13
Delante de la entrada, un culturista vestido de negro, con micrófono y auricular, me preguntó si iba solo. No, estoy con la mujer invisible. Y, a juzgar por la inteligente expresión de tu cara, yo diría que tienes que ser Ben Grimm, La Cosa de los Cuatro Fantásticos. No dije eso propiamente, pero por poco mientras me preguntaba cómo acabaría el siguiente encontronazo. Hice un gesto con la mano como para demostrar que no había nadie a mi lado y, por consiguiente, sí, iba solo. Decirlo con palabras sinceramente no me apetecía.
El otro me dejó pasar mientras susurraba contra el micrófono unas palabras que yo no entendí. A lo mejor, estaba avisando a sus compañeros del interior de que entraba un elemento sospechoso al que sería mejor vigilar. Bajé por una rampa y me encontré en un lugar extraño. Era un auténtico garaje, pero sin coches, claro. El suelo estaba integrado por unos cubitos de pórfido salpicado de aquella especie de hongos calefactores que utilizan los bares para que la gente pueda permanecer fuera, incluso en invierno. Pero, en conjunto, hacía más bien frío, por lo que me limité a desabrocharme la trenca sin quitármela.
Había mucha gente y, al entrar, pensé que aquello parecía el plato de una película de ambientación un tanto surrealista. Grupos de señoras muy baripijas izquierdosas. Grupos de jóvenes y jóvenas de aire inconfundiblemente gay. Grupos de personajes de edad variable, pero rigurosamente vestidos de artistas. Algún político, algún presunto intelectual, algún chico de color, algún japonés. Nadie a quien yo conociera.
Todo era tan estrafalario que hasta me puso de buen humor. Pensé que primero echaría un vistazo a las obras, así, para estar un poco preparado, y que después iría en busca de la comida. Y de Natsu.
Encima de una mesita cerca de la entrada, había unos catálogos. Tomé uno y lo hojeé, acercándome a la pared. El título de la exposición era: Las partículas elementales.
Me pregunté si sería una cita de la novela de aquel francés. A mí el libro no me había gustado, pero bueno, probablemente habría que tenerlo en cuenta para comprender las obras.
Los cuadros expuestos recordaban de lejos los de Rothko y, en conjunto, no estaban mal. Estaba examinando detenidamente uno de ellos con una cierta concentración, tratando de comprender la técnica, cuando me sobresaltó una voz a mi espalda.
—¿Tú eres el chico de Piero?
Tenía el pelo de color anaranjado y parecía una imitación de Elton John. Un Elton John de Bitonto, provincia de Bari, a juzgar por su acento.
Pues, mira, no, el chico de Piero —quien coño que sea este Piero— lo serás tú.
—No, señor, me temo que se ha equivocado. Me habrá confundido con otro.
—Ah. —Lo dijo con un suspiro que podía significar cualquier cosa. Después, tras haberme calibrado de arriba abajo, siguió adelante—. ¿Te gusta el trabajo de Cazo?
—¿Cazo?
Katso —nombre de ambigua pronunciación2— era el artista, pero yo tardé tres o cuatro dramáticos segundos en centrar mis pensamientos en el tema. Elton me explicó que el título de la exposición se lo había inventado él y que él era también el autor de la introducción crítica del catálogo.
Ah, estupendo. Le he echado un vistazo y no he entendido ni torta.
No lo dije de esta manera, pero el otro me leyó el pensamiento y, sin que yo se lo pidiera, me empezó a explicar los detalles del contenido de su introducción.
No lo podía creer. No podía creer que, entre las por lo menos doscientas personas presentes, aquel personaje me hubiera arponeado precisamente a mí. Y no conocía a nadie a quien poder hacer señas para que me viniera a rescatar, propinándole, por ejemplo, un golpe en la cabeza a Elton.
En determinado momento, observé que la gente se desplazaba en grupos hacia el lado del garaje más alejado de la entrada. El típico movimiento que, en todas las fiestas, señala la llegada de la comida.
—Creo que ya viene la manduca —dije, pero él ni siquiera me oyó.
Se había lanzado irresistiblemente a una exégesis metafísica de las obras del señor Katso.
—Cortolasola, ñapro —dije entonces para ver si de veras no escuchaba ni una sola palabra de lo que yo le estaba diciendo.
Y, en efecto, no escuchaba ni una sola palabra. No me preguntó qué quería decir «cortolasola» y ni siquiera «ñapro». Insistió, en cambio, en el arquetipo y en la actitud de ciertas manifestaciones artísticas que se dedican a condensar los fragmentos dispersos del inconsciente colectivo.
Yo condensé mis fragmentos dispersos; dije disculpe, pero sólo porque soy un chico bien educado, di media vuelta y me encaminé hacia la comida.
