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Recibí la llamada de Tancredi cuando estaba saliendo de las secretarías del Tribunal, tras un deprimente examen de unos cuantos expedientes.

—Carmelo.

—¿Dónde estás, Guerrieri?

—De vacaciones en Tahití. ¿No te lo había dicho?

—Ten cuidado. Con estas graciosas ocurrencias, corres el riesgo de matar a alguien de risa.

Me dijo que necesitaba verme. Por su tono de voz, estaba claro que se trataba de cosas de las que no tenía intención de hablarme por teléfono. Por consiguiente, no hice preguntas y él añadió que podíamos encontrarnos en un bar de las inmediaciones de los juzgados, y veinte minutos después ambos ya estábamos sentados delante de dos de los peores capuchinos de la comarca.

—¿Tienes la lista de pasajeros?

Tancredi asintió con la cabeza. Después miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie nos estuviera observando. Nadie nos podía observar porque el bar estaba desierto, aparte de la señora gorda de detrás del mostrador. La autora de aquellos exquisitos capuchinos.

—Entre los pasajeros que regresaban de Montenegro, hay un señor bastante conocido en ciertos ambientes.

—¿En qué sentido?

—Luca Romanazzi, quinta de 1968. Es de Bari, pero vive en Roma. Dos veces detenido y sometido a juicio por asociación mafiosa y tráfico de estupefacientes, dos veces absuelto. Familia burguesa, padre funcionario municipal y madre maestra de primaria. Hermanos normales. Personas normales. Él es la clásica oveja negra. Estamos seguros de que intervino en una serie de atracos a furgonetas blindadas (lo dicen varios confidentes) y de que está involucrado en distintos tráficos con Albania. Droga y automóviles de lujo. Pero no tenemos nada concreto contra él. Es listo el muy hijo de puta.

—La clase de individuo que podría haber organizado aquel envío de droga con aquel sistema.

—Podría, en efecto. También podría ser cómplice de tu cliente, para completar el abanico de las hipótesis posibles.

—Necesito enseñárselo, me refiero a Paolicelli.

—Ya.

—Quiero decir que me hace falta una foto, Carmelo.

Él no dijo nada, miró una vez más a su alrededor, moviendo tan sólo los ojos, y, al final, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un sobre amarillo y me lo entregó.

—Te agradecería que esta entrega tuviera carácter reservado, Guerrieri. Y, cuando ya se la hayas enseñado a tu cliente, te agradecería que la quemaras o te la comieras o lo que te dé la gana.

Yo lo escuchaba con el sobre en la mano.

—Y también te agradecería que la quitaras de en medio. Por ejemplo, haciendo una cosa tan complicada como guardártela en el bolsillo antes de que todo el bar se dé cuenta de que el inspector Tancredi entrega papeles presumiblemente reservados a un abogado criminalista.

Evité decirle que eso de «todo el bar» me parecía una expresión un tanto exagerada puesto que a la señora de la barra se le había añadido tan sólo un viejecito que se estaba bebiendo un brandy doble sin el menor interés por nosotros y por el resto del mundo. Di las gracias y me guardé el sobre en el bolsillo mientras Tancredi ya se estaba levantando para regresar a la comisaría.