17

Natsu acudió a mi despacho al día siguiente y, tal como yo había previsto, no reconoció al sujeto de la fotografía. La tomó, me preguntó quién era aquella persona, la miró largo rato con atención. Tan largo que, en determinado momento, pensé contra todo pronóstico que lo había reconocido. Después, mientras yo me hacía estas reflexiones, me devolvió la fotografía, apretando los labios y diciendo que no con la cabeza.

Permanecimos en silencio. Ella parecía buscar algo con la mirada en un punto indeterminado arriba a la izquierda. Después la mirada cambió completamente de dirección, desplazándose abajo a la derecha, y pareció dialogar consigo misma. A mí no me prestaba la menor atención y, de esta manera, la pude observar un buen rato y distraerme siguiendo sus facciones y sus ojos color avellana. Pensando en muchas cosas. Demasiadas.

—No hay nada que hacer, ¿verdad?

Lo dijo con una entonación extraña. No se entendía muy bien si era de resignación, serena desesperación o bien otra cosa. Como una nota inconsciente de espera.

Me encogí de hombros y meneé la cabeza.

—No lo sé. Esto era una tentativa. No consigo pensar en nada más que tenga sentido.

—¿Pues entonces?

—Pues entonces esperaremos la vista en el tribunal de apelación, confiando en que se nos ocurra alguna idea o en que pase algo.

—Que no pasará.

—Si no ocurre nada nuevo, lo único sensato que se puede hacer es tratar de llegar a un acuerdo. Tal como ya te dije. Tal como ya le dije también a él.

—O sea, aceptar una rebaja y seguir en la cárcel.

—Teóricamente, después del acuerdo, podríamos intentar pedir el arresto domiciliario, pero...

Dejé la frase en suspenso y, en cuestión de unos instantes, comprendí el porqué. La idea de que él regresara a casa, aunque sólo fuera para cumplir los arrestos domiciliarios, me resultaba insoportable e inconfesablemente molesta.

—¿Pero?

Su pregunta se insertó como una cuña en mis pensamientos y en mi vergüenza.

—Nada. Una cuestión técnica. Después del acuerdo, podríamos intentar pedir los arrestos domiciliarios. Pero mejor no confiar demasiado en eso porque la cantidad de droga es muy elevada. De todos modos, lo podemos intentar.

—Y, si no le conceden los arrestos domiciliarios, ¿cuánto tiempo tendrá que permanecer en la cárcel?

Una vez más, la extraña sensación de antes. De no conseguir descifrar la verdadera razón de la pregunta. ¿Quería saber cuánto tiempo tendría que permanecer separada de su marido o quería saber cuánto tiempo tendría a su disposición?

Cuánto tiempo tendríamos a nuestra disposición.

¿Se estaba haciendo verdaderamente esta pregunta o era yo quien la proyectaba en ella?

Porque yo, desde luego, esta pregunta me la estaba haciendo. Ahora sé con toda claridad lo que entonces percibía de una manera desenfocada. Aunque lo suficientemente clara como para experimentar una mezcla de vergüenza y deseo.

Deseo de ella —Natsu— y de la niña. De la familia que no tenía. La familia de un hombre que estaba en la cárcel, de un hombre al que yo habría tenido que proteger y defender.

Un deseo de ladrón.

—Es difícil decirlo ahora. Una vez dictada la sentencia, se pueden conseguir beneficios, rebajas, reducciones por buena conducta, permisos de salida. Son cosas que dependen de muchos factores.

Pausa.

—Por supuesto que, incluso en la hipótesis más optimista, serán necesarios varios años.

Ella no dijo nada y yo no conseguí descifrar su expresión mientras trataba de encontrar palabras para decirle que nos podríamos volver a ver. Fuera del despacho. Como aquella noche. Salir a dar una vuelta, escuchar un poco de música, hablar. Alguna otra cosa.

Un deseo de ladrón.

No encontré las palabras, y la conversación, y nuestra reunión, se cerraron con mis frases hipócritas acerca de la hipótesis más optimista.

Cuando Natsu se fue, le dije a Maria Teresa que durante media hora no quería atender llamadas y tanto menos recibir a clientes que pasaran por allí, tal como solía ocurrir, sin cita previa.

Después regresé a mi sitio, me sostuve la cabeza entre las manos y me pareció que estaba a la merced de las olas.