Había una alargada mesa alrededor de la cual la gente se estaba congregando. Desde una estancia de la trastienda emergían camareros con bandejas llenas de sushi, sashimi y tempura. En un extremo de la mesa había palillos de madera en sobrecitos de papel y en el otro, para los inexpertos, tenedores y cuchillos de plástico.
Me abrí paso entre la gente sin preocuparme demasiado por la cola, llené un plato, le eché una buena cantidad de salsa de soja, tomé los palillos y me fui a sentar en un apartado taburete para comer en paz.
La comida era exquisita, claramente preparada allí mismo poco antes de ser servida —nada de cosas congeladas y conservadas varias horas en el frigorífico—, y la saboreé con fruición tal como no me ocurría desde hacía mucho tiempo. Pasó un camarero con una bandeja de copas de vino blanco. Tomé dos, farfullando que esperaba a una señora. El vino no estaba a la altura de la comida, pero, por lo menos, estaba fresquito. Me bebí la primera copa y la hice desaparecer debajo del taburete. Tomé unos sorbitos más civilizados de la segunda mientras poco a poco la muchedumbre que rodeaba la mesa se disolvía.
Fue entonces cuando Natsu se asomó desde la estancia que había detrás de la mesa. Iba vestida de cocinera, toda de blanco, lo cual hacía que su tez oscura y su cabello negro destacaran de manera espectacular.
Lo primero que hizo fue echar un vistazo a la mesa, por donde parecía que hubiera pasado una nube de langostas. Después miró a su alrededor y entonces yo me levanté sin siquiera darme cuenta. A los pocos segundos, nuestras miradas se cruzaron. Hice un torpe saludo con la mano. Ella sonrió y se acercó a mí.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Unos momentos de incomodidad. Experimenté el impulso de decirle que la comida estaba muy rica, que ella era una cocinera excepcionalmente buena y otras cosas muy originales. Por suerte, conseguí reprimirme.
—Tengo ganas de fumarme un cigarrillo. ¿Te apetece acompañarme fuera?
Había pasado al tratamiento de tú sin previo aviso. Dije que tendría mucho gusto en acompañarla y nos encaminamos juntos hacia la entrada donde se habían reunido todos los fumadores de la velada. Ella sacó un paquete de Chesterfield azul, me ofreció un cigarrillo, dije que no, gracias, ella sacó el suyo y lo encendió.
—¿Hace mucho tiempo que dejaste el tabaco?
—¿Cómo sabes que lo he dejado?
—Por tu manera de mirar el paquete. Conozco muy bien esa mirada porque yo he dejado un montón de veces el tabaco. ¿Qué te parece la velada?
—Interesante. No he entendido nada del catálogo y casi nada de las obras. En compensación, uno que iba disfrazado de Elton John y que hablaba en dialecto barés como el cómico Lino Banfi me ha preguntado si yo era el chico de Piero y...
Se echó a reír. Pero muy fuerte y con ganas, hasta tal punto que me dejó asombrado porque no me parecía que mi comentario hubiera sido tan divertido.
—No me pareciste muy simpático cuando te vi trabajando. —Volvió a reírse—. Parecías uno de aquellos abogados de película americana, tan eficientes y despiadados.
Eficiente y despiadado. Me gustaba. Hubiera preferido «guapo y despiadado», como Tommy Lee Jones en El fugitivo, pero me iba bien de todos modos.
Siguió fumando.
—¿Has venido en coche?
No, claro, estamos sólo a ocho, nueve kilómetros del centro. Cada noche me entreno para la maratón de Nueva York. He venido corriendo en mono y zapatillas y, a la entrada, me he cambiado.
—Sí, claro.
—Yo aquí ya he terminado. No tengo coche, he venido en la furgoneta con mis colaboradores. Me podrías acompañar a casa, si te apetece.
Dije que sí, que me apetecía. Tratando de disimular el asombro. Me dijo que le concediera cinco minutos, el tiempo de quitarse el uniforme de trabajo, tomar las disposiciones necesarias para que sus colaboradores lo desmontaran todo y despedirse de los organizadores de la velada.
Me quedé a esperarla en la entrada en compañía del culturista. De vez en cuando, éste susurraba unas palabras contra el micrófono y, más que nada, proyectaba su mirada bovina hacia una turbulenta exploración de las profundidades de la nada.
Pasó por lo menos un cuarto de hora durante el cual entraron y salieron personas. Me habría tenido que preguntar qué estaba haciendo. Quiero decir: Natsu era la mujer de un cliente, por si fuera poco, encarcelado; y yo no habría tenido que estar allí. Pero no me apetecía en absoluto hacerme aquella pregunta.
Natsu volvió a asomar por la puerta. Incluso en medio de la oscuridad conseguí darme cuenta de que una parte de aquellos quince minutos o más la había dedicado a arreglarse. Maquillaje y peinado.
—¿Vamos? —dijo.
—Vamos —contesté.