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Hicieron salir a Paolicelli de la jaula sin colocarle las esposas porque ahora ya era un hombre libre aunque quedaran todavía algunos trámites que despachar en la cárcel. Se me acercó rodeado por los agentes y me abrazó.

Correspondí de una manera muy digna al abrazo dándole unas palmadas en la espalda y confiando en que todo terminara cuanto antes. Después de mí, abrazó a su mujer, la besó en la boca y le dijo que se verían aquella tarde en casa.

Ella le dijo que iría a recogerlo, pero él contestó que no, que no quería.

No quería que ni siquiera una sola vez más ella fuera a aquel sitio. Regresaría a casa a pie, por su cuenta.

Quería prepararse para volver a ver a la niña —a su niña— y un paseo a pie sería lo ideal.

Y, además, estaban en primavera. Era bonito regresar libre en primavera, añadió.

Le temblaba el labio inferior y los ojos le brillaban, pero no lloró. Por lo menos, mientras permaneció en aquella sala.

El jefe de la escolta le dijo amablemente que se tenían que ir.

Un agente de cierta edad con un rostro de duro de película, unos ojos intensamente azules y una cicatriz que le atravesaba el labio desde la nariz hasta la barbilla, se me acercó. Su voz estaba enronquecida por los cigarrillos y por los muchos años entre ladrones, violadores, traficantes y asesinos. Él también estaba detenido y con el fin de la pena fijado para el día de su jubilación.

—Enhorabuena, abogado. Le he escuchado y lo he comprendido todo. A ése —señaló a Paolicelli que ya se estaba alejando con los otros agentes— lo ha salvado.

Después se fue rápidamente para alcanzar a sus compañeros. Y, de este modo, Natsu y yo nos volvimos a quedar solos. Por última vez.

—¿Y ahora?

—Adiós —le dije.

Me salió bien, creo. Adiós es una palabra difícil de decir. Siempre se corre el riesgo de resultar patético, pero en aquel momento la dije de manera adecuada.

Ella me miró un buen rato. Si desenfocaba un poco su imagen y, en lugar de sus ojos ponía dos grandes círculos de color azul, podía ver a la niña Midori, tal como sería en cuestión de veinte años.

En 2025. Evité hacer el cálculo de cuántos años tendría yo en 2025.

—No creo que encuentre a otro como tú.

—Bueno, espero más bien que no —contesté.

Pretendía que fuera un comentario gracioso, pero ella no se rió.

En cambio, miró a su alrededor y, cuando estuvo segura de que la sala estaba verdaderamente desierta, me dio un beso. Un beso auténtico, quiero decir.

—Adiós —dijo ella también, antes de desaparecer por los pasillos desiertos.

Le concedí cinco minutos de ventaja y después yo también me fui.