó de un saltó y me lo enseñó. Era una de esas grandes navajas cola de rata españolas.
—Y me quedaré en este camarote a menos que vaya contigo. Mis manos estarán otra vez suaves para ti. Echaré curvas otra vez, como tiene que ser en una mujer. ¿Tienes miedo de que te pase algo?
Eso hizo que me sintiera mejor, porque su cara y sus labios me parecía que estaban demasiado delgados.
—No. Pero, ¿y si pierdo mañana? ¿Qué haremos entonces, Estrellita?
—Dejaremos el barco y nos iremos en un bote. Si nos no lo dan, lo cogeremos.
Admiraba sus agallas y lo he hecho desde entonces. He visto barcos llenos de hombres con menos agallas que ella en ese pequeño cuerpo redondo que podría haber levantado y arrojado.
A la mañana siguiente, reuní a la tripulación como había planeado. Pregunté si había alguien que quisiera ser el capitán y Yancy se levantó de un salto. Le dije que dijera a todo el mundo por qué era él el mejor para el trabajo, me senté y le dejé hablar.
Habló durante bastante tiempo, en su mayor parte sobre cosas que había hecho antes: lo que había hecho en Francia, por qué había venido aquí y cosas así. Al final le hicieron callar y sentarse.
Me levanté de nuevo y pregunté si había alguien más. No había nadie. Así que dije:
—Vale, sé que estáis hartos de escuchar, así que seré breve. He hecho de capitán desde que a Melind lo hirieron. Sabéis qué clase de capitán sería. Todos queremos ir a Francia.
No era mentira. Nunca había estado allí y pensé que podía ser interesante.
—Pero no queremos volver como mendigos, al menos yo no. Quiero conseguir una buena cantidad de dinero. ¿Es que algunos de vosotros quiere oír decir a la gente que fuisteis a las Antillas a hacer fortuna y que volvisteis con nada más que la ropa que lleváis puesta? Hablad, si es así. Me gustaría oírlo.
Nadie dijo nada.
—Bien. Todos somos del mismo parecer, entonces. Los españoles tienen una deuda con nosotros.
Muchos estuvieron de acuerdo con eso, algunos a voz en grito.
—Si me salgo con la mía, conseguiremos lo que nos deben. He sido pirata. Algunos ya lo sabéis y sabéis que sé cómo se hace. Lo voy a hacer de nuevo si me elegís. El rey de España va a oír hablar de nosotros otra vez…
Aquí tuve que gritar.
—¡Y va a lamentar muchísimo haber oído hablar de nosotros antes!
Tres votaron por Yancy, incluido él mismo. Todos los demás votaron por mí. Alrededor de una hora más tarde, me retó a arreglarlo con una pelea. Era grande y fuerte, y sé que pensaba que me mataría.
En el Weald, Jackson me había contado cómo los piratas solucionaban esas cosas, así que Yancy y yo lo hicimos. Pensé que lucharíamos con los mosquetes, pero alguien le debió haber de contado lo de Gagne y no lo iba a hacer. Fingí estar muy inquieto, pero al final cedí:
—Vale —dije yo—, alfanjes.
Después de eso, tuvimos que encontrar una isla donde nadie pudiera interferir. Nos llevó dos días, lo que me dio tiempo suficiente para pensar en lo que mi padre que había contado sobre las peleas con cuchillos (Un alfanje es simplemente un cuchillo largo y pesado con una empuñadura grande). Había encontrado un poco de dinero en el camarote del capitán, dejé el oro a Novia y puse el resto en el bolsillo (todo el cobre y parte de la plata).
Nos metimos en la lancha, Yancy en la proa y yo en la popa. La tripulación nos llevó a un pequeño trozo de tierra en una isla donde nadie vivía. El oficial de derrota nos puso a diez pasos el uno del otro, como yo le había dicho.
—Cuando nos hayamos ido, compañeros, debéis arreglar las cosas entre vosotros. Sólo uno volverá al barco. Estaremos a una distancia a la que podamos oíros. Cuando el ganador grite «¡Hala!», volveremos a por él.
Asentí para demostrar que entendía. Quizá Yancy también asintió, no lo sé.
Cuando empujaron la lancha y se subieron de nuevo en ella, dije:
—Mira, Yancy, soy tu capitán lo quieras o no. Eres un luchador duro y no quiero perderte. ¿Qué me dices? ¿Lo dejamos en este mismo instante?
Tenía la mano derecha en el bolsillo para coger el dinero cuando dije eso.
