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Los tres jueces entraron tras haber sonado por segunda vez el timbre. Aquello no era, ¿cómo diría?, un colegio de chavales. El más joven —Girardi— pasaba de los sesenta y, al presidente —Mirenghi—, le faltaba poco más de un año para la jubilación.

El tercero —Russo— solía quedarse dormido unos minutos después del comienzo de la vista y se despertaba en el momento de marcharse. Era bastante conocido por eso y, en mi lista de clasificación del aprecio profesional por los jueces, no ocupaba precisamente los primeros lugares.

No eran ni buenos ni malos desde mi punto de vista. Esencialmente no querían problemas, pero en el Tribunal Superior de Justicia había cosas peores. Y también mejores, a decir verdad, aunque, en resumidas cuentas, no me podía quejar.

Despacharon rápidamente los aplazamientos y un par de acuerdos, incluido el de mi compañero Castellano. Después, el presidente le preguntó a la secretaria del tribunal si había llegado la escolta de la policía penitenciaria con el acusado Paolicelli. La secretaria dijo que sí, que ya habían llegado y estaban esperando en las celdas de seguridad.

Las celdas de seguridad se encuentran situadas en los sótanos del Palacio de Justicia.

Cada vez que las oigo mencionar, acude a mi memoria la única vez que estuve allí. Había un cliente mío que había pedido hablar urgentemente conmigo antes de que empezara la audiencia. El ministerio público me había autorizado a bajar con los miembros de la escolta para celebrar la entrevista. Mi cliente era un atracador que comprendía la necesidad de colaborar con la justicia, pero que, antes de saltar el foso, quería hablar conmigo.

Conservo el recuerdo de aquel mundo subterráneo y abstracto. Había un pasillo con un tubo de neón defectuoso que se encendía y apagaba intermitentemente. A ambos lados, unas celdas que parecían jaulas de animales de cría intensiva. Anfractuosidades de una pesadilla de las cuales podía surgir repentinamente una zarpa dispuesta a agarrarte. Olor a humedad, moho y gasóleo. Ruidos amortiguados y preñados de amenazas. Paredes sucias y desconchadas. La sensación de que las reglas normales allí abajo no funcionaban. De que había otras, desconocidas y angustiosas.

Pensé que estábamos a sólo pocos metros del llamado mundo normal y me pregunté cuántos mundos subterráneos y temibles como aquel habría yo tocado de refilón en mi vida.

No fue una sensación agradable y me sentí mejor sólo cuando regresé a la conocida escualidez de la sala de la audiencia.

Los agentes acompañaron a Paolicelli a la jaula y, cuando éste estuvo dentro, le quitaron las esposas a través de los barrotes. Me acerqué a saludarlo y, mientras le estrechaba la mano, le pregunté como de costumbre si seguíamos estando de acuerdo acerca de la estrategia que seguir. Me dijo que sí, que estábamos de acuerdo. El presidente dijo que podíamos empezar, regresé a mi sitio, me puse la toga y, un momento antes de las formalidades de apertura, pensé en Natsu, en la niña, en el paseo por el parque. Y en lo que había ocurrido después.

El propio presidente se encargó de hacer la relación preliminar y no tardó más de cinco minutos. A continuación se dirigió a mí y al ministerio público, preguntando si había por casualidad alguna petición de acuerdo.

Montaruli apenas abrió las manos y meneó ligeramente la cabeza. Yo me levanté, ajustándome la toga sobre los hombros.

—No, señor presidente. No hemos presentado ninguna petición de acuerdo. Tengo, por el contrario, que presentar algunas peticiones de renovación parcial de la instrucción del debate.

Mirenghi arrugó la frente. Girardi levantó la vista del expediente que estaba examinando. Russo estaba tratando de encontrar la mejor posición para quedarse traspuesto y no dio muestras de haberse enterado de nada.

