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Ni siquiera tenía que examinar los papeles, me dije en cambio aquella noche al llegar a casa.
Yo a Fabio Raybán no lo podía defender. Todo lo que me había pasado por la cabeza tras haberlo reconocido era una señal de alarma. Una cosa que no podía pasar por alto.
Tenía que comportarme como un profesional serio y como un hombre maduro.
Probablemente Paolicelli era culpable y había sido justamente condenado. Pero precisamente por eso tenía derecho a ser defendido de manera profesional por parte de alguien que no tuviera las reservas mentales y las antiquísimas cuentas pendientes que yo tenía.
Debía renunciar al encargo sin leer tan siquiera las actas. Sería mucho mejor para todos.
Sería justo.
En cuestión de un par de días regresaría a la cárcel y le diría que no podía defenderlo. Le diría la verdad, o me inventaría un pretexto.
Pero una cosa era segura. No podía aceptar aquella defensa.