La tripulación de la lancha empezó a dar la vuelta hacia la embarcación y él se abalanzó sobre mí. Le tiré las monedas a la cara y le clavé el alfanje en el pecho. Cuando cogimos el Magdelena, se lo había visto hacer a un oficial español con una de sus espadas rectas, dando un largo paso hacia delante con la pierna derecha. No lo hice tan bien como él, pero lo hice lo suficientemente bien y cogí la muñeca de Yancy con la mano izquierda.
Cuando dieron la vuelta a la lancha de tal forma que la proa miraba al barco y la tripulación estaba de cara a mí, Yancy ya yacía muerto a mis pies, sobre la arena. Les grité para que pararan donde estaban, caminé por el agua hacia ellos y subí.
Quizá debí haber rezado por Yancy esa noche, ya que había sido el que lo había matado. Tenía pensado hacerlo, pero estuve ocupado haciendo otras cosas, besando y haciendo cosquillas y esas cosas, y no recé por él. Aunque sí lo he hecho desde entonces, y hoy daré una misa por él.
Era casi tan alto como yo y probablemente pesaba casi cincuenta kilos más. Quizá también era un buen luchador (sé que él pensaba que lo era).
He peleado bastante en mi vida. No me considero un excelente luchador, simplemente uno bueno. De todas formas, he aprendido dos cosas importantes sobre pelear. La primera es que si apuras a alguien, tienes que hacerlo bien. Si te abalanzas sobre alguien, es mejor que la otra persona no se lo espere. Si sabe que vas a por él, será mejor que pienses en otra cosa.
La segunda es incluso más importante. Si todos saben que peleas bien, no tienes que abusar. La gente que va por ahí buscando pelea no quiere perder. Esto significa que cada pelea es más importante de lo que parece. Quieres ganar, y quieres destrozar al que tienes delante para que todo el mundo sepa quién ha ganado y no haya ninguna duda al respecto. No escuche a los que hablan de pelea limpia. La mitad de la veces sólo quieren atarte una mano a la espalda. Si boxeas, juegas a las cartas o a los dados, tienes que jugar limpio. Son juegos. Una pelea no es un juego.
Ya es tarde y tengo que cerrar el centro juvenil y volver a la rectoría, así que sólo le contaré lo que mi padre me decía de las peleas con cuchillo. El que gana es el que es rápido y tiene algo en la otra mano. Puede ser casi cualquier cosa: llaves que puedas tirar como yo tiré aquellas monedas, una piedra o un palo. Su abrigo. Cualquier cosa. Se usa para atraer la atención del contrincante por un instante. Si puedes hacer un buen corte sin que te corten a ti, ganarás. Si puedes meter bien el cuchillo sin romper la hoja, también.
He estado escuchando confesiones. Es algo que no hacemos aquí tanto como solíamos hacerlo en el monasterio, aunque la gente aquí tiene más que confesar. Así que lo haría con más frecuencia, pero no soy el pastor.
Por supuesto no podemos hablar de nada de lo que nos cuentan, pero el acento británico que oí hoy me recordó al capitán Burt. No hay muchos católicos en Inglaterra y no viene mucha gente inglesa a nuestra parroquia, en la que hablamos más latín que otra cosa. Así que me fijé tanto en su acento como en lo que me contaba.
El capitán Burt nunca volvió a Surrey, como había planeado, y solía pensar que, aunque estuviera muerto, había estado mejor que yo, que no tenían ningún Surrey a donde volver. Bueno, no realmente. Pero oí a una chica que esperaba en la cola del confesionario reírse de algo que alguien había dicho y fue entonces cuando realmente me di cuenta de que sí. Mi Surrey no era un lugar, sino una persona. Volveré a ella, cueste lo que cueste.
Debería decir que cuando estuvimos juntos durante unos días, ella me dijo algo que debería haberme preocupado más de lo que me preocupó. He escrito sobre eso, y luego escribiré más al respecto.
Hubo pelea otra vez en la mesa de billar, y tuve que dejarles claro que no era fray Phil, sino fray Chris, y que si me empujas, sé cómo devolverla. Siempre perdono a los chicos, pero me he dado cuenta de que es mejor tirarles al suelo primero y perdonarles cuando los ayudas a levantarse. Necesitan ponerse de pie si se arrepienten.
La peleas de los chicos alrededor de la mesa de billar ocurrieron mucho más tarde que lo del capitán Burt y el Caribe, así que lo dejaré aquí y no hablaré sobre los mapas en absoluto. Si alguna vez lee esto, quizá se preguntará qué pasó con las monedas que le tiré a Yancy, si las recogí o no. No lo hice. Para ser sincero, ni pensé en eso entonces. Lo dejé allí en la playa, con la monedas a su alrededor, mezcladas con su sangre y sobre la arena.