—El señor Paolicelli, sobre la base de una opinable estrategia defensiva, jamás ha tenido intención de someterse al interrogatorio. Ahora consideramos que fue una elección equivocada. Consideramos indispensable dar a conocer al tribunal la versión del acusado tanto de los hechos que son el objeto específico de la acusación como de los acontecimientos que ocurrieron posteriormente. En la misma perspectiva y con las mismas finalidades probatorias, pedimos también el interrogatorio testimonial de la señora Natsu Kawabata, cónyuge de Paolicelli.

Hice una pausa de unos instantes. El presidente y Girardi me estaban escuchando. Russo se estaba inclinando lentamente hacia un lado. Todo se estaba desarrollando con normalidad, hasta aquel momento.

—Además de la petición de interrogatorio del acusado y del interrogatorio testimonial de su esposa, tenemos también otra petición. Es una petición que me cuesta mucho formular y muy pronto comprenderán ustedes el porqué. En los días pasados mi cliente me ha revelado algunos datos acerca de su relación con su anterior defensor y, concretamente, acerca del contenido de algunas entrevistas con dicho defensor. El señor Paolicelli me ha revelado (y, naturalmente, revelará ante este tribunal cuando sea sometido a interrogatorio) que su anterior defensor tuvo ocasión de darle a entender que conocía a los verdaderos responsables del tráfico ilegal por el que Paolicelli fue inicialmente detenido y posteriormente condenado. Es evidente la importancia de semejante información cuya fiabilidad tendrá que ser sometida como es lógico a un cuidadoso examen. Pero, para ser evaluada, semejante información también deberá ser obtenida lógicamente a través del interesado directo, es decir, el abogado Macrì, a quien solicito por tanto oír como testigo ante este tribunal.

»Huelga decir que estas peticiones de renovación de la instrucción del debate no se habían previsto en el recurso porque éste había sido redactado por el anterior defensor y, por consiguiente, dentro del cuadro de una estrategia defensiva radicalmente distinta. En todo caso, tal como el tribunal comprenderá fácilmente, se trata de unas tareas instructorias cuyo cumplimiento se podría ordenar de oficio en aplicación del modelo a que se refiere el artículo 603 coma tercero del código de procedimiento penal. Sobre la base de las declaraciones que el acusado pueda efectuar en el transcurso de su interrogatorio, comprobarán ustedes mismos la absoluta necesidad de la integración probatoria que solicitamos.

Ya estaba hecho. Sólo tras haber terminado de hablar, mientras el presidente pedía al ministerio público que replicara a mis peticiones, me di cuenta, plenamente y con absoluta lucidez, de lo que estaba a punto de poner en marcha.

Aparte las reglas escritas —las del código y las de las sentencias que lo interpretan—, tanto en los juicios como en las salas de los tribunales, existe toda una serie de reglas tácitas. Estas últimas se respetan con mucha más atención y mucho más cuidado. Y entre ellas figura una que dice más o menos: un abogado no defiende a un cliente, arrojando al mar a un compañero. Eso no se hace y basta. Normalmente, el que transgrede estas reglas, de una manera o de otra, lo paga.

O, por lo menos, alguien trata de hacérselo pagar.

Montaruli se levantó y expuso su réplica.

—Señor presidente, yo diría que se trata (por lo menos, por lo que se refiere a la petición de audición del anterior defensor como testigo) de una hipótesis un tanto insólita de renovación del debate. Creo que existen varios obstáculos jurídicos, antes incluso que de mérito, a la admisión de la petición de declaración del ex defensor. Enumero muy sintéticamente estos posibles obstáculos jurídicos: en primer lugar, y si he comprendido bien, de las sumarias indicaciones que nos ha facilitado el abogado Guerrieri, parece poder deducirse la existencia de un caso especial de representación infiel del cual parece ser que se hizo responsable el anterior defensor. En esta hipótesis, sería imposible interrogar al susodicho defensor como testigo puesto que, en definitiva, se le estaría llamado a prestar unas declaraciones autoinculpatorias. En segundo lugar, creo que subsistiría en cualquier caso una situación de incompatibilidad de declarar conforme al artículo 197 del código de procedimiento penal. Por último y ya termino, considero que en cualquier caso el susodicho abogado podría invocar el secreto profesional de conformidad con el artículo 200. Por todas estas razones, me opongo a la admisión de la declaración testimonial del abogado Macrì mientras que no tengo ninguna objeción que hacer a las otras peticiones. El interrogatorio del acusado y la declaración de la esposa.

