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Al salir del despacho aquella tarde, miré a mi alrededor. Derecha, izquierda; una mirada al pequeño portal del viejo edificio de la manzana de enfrente por si el asesino a sueldo rápidamente enviado por Macrì estaba escondido allí dentro a la espera de mi salida.

Después me encogí de hombros y caminé hasta casa.

A aquellas alturas, ya estaba preparado para el ingreso en algún hospital psiquiátrico para enfermos de larga duración. En realidad, me sentía fatal. Me molestaba experimentar aquella sensación de inseguridad y de vulnerabilidad. Pero, en el fondo, ¿qué me podía hacer aquel cabrón? No podía mandar que me pegaran un tiro en serio. No podía, ¿verdad? Había armado jaleo por temor a encontrarse él en apuros, puesto que no cabía duda de que tenía algo que temer. ¿Y qué hacen los mafiosos cuando tienen algo que temer? Reaccionan, lógicamente.

Seguí adelante con estos pensamientos un poco inconexos hasta que llegué a casa. Después me harté. Una de las suertes que tengo es que me harto de todo enseguida. Hasta del miedo. Pensé que, bien mirado, Macrì podía joderse junto con sus amigos.

Y, de todas maneras, a la mañana siguiente, por si acaso, yo llamaría a Tancredi.