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Aquel día había varios juicios con detenidos en varias salas y pocos agentes de la policía penitenciaria. Y, de esta manera, el jefe de la escolta había solicitado autorización al presidente para utilizar a los hombres en otras salas de la audiencia. Cuando llegara el momento del veredicto, el secretario llamaría al jefe de la escolta y Paolicelli sería conducido a la sala para la lectura de la sentencia.
En la sala sólo quedamos Natsu y yo. Nos sentamos detrás del banco del ministerio público.
—¿Cómo está la niña?
Se encogió de hombros con una forzada sonrisa en los labios.
—Bien. Bastante bien. Esta noche ha sufrido pesadillas, pero le han durado poco. Hace algún tiempo que son más cortas, menos violentas.
Nos miramos unos cuantos segundos y después ella me acarició una mano. Más tiempo del que la prudencia hubiera aconsejado.
—Lo has hecho muy bien. El discurso no era fácil, pero lo he comprendido todo. Eres muy hábil —vaciló unos instantes—. No creía que fueras tan luchador.
Me tocó a mí esbozar una sonrisa forzada.
—Y ahora, ¿qué ocurrirá?
—Imposible hacer una previsión. O, por lo menos, yo no soy capaz de hacerla. Puede ocurrir de todo.
Asintió con la cabeza. En realidad, no esperaba otra respuesta.
—¿Podemos salir de aquí a tomar un café o alguna otra cosa?
—Pues claro, pasará un buen rato antes de que salgan con la sentencia.
Estaba a punto de añadir que si salían enseguida no sería una buena señal. Significaría que habían confirmado la condena sin tomar siquiera en consideración las cosas que yo había intentado decir. Me abstuve de hacerlo. Era una información inútil a aquellas alturas.
Abandonamos la sala, nos tomamos un café, dimos un paseo. Volvimos a entrar. Hablamos poquísimo. Lo estrictamente indispensable para insertar alguna coordenada en el silencio. No sé qué debía de sentir ella. No me lo dijo y yo no conseguí adivinarlo. O quizá no quise. Experimentaba una ternura triste y como suspendida de un hilo. Una resignación impalpable. Un murmullo remoto.
A las cinco, el palacio se quedó vacío. Puertas que se cerraban, voces, pasos apresurados.
Y después el silencio, extraño e inconfundible, de los despachos desiertos.
Fue poco antes de las seis cuando vimos entrar de nuevo en la sala a los hombres de la escolta con Paolicelli. Pasaron muy cerca de nosotros. Él me miró, buscando un mensaje en mis ojos. No encontró nada. Pocas veces en mi vida de abogado he estado tan inseguro del resultado de un juicio, tan incapaz de hacer previsiones.
Llegué a mi sitio cuando los agentes de la policía penitenciaria hacían entrar a Paolicelli en la jaula, el fiscal general sustituto volvía a entrar en la sala y Natsu regresaba a la zona desierta destinada al público.
Después salieron los jueces sin que sonara siquiera el timbre.
Mirenghi leyó rápidamente la sentencia. Antes incluso de que yo consiguiera arreglarme la toga sobre los hombros. La leyó con el rostro muy tenso y yo estuve seguro de que no habían tomado una decisión por unanimidad. Tuve la certeza de que el presidente había luchado por la confirmación de la sentencia de condena, pero los demás habían votado a favor de la absolución y lo habían dejado en minoría.
En la revisión de la sentencia recurrida, el Tribunal absuelve a Fabio Paolicelli de la acusación formulada contra él por no ser los hechos constitutivos de delito.
En nuestra jerga, la expresión «hechos no constitutivos de delito» puede significar muchas cosas, incluso bastante distintas entre sí. En aquel caso significaba que Paolicelli había transportado efectiva y materialmente la droga —los hechos existían sin ninguna duda—, pero sin saberlo. Falta del componente psicológico del delito. Ausencia de dolo.
Los hechos no son constitutivos de delito.
Absolución.
Excarcelación inmediata del acusado en caso de no estar detenido por otro motivo.
Mirenghi recuperó momentáneamente el aliento y después reanudó la lectura. Había otra cosa.
—Dispone la transmisión de la sentencia y de las actas del debate a la dirección territorial antimafia para el establecimiento de las correspondientes competencias.
Significaba que la cosa no terminaba allí. Significaba que la dirección antimafia se tendría que encargar de mi compañero Macrì y de su amigo Romanazzi.
Significaba problemas para mí tal vez. Pero no me apetecía en absoluto pensar en ello.
El presidente dijo que se levantaba la audiencia y se volvió para retirarse. Girardi también se volvió.
Russo, en cambio, se entretuvo un instante. Me miró y yo lo miré a él. Sus ojos eran vivos, intensos. Mantenía los hombros erguidos y parecía diez años más joven, como yo jamás lo había visto. Hizo una inclinación con la cabeza, apenas perceptible.
Después él también se volvió y siguió a los demás a la sala de deliberaciones.