El presidente murmuró algo al oído del juez Girardi. Ni siquiera se volvió hacia Russo. Yo me levanté y pedí la palabra.

—Señor presidente, quisiera hacer algunas observaciones a lo que acaba de decir el señor fiscal general.

—¿Acerca de qué concretamente, abogado Guerrieri?

—Acerca de los perfiles de presunta inadmisibilidad de la declaración del abogado Macrì.

—En caso necesario, hará usted estas observaciones en un segundo momento. Por ahora, admitimos el interrogatorio de su cliente y la declaración de la señora. Nos reservamos, tras la conclusión de estos actos, la decisión acerca de la otra petición relativa a la instrucción.

Después, sin que yo pudiera añadir nada más, dictó el auto a la secretaria.

—El Tribunal, considerada la admisibilidad del interrogatorio del acusado y la de la declaración del cónyuge; considerando que acerca de la petición de declaración del abogado Macrì el Estado no puede, en cambio, adoptar una decisión, teniendo en cuenta la necesidad de valorar los perfiles de efectiva relevancia de conformidad con el resultado del susodicho interrogatorio; admite el interrogatorio y la declaración y reserva al resultado de ambos actos cualquier eventual y ulterior decisión relativa a la instrucción.

Me parecía correcto, en definitiva. Probablemente yo en su lugar hubiera hecho lo mismo, pensé.

El presidente se dirigió nuevamente a mí.

—Abogado Guerrieri, ¿cuánto tiempo cree que será necesario para el interrogatorio de su cliente? Si es algo que podemos despachar en pocos minutos, procedamos ahora mismo. En caso contrario, puesto que hoy tendremos que cerrar pronto la audiencia por un compromiso personal mío, conviene efectuar un aplazamiento.

—Señor presidente, no creo que sea un procedimiento muy largo, pero yo diría que pocos minutos no bastan. Es mejor efectuar un breve aplazamiento.

Mirenghi no hizo comentarios, ordenó para que constara en acta el aplazamiento para de allí a una semana y después dijo que el tribunal se retiraba para una suspensión de cinco minutos.

Me estaba acercando a Paolicelli para decirle que las cosas estaban marchando más o menos según lo previsto cuando advertí que su mirada se desplazaba hacia la entrada de la sala. Me volví y vi que estaba entrando Natsu.

No me ruborizaba de aquella manera desde que era pequeño. Era la primera vez, desde que empezara toda aquella historia, que nos encontrábamos los tres juntos en el mismo espacio físico. Natsu, su marido y yo.

Paolicelli me llamó. Yo me demoré unos cuantos segundos para que se desvaneciera o, por lo menos, se atenuara el rubor, y después me encaminé hacia la jaula.

Quería saludar a su mujer y era necesario que los agentes de la policía penitenciaria le permitieran acercarse. Le pregunté a Montaruli y éste autorizó un breve coloquio entre el detenido y su mujer. Normalmente no hubiera sido posible —las entrevistas tienen un número determinado y se celebran en la cárcel—, pero por costumbre los fiscales que no sean unos perfectos desalmados, acceden a estas excepciones durante las pausas de las audiencias.

Natsu se acercó a la jaula y él le tomó las manos a través de los barrotes. Las estrechó entre las suyas diciendo algo que, por suerte, yo no pude oír. Dos punzadas me recorrieron simultáneamente el cuerpo: celos y sentido de culpa. Eran muy distintas, pero me hicieron daño de la misma manera.

Tuve que abandonar la sala para vencer la sensación de que todos me estaban mirando a la cara y podían leer en ella lo que me estaba ocurriendo por dentro.

Unos cuantos minutos después, la escolta pasó por delante de mí, llevándose esposado a Paolicelli. Me saludó con una especie de leve sonrisa, levantando las manos unidas por las